La Historiadora
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Durante a?os, Paul fue incapaz de contarle a su hija la verdad sobre la obsesi?n que ha guiado su vida. Ahora, entre papeles, ella descubre una historia que comenz? con la extra?a desaparici?n del mentor de Paul, el profesor Rossi. Tras las huellas de su querido maestro, Paul recorri? antiguas bibliotecas en Estambul, monasterios en ruinas en Rumania, remotas aldeas en Bulgaria… Cuanto m?s se acercaba a Rossi, m?s se aproximaba tambi?n a un misterio que habia aterrorizado incluso a poderosos sultanes otomanos, y que a?n hace temblar a los campesinos de Europa del Este. Un misterio que ha dejado un rastro sangriento en manuscritos, viejos libros y canciones susurradas al o?do.
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Muy en lo alto, un águila volaba en círculos. Monjes con su pesado hábito negro, gorro alto y larga barba negra iban y venían entre la iglesia y la primera planta del monasterio, barrían los suelos de las galerías de madera o estaban sentados en un triángulo de sombra cercano al porche de la iglesia. Me pregunté cómo aguantaban el calor del verano con aquellas prendas. El interior de la maravillosa iglesia me dio cierta pista. Estaba tan fresca como una casa en primavera, iluminada tan sólo por velas parpadeantes y el brillo del oro, el latón y las joyas. Las paredes interiores estaban adornadas con espléndidos frescos («Hechos en el siglo XIX», me confió Helen), y yo me detuve ante una imagen especialmente solemne, un santo de larga barba blanca y pelo blanco peinado con raya que nos miraba.
– Ivan Rilski.
Helen leyó las letras que había cerca de la aureola.
– Es el santo cuyos huesos fueron traídos aquí ocho años antes de que nuestro amigo valaco entrara en Bulgaria, ¿verdad? La «Crónica» hablaba de él.
– Sí.
Helen se plantó ante la imagen, como si pensara que iba a hablarnos si nos quedábamos allí el tiempo suficiente.
La interminable espera me estaba crispando los nervios.
– Helen -dije-, vamos a dar un paseo. Podemos subir a la montaña y disfrutar de la vista.
Si no hacía un poco de ejercicio, pensar en Rossi iba a volverme loco.
– De acuerdo -accedió ella, y me miró fijamente, como si leyera mi impaciencia-. Si no está demasiado lejos. Ranov no permitirá que nos alejemos mucho.
El camino que ascendía serpenteaba a través del espeso bosque que nos protegía del calor de la tarde casi tanto como había hecho la iglesia. Era tan estupendo librarse de Ranov siquiera por unos minutos que me limité a mecer la mano de Helen adelante y atrás mientras paseábamos.
– ¿Crees que le cuesta decidir entre nosotros y Stoichev?
– Oh, no -repuso Helen sin vacilar-. Ha encargado a otra persona que nos siga. Nos la encontraremos dentro de un rato, sobre todo si desaparecernos más de media hora. No puede con nosotros solo y ha de pegarse a Stoichev para averiguar el objetivo de nuestra investigación.
– Pareces muy segura -le dije examinando su perfil mientras andábamos por la pista de tierra. Se había echado el sombrero hacia atrás y tenía la cara un poco colorada-. No puedo imaginarme crecer en medio de tanto cinismo y bajo vigilancia constante del Estado.
Helen se encogió de hombros.
– Antes a mí no me parecía tan terrible porque no conocía nada diferente.
– Pero querías abandonar tu país y pasar a Occidente.
– Sí -dijo al tiempo que me miraba de soslayo-. Quería abandonar mi país.
Nos paramos a descansar unos minutos sobre un árbol caído cerca de la carretera.
– He estado pensando en por qué nos dejaron pasar a Bulgaria -dije. Incluso aquí, en el bosque, hablaba en voz baja.
– Y en por qué nos dejan pasear a nuestro aire. -Asintió-. ¿Te has parado a pensarlo?
– Me parece -dije poco a poco- que si no nos impiden encontrar lo que estamos
buscando, cosa que podrían hacer con toda facilidad, es porque quieren que lo encontremos.
– Bien, Sherlock. -Helen abanicó mi cara con la mano-. Estás aprendiendo mucho.
– Digamos que saben o sospechan qué estamos buscando. ¿Por qué pueden considerar valioso, incluso posible, que Vlad Drácula sea un No Muerto? -Me costó un esfuerzo decir esto en voz alta, aunque mi voz se convirtió casi en un susurro-. Me has dicho muchas veces que los gobiernos comunistas desprecian las supersticiones campesinas. ¿Por qué nos alientan así al no impedir que sigamos investigando? ¿Creen que van a obtener alguna especie de poder sobrenatural sobre el pueblo búlgaro si encontramos la tumba de Drácula aquí?
Helen meneó la cabeza.
– No. Su interés se basa en el poder, desde luego, pero siempre desde un punto de vista científico. Además, se trata del descubrimiento de algo interesante y no deben querer que un norteamericano se lleve el mérito. Piensa: ¿qué sería más poderoso para la ciencia que el descubrimiento de que los muertos pueden resucitar o pueden transformarse en No Muertos? Sobre todo para el bloque del Este, con sus grandes líderes embalsamados en sus tumbas.
La visión del rostro amarillento de Georgi Dimitrov, en el mausoleo de Sofía, destelló en mi mente.
– Entonces, aún tenemos más motivos para destruir a Drácula -dije, pero sentí que la frente se me cubría de sudor.
– Y yo me pregunto -añadió Helen en tono sombrío- si destruirle serviría de mucho en el futuro. Piensa en lo que Stalin hizo a su pueblo, en Hitler. No necesitaron vivir quinientos años para perpetrar tantos horrores.
– Lo sé -dije-. También lo he pensado.
Helen asintió.
– Lo más extraño es que Stalin admiraba sin ambages a Iván el Terrible. Dos líderes que no dudaron a la hora de aplastar y masacrar a su propio pueblo, de hacer lo que fuera necesario con el fin de consolidar su poder. ¿Y a quién crees que admiraba Iván el Terrible?
Sentí que la sangre se retiraba de mi corazón.
– Dijiste que corrían muchas historias rusas sobre Drácula.
– Sí. Exacto.
La miré fijamente.
– ¿Te imaginas un mundo en el que Stalin pudiera vivir quinientos años? -Estaba rascando una parte blanda del tronco con la uña-. ¿O tal vez eternamente?
Apreté los puños.
– ¿Crees que podemos localizar una tumba medieval sin conducir a nadie más hasta ella?
– Será muy difícil, quizás imposible. Estoy segura de que hay gente vigilándonos por todas partes.
En aquel momento, un hombre dobló un recodo del sendero. Me sobresaltó tanto su aparición que estuve a punto de blasfemar en voz alta, pero era una persona de aspecto sencillo, vestida con ropa gruesa y cargada con un puñado de ramas. Nos saludó con la mano y continuó su camino. Miré a Helen.
– ¿Lo ves? -dijo ella en voz baja.
A mitad de la subida encontrarnos un empinado saliente rocoso.
– Mira -dijo Helen-. Sentémonos aquí unos minutos.
El valle, empinado y boscoso, se hallaba directamente bajo nuestros pies, casi ocupado por los muros y tejados rojos del monasterio. Ahora vi con claridad el tamaño enorme del complejo. Formaba una estructura angular alrededor de la iglesia, cuyas cúpulas brillaban a la luz del atardecer, y la torre de Hrelyo se alzaba en su centro.
– Desde aquí se comprueba que el lugar estaba muy bien fortificado. Imagina cuántas veces lo habrán observado sus enemigos así.
– O los peregrinos -me recordó Helen-. Para ellos no sería un desafío militar, sino un destino espiritual.
Se recostó contra el tronco de un árbol y se alisó la falda. Había dejado caer el bolso, se había quitado el sombrero y subido las mangas de su blusa clara para defenderse del calor.
Un fino sudor perlaba su frente y mejillas. Su rostro albergaba la expresión que más me gustaba: estaba perdida en sus pensamientos, mirando hacia dentro y hacia fuera al mismo tiempo, con los ojos bien abiertos y concentrados, la mandíbula firme. Por algún motivo, yo valoraba más esa mirada que las que me dirigía. Llevaba el pañuelo alrededor del cuello, aunque la marca del bibliotecario ya no era más que un hematoma, y el pequeño crucifijo destellaba debajo. Su áspera belleza me produjo una punzada, no sólo de deseo físico sino de algo muy cercano a admiración por su entereza. Era intocable, mía, pero lejana.
– Helen -dije sin coger su mano. No había tenido la intención de hablar, pero no pude contenerme-. Me gustaría preguntarte una cosa.
Ella asintió, con los ojos y los pensamientos clavados en el enorme monasterio.
– ¿Quieres casarte conmigo?
Se volvió poco a poco hacia mí, y me pregunté si estaba viendo estupor, diversión o placer en su rostro.
– Paul -dijo muy seria-, ¿cuánto hace que nos conocemos?
– Veintitrés días -admití. Comprendí entonces que no había reflexionado con
detenimiento en lo que haría si se negaba, pero era demasiado tarde para retirar la pregunta o reservarla para otro momento. Y si se negaba, no podía lanzarme al precipicio en mitad de mi búsqueda de Rossi, aunque sintiera la tentación.
– ¿Crees que me conoces?
– En absoluto -repliqué sin vacilar.
– ¿Crees que te conozco?
– No estoy seguro.
– Nos hemos tratado muy poco. Venimos de mundos diferentes por completo. -Esta vez sonrió, como para dulcificar sus palabras-. Además, siempre he pensado que no me casaría. No soy del tipo de mujer que se casa. ¿Y qué me dices de esto? -Se tocó la cicatriz del cuello-. ¿Te casarías con una mujer que lleva la marca del infierno?
– Te protegería de cualquier infierno que intentara acercarse a ti.
– ¿No sería una carga? ¿Cómo podríamos tener hijos -su mirada era dura y directa- sabiendo que esta contaminación podría llegar a afectarles?
Me costó hablar debido al nudo que sentía en la garganta.
– Entonces, ¿contestas que no, o puedo pedírtelo en otro momento?
Su mano (no podía imaginar vivir sin esa mano, con sus uñas cuadradas, la piel suave sobre el hueso duro) se cerró sobre la mía y pensé por un momento que no tenía un anillo que ofrecerle.
Helen me miró muy seria.
– La respuesta es que me casaré contigo, por supuesto.
Después de semanas de búsqueda inútil de la otra persona a la que más quería, me quedé demasiado estupefacto por la facilidad de este descubrimiento para hablar o para besarla.
Seguimos sentados en silencio, contemplando los rojos, dorados y grises del inmenso monasterio.
63
Barley estaba a mi lado, en la habitación de mi padre, contemplando el desastre, pero fue más rápido en ver lo que yo había pasado por alto: los papeles y libros diseminados encima de la cama. Encontramos un ejemplar manoseado del Drácula de Bram Stoker, una nueva historia de herejías medievales en el sur de Francia, y un volumen de aspecto muy antiguo sobre el mito de los vampiros en Europa.
Entre los libros había papeles, incluyendo notas de su puño y letra, y entre éstas diversas postales con una letra desconocida para mí, pulcra y diminuta, en tinta oscura. Barley y yo nos pusimos al unísono (me alegré una vez más de no estar sola) a examinar los papeles, y mi primer instinto fue recoger las postales. Los sellos eran de un amplio abanico de países: Portugal, Francia, Italia, Mónaco, Finlandia, Austria, pero no llevaban matasellos. A veces, el mensaje de una postal se continuaba en cuatro o cinco más, todas numeradas. Lo más asombroso era que todas estaban firmadas por Helen Rossi e iban dirigidas a mí.
