La Historiadora

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La Historiadora
Название: La Historiadora
Автор: Kostova Elizabeth
Дата добавления: 16 январь 2020
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La Historiadora - читать бесплатно онлайн , автор Kostova Elizabeth

Durante a?os, Paul fue incapaz de contarle a su hija la verdad sobre la obsesi?n que ha guiado su vida. Ahora, entre papeles, ella descubre una historia que comenz? con la extra?a desaparici?n del mentor de Paul, el profesor Rossi. Tras las huellas de su querido maestro, Paul recorri? antiguas bibliotecas en Estambul, monasterios en ruinas en Rumania, remotas aldeas en Bulgaria… Cuanto m?s se acercaba a Rossi, m?s se aproximaba tambi?n a un misterio que habia aterrorizado incluso a poderosos sultanes otomanos, y que a?n hace temblar a los campesinos de Europa del Este. Un misterio que ha dejado un rastro sangriento en manuscritos, viejos libros y canciones susurradas al o?do.

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Ranov formuló la pregunta con paciencia considerable, pero el hermano Angel siguió haciendo muecas, sin decir nada. Al cabo de un momento, el silencio me llevó al borde del ataque de nervios.

– ¡Pregúntele si sabe algo sobre Vlad Drácula! -grité-. ¡Vlad Tepes! ¿Está enterrado en esta región? ¿Ha oído alguna vez su nombre, el nombre de Drácula?

Helen me había agarrado del brazo, pero yo estaba fuera de mí. El bibliotecario me miraba fijamente, aunque no parecía alarmado, y Ranov me dirigió lo que yo habría calificado de mirada compasiva si hubiera querido prestar más atención.

Pero el efecto que obraron mis palabras en Pondev fue horripilante. Empalideció, y puso los ojos en blanco como grandes canicas. El hermano Ivan saltó hacia delante y le agarró cuando se desplomó de la silla. Luego Ranov y él consiguieron tumbarle sobre el jergón.

Era una masa confusa, pies blancos e hinchados que sobresalían de las sábanas, brazos colgando alrededor del cuello de ambos hombres. Cuando acabaron de depositarle en la cama, el bibliotecario fue a buscar agua de un jarro y vertió un poco sobre la cara del pobre hombre. Yo estaba estupefacto. No había sido mi intención causar tal angustia, y tal vez había matado una de las fuentes de información que quedaban. Al cabo de un momento interminable, el hermano Angel se removió y abrió los ojos, pero eran unos ojos enloquecidos, cautelosos como los de una bestia acosada, que pasearon aterrorizados por la habitación como si no pudiera vernos. El bibliotecario le palmeó el pecho y procuró acomodarlo mejor en el catre, pero el anciano monje le apartó las manos, tembloroso.

– Dejémosle -dijo Ranov en tono sombrío-. No se va a morir, de ésta…, al menos de momento.

Seguimos al bibliotecario al pasillo, todos en silencio y escarmentados.

– Lo siento -dije, cuando llegamos a la luz tranquilizadora del patio.

Helen se volvió hacia Ranov.

– ¿Podría preguntar al bibliotecario si sabe algo más sobre esa canción, si sabe de qué valle procede?

Ranov y el bibliotecario conferenciaron, y éste finalmente nos miró.

– Dice que proviene de Krasna Polyana, el valle que está al otro lado de aquellas

montañas, al noreste. Si se quedan aquí, podrán acompañarle a las festividades del santo que se celebran dentro de dos días. Puede que la vieja cantante Baba Yanka sepa algo al respecto. Al menos podrá decirles dónde la aprendió.

– ¿Crees que eso nos servirá de ayuda? -murmuré a Helen. Ella me miró muy seria. -No lo sé, pero es lo único que tenemos. Ya que menciona a un dragón, seguiremos la pista. Entretanto, exploraremos a fondo Bachkovo. Quizá podamos utilizar la biblioteca si el hermano Ivan nos echa una mano.

Me senté cansado en un banco de piedra situado al borde de las galerías.

– De acuerdo -dije.

68

Septiembre de 1962

Querida hija:

¡Maldito sea este inglés! Pero cuando intento escribirte en húngaro unas pocas líneas, sé al instante que no estás escuchando. Estás creciendo en inglés. Tía padre, convencido de que estoy muerta, te habla en inglés cuando te sube a su hombro. Te habla en inglés mientras te pone los zapatos (hace años que llevas zapatos de verdad), y en inglés cuando te toma de la mano en un parque. Pero si te hablo en inglés, tengo la sensación de que no puedes oírme.

No te escribí durante mucho tiempo porque no sentía que estuvieras escuchando en ningún idioma. Sé que tu padre cree que estoy muerta, porque nunca ha intentado buscarme. De haberlo hecho, me habría encontrado. Pero no puede oírme en ningún idioma.

Tu madre que te quiere,

Helen

Mayo de 1963

Querida hija:

No sé cuántas veces he intentado explicarte en silencio que durante los primeros meses tú y yo fuimos muy felices juntas. Verte despertar de la siesta, tus manos que se movían antes que cualquier otra parte de tu cuerpo, tus párpados que se abrían a continuación, y luego te estirabas, sonreías, me llenabas por completo. Después ocurrió algo. No fue algo externo a mí, ni una amenaza externa contra ti. Empecé a examinar tu cuerpo perfecto una y otra vez, en busca de alguna herida. Pero la herida la recibí yo, incluso antes de esta incisión en el cuello, y no acababa de curarse. Me entró miedo de tocarte, mi ángel perfecto.

Tu madre que te quiere,

Helen

Julio de 1963

Querida hija:

Tengo la impresión de que hoy te echo de menos más que nunca. Estoy en los archivos universitarios de Roma. He estado aquí seis veces durante los últimos dos años. Los guardias me conocen, los archivistas me conocen, el camarero del café de enfrente me conoce, y le gustaría conocerme mejor, si yo no le rechazara con frialdad, fingiendo que no reparo en su interés. El archivo contiene documentación sobre una epidemia desatada en 1517, cuyas víctimas sólo desarrollaban una marca, una herida roja en el cuello. El Papa ordenó que les clavaran una estaca en el corazón antes de ser enterradas y les pusieran ajo en la boca. En 1517. Intento hacer un mapa a través del tiempo de sus movimientos, o de los movimientos de sus sirvientes, puesto que es imposible saber la diferencia. El mapa, en realidad una lista en mi libreta, ya ocupa muchas páginas. Aunque aún no sé de qué me va a servir. Mientras trabajo, espero descubrirlo.

Tu madre que te quiere,

Helen

Septiembre de 1963

Querida hija:

Casi estoy preparada para tirar la toalla y volver contigo. Tu cumpleaños es este mes.

¿Cómo puedo perderme otro cumpleaños? Volvería contigo ahora mismo, pero sé que si lo hago volverá a suceder lo mismo. Sentiré mi suciedad, como hace seis años. Sentiré su horror, veré tu perfección. ¿Cómo puedo estar cerca de ti sabiendo que estoy contaminada?

¿Qué derecho tengo a tocar tu suave mejilla?

Tu madre que te quiere,

Helen

Octubre de 1963

Querida hija:

Estoy en Asís. Estas asombrosas iglesias y capillas que trepan a su colina me colman de desesperación. Podríamos haber venido aquí, tú con tu vestidito y el sombrero, y yo, y tu padre, todos cogidos de las manos, como turistas. En cambio estoy trabajando entre el polvo de una biblioteca monacal, leyendo un documento de 1603. Dos monjes murieron aquí en diciembre de aquel año. Los encontraron en la nieve, con sus gargantas levemente mutiladas. Mi latín se ha conservado bastante bien, y mi dinero compra toda la ayuda que necesito en materia de intérpretes, traductores y tintorerías. Al igual que visados, pasaportes, billetes de tren, un falso documento de identidad. Nunca tuve dinero cuando era pequeña. Mi madre, en el pueblo, apenas sabía qué aspecto tenía. Ahora estoy aprendiendo que lo compra todo. No, todo no. No todo lo que quiero.

Tu madre que te quiere,

Helen

69

Aquellos dos días en Bachkovo fueron los más largos de mi vida. Quería ir de inmediato a la fiesta prometida. Quería que empezara cuanto antes, con el fin de seguir la pista de aquella palabra de la canción, dragón, hasta su lugar de origen. No obstante, también temía el momento que seguiría de manera inevitable, cuando esa posible pista también se desvaneciera como humo, o descubriera que no estaba relacionada con nada. Helen ya me había advertido de que las canciones tradicionales eran muy escurridizas. Sus orígenes tendían a perderse con el paso de los siglos, sus textos cambiaban y evolucionaban, sus intérpretes muy pocas veces sabían de dónde procedían y qué antigüedad tenían.

– Eso es lo que las convierte en canciones tradicionales -dijo Helen con aire melancólico, al tiempo que alisaba el cuello de mi camisa, sentados en el patio, el segundo día de nuestra estancia en el monasterio. No era propensa a las caricias de ese estilo, por lo cual supe que estaba preocupada. Yo tenía los ojos irritados y me dolía la cabeza, mientras contemplaba los adoquines bañados por el sol que las gallinas picoteaban. Era un lugar hermoso, extraño y exótico para mí, y veíamos la vida discurrir tal como lo había hecho desde el siglo VI: las gallinas buscaban gusanos, el gato jugaba cerca de nuestros pies, la luz brillante latía en la hermosa mampostería roja y blanca que nos rodeaba. Ya casi no podía experimentar su belleza.

La segunda mañana desperté muy temprano. Pensé que tal vez había oído sonar las campanas, pero no pude decidir si eso había sido en sueños. Desde la ventana de mi celda, con su tosca cortina, creí ver a cuatro o cinco monjes entrar en la iglesia. Me vestí (Dios, qué sucia estaba mi ropa ya, pero no podía perder el tiempo lavándola) y bajé en silencio la escalera que descendía desde la galería al patio. Era muy temprano, aún estaba oscuro, y la luna se estaba poniendo sobre las montañas. Pensé por un momento en entrar en la iglesia y quedarme cerca de la puerta, que habían dejado abierta. De dentro salía la luz de las velas y un olor a cera quemada e incienso, y el interior, que a mediodía estaba muy oscuro, a esta hora era cálido e invitador. Oí cantar a los monjes. La melancolía del sonido se clavó en mi corazón como una daga. Era probable que estuvieran haciendo esto una sombría mañana de 1477, cuando los hermanos Kiril y Stefan y los demás monjes habían abandonado las tumbas de sus hermanos martirizados (¿en el osario?) y emprendido viaje a través de las montañas, con el tesoro en su carreta. Pero ¿qué dirección habían tomado? Me volví hacia el este, después hacia el oeste, por donde la luna estaba desapareciendo a marchas forzadas, y después hacia el sur.

Una brisa había empezado a agitar las hojas de los tilos, y al cabo de pocos minutos vi la primera luz del sol que llegaba desde el otro lado de las laderas y sobre los muros del monasterio. Después, con cierto retraso, un gallo cantó en algún lugar del monasterio.

Habría sido un momento de placer exquisito, el tipo de inmersión en la historia con el que siempre había soñado, si hubiera estado de humor. Descubrí que estaba dando la vuelta poco a poco, como si quisiera intuir la dirección que había seguido el hermano Kiril. En algún lugar había una tumba cuyo emplazamiento se había perdido tanto tiempo atrás que hasta el conocimiento de su ubicación se había desvanecido. Podía estar a un día a pie, a tres horas, a una semana. «No mucho más lejos y sin incidentes», había dicho Zacarías.

¿Qué distancia era «no mucho más lejos»? ¿Adónde habían ido? La tierra se estaba despertando (aquellas montañas boscosas con sus afloramientos rocosos polvorientos, el patio adoquinado que pisaba y la granja y prados del monasterio), pero guardaba su secreto.

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