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Juego De Espejos

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Juego De Espejos
Название: Juego De Espejos
Автор: Silva Daniel
Дата добавления: 16 январь 2020
Количество просмотров: 197
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Juego De Espejos читать книгу онлайн

Juego De Espejos - читать бесплатно онлайн , автор Silva Daniel

Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no ?s de John Le Carr? (algun dia escriur? la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, per? aviso que no sortir? massa ben parat) i que est? ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que ser? per un lloc diferent del planificat.

El protagonista ?s el director del contra-espionatge angl?s (si no ho recordo malament), un acad?mic convertit a espia si us plau per for?a com suggereix el t?tol original. Al b?ndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambig?etats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges s?n tra?dors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.

?s una novella d’acci? continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informaci? que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informaci? parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores v?nen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acci? dels diferents personatges ?s coherent amb aquesta realitat.

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Contempló su cuerpo reflejado en el espejo. Había conseguido por fin eliminar los recalcitrantes kilos que acumulara durante el embarazo de su primer hijo. Las alargadas estrías se habían desvanecido y el estómago tenía ya un espléndido tono bronceado. Los estómagos al aire estaban de moda aquel verano y a ella le encantó la sorpresa que en la Costa Norte manifestaron todos al ver la magnífica forma en que se encontraba. Sólo sus pechos eran distintos: más grandes, lo que a Margaret le parecía estupendo, ya que siempre se había sentido un tanto acomplejada a causa de su tamaño. El nuevo sostén que se llevaba aquel verano era más pequeño y rígido, diseñado para lograr el efecto de senos altos. A Margaret le gustaba porque a Peter le atraía el modo en que destacaba sus formas.

Se puso unos pantalones blancos de algodón, una blusa sin mangas, atada bajo los senos, y se calzó unas sandalias. Lanzó una última mirada a su imagen en el espejo. Era hermosa, lo sabía, pero no al modo audaz y llamativo que impulsa a la gente a volver la cabeza en las calles de Manhattan. La belleza de Margaret era intemporal y discreta, perfecta para el estrato social en el que la habían alumbrado.

Pensó: «¡Y pronto vas a convertirte otra vez en una foca rolliza!».

Se apartó del espejo y descorrió las cortinas. Una oleada de violentos rayos solares se derramaron por la alcoba. La explanada de césped era un caos. Estaban desmontando las tiendas, los empleados del servicio de comidas a domicilio embalaban mesas y sillas, levantaban y trasladaban panel a panel la pista de baile. La hierba, anteriormente verde y lozana, aparecía ahora aplastada y pisoteada. Margaret abrió las ventanas y aspiró el olor dulzarrón y empalagoso del champán derramado. Algo en todo aquello la deprimió. «Es posible que Hitler se esté preparando para conquistar Polonia, pero cuantos asistieron a la gala anual que organizan Bratton y Dorothy Lauterbach la noche del sábado de agosto disfrutaron de una velada deslumbrante…» Margaret casi podía escribir en aquel momento la correspondiente nota de sociedad.

Encendió la radio de encima de la mesita de noche y sintonizó la WNYC. Sonó en tono suave I’ll Never Smile Again. Peter se removió, todavía dormido. A la brillante luminosidad del sol su piel de porcelana apenas se distinguía del blanco de las sábanas de satén. Margaret había llegado a pensar en otro tiempo que todos los ingenieros eran hombres con el pelo cortado a cepillo, gafas de gruesos cristales y cantidades ingentes de lápices en los bolsillos. Peter no era así: pómulos acentuados, mandíbula de línea afilada, suaves ojos verdes y pelo casi negro, espeso. Al contemplarle tendido en la cama, desnudo de cintura para arriba, Margaret se dijo que parecía un Miguel Ángel caído. Destacaba en la Costa Norte, destacaba entre los muchachos de rubia cabellera que habían nacido para disfrutar de extraordinarias fortunas y cuyos planes de futuro consistían en vivirla vida desde una hamaca. Peter era agudo, ambicioso y dinámico. Podía desplazarse en círculo alrededor de la multitud. A Margaret le encantaba eso.

Miró el brumoso cielo y frunció el ceño. Peter detestaba que hiciese aquel tiempo en agosto. Iba a estar de mal humor todo el día, irritable y gruñón. Era muy probable que se desencadenara una tormenta que estropeara su viaje de vuelta a la ciudad.

Margaret pensó: «Tal vez debería esperar un poco antes de darle la noticia».

– Arriba, Peter, o te quedarás sin conocer el final del asunto -dijo Margaret, al tiempo que le aguijoneaba con la puntera de la sandalia.

– Cinco minutos más.

– No tenemos cinco minutos más, cariño.

Peter no se movió.

– Café -suplicó.

Las doncellas habían dejado café delante de la puerta del dormitorio. Era un costumbre que Dorothy Lauterbach aborrecía; a sus ojos, dejar el servicio en mitad del pasillo del primer piso le daba la sensación de encontrarse en el hotel Plaza. Pero se permitía si con ello se lograba que los niños acatasen la única regla que ella establecía los fines de semana: que a la temprana hora de las nueve de la mañana hubieran bajado ya a desayunar. Margaret llenó una taza de café y se la tendió a Peter.

Peter se dio media vuelta, se incorporó apoyado en un codo y tomó un sorbo. Luego se sentó en la cama y miró a Margaret.

– ¿Cómo te las arreglas para estar tan guapa dos minutos después de haber saltado de la cama?

Margaret se sintió aliviada.

– Desde luego, te has despertado de buen talante. Temía que tuvieras resaca y que te pasaras todo el día de un humor lo que se dice asqueroso.

– Tengo resaca. Benny Goodman está tocando dentro de mi cabeza y siento la lengua como si necesitara que la afeitasen a fondo. Pero no tengo la menor intención de comportarme… -Hizo una pausa-. ¿Cuál fue la palabra que empleaste?

– Asqueroso. -Margaret se sentó en el borde de la cama-. Hay una cosa que es preciso que tratemos y me parece que ahora es un momento tan bueno como cualquier otro.

– Hummm… Parece cosa seria, Margaret.

– Eso depende. -La muchacha lo mantuvo bajo su mirada picara y, al cabo de unos segundos, fingió estar irritada-. Antes, sin embargo, levántate y empieza a vestirte. ¿O no eres capaz de vestirte y escuchar al mismo tiempo?

– Soy una persona muy bien preparada y un ingeniero muy bien considerado. -Peter se obligó a bajar de la cama y el esfuerzo le arrancó un gruñido-. Es probable que pueda soportarlo.

– Se trata de una llamada telefónica que recibí ayer por la tarde.

– ¿Aquella de la que te mostraste tan evasiva?

– Sí, ésa. Era del doctor Shipman.

Peter interrumpió la operación de vestirse.

– Estoy embarazada otra vez. Vamos a tener otro hijo. -Margaret bajó la mirada y jugueteó con el nudo de la blusa-. Es algo que no había planeado. Ha sucedido y nada más. Mi cuerpo se recuperó del parto de Billy y…, bueno, la naturaleza siguió su curso. -Alzó la mirada hacia Peter-. Lo estuve sospechando durante algún tiempo, pero temía decírtelo.

– ¿Por qué diablos ibas a temer decírmelo?

Pero Peter conocía la respuesta a su pregunta. Le había dicho a Margaret que no deseaba tener más hijos hasta haber convertido en realidad el sueño de su vida: establecer su propia firma de ingeniería. A los treinta y tres años recién cumplidos se había hecho un nombre y tenía fama de ser uno de los ingenieros más importantes del país. Tras graduarse con el número uno de su promoción en el prestigioso Instituto Politécnico, empezó a trabajar para la Compañía de Puentes del Nordeste, la empresa constructora de puentes más importante de la Costa Este. Cinco años después le nombraron ingeniero jefe, le hicieron socio de la firma y le asignaron un equipo de personal de cien colaboradores. La Sociedad Estadounidense de Ingeniería Civil le nombró ingeniero del año en 1938 por su obra innovadora, plasmada en el puente sobre el río Hudson en el norte del estado de Nueva York. La revista Scientific American publicó un perfil de Peter en el que se le calificaba de «el cerebro más prometedor de su generación, en el terreno de la ingeniería». Pero Peter no se conformaba, quería más, deseaba tener su propia empresa. Bratton Lauterbach había prometido financiar la futura compañía de Peter, llegado el momento oportuno, posiblemente en el transcurso del año próximo. Pero la amenaza de una guerra había puesto sordina al asunto. Si los Estados Unidos se veían arrastrados a entrar en el conflicto bélico, todos los presupuestos destinados a obras públicas importantes quedarían en suspenso, desaparecerían de la noche a la mañana. La empresa de Peter se hundiría antes incluso de haber tenido oportunidad de despegar del suelo.

– ¿De cuánto estás? -preguntó.

– Casi de dos meses.

Una sonrisa estalló en el rostro de Peter.

– ¿No estás enfadado conmigo? -dijo Margaret.

– ¡Claro que no!

– ¿Qué hay de tu empresa y de todo lo que decías acerca de esperar a tener más críos?

Peter la besó.

– Eso no importa. Nada de eso importa.

– La ambición es algo maravilloso, pero la ambición desmedida no lo es. A veces tienes que relajarte y disfrutar un poco de las cosas, Peter. La vida no es un ensayo general.

Peter se irguió y terminó de vestirse.

– ¿Cuándo piensas decírselo a tu madre?

– En el momento que me parezca mejor. Acuérdate de su actitud cuando estuve embarazada de Billy. Casi me volvió loca. Tengo tiempo de sobra para decírselo.

Peter se sentó a su lado, en el borde de la cama.

– Hagamos el amor antes de desayunar.

– No podemos, Peter. Mi madre nos matará si no bajamos en seguida.

Él la besó en el cuello.

– ¿Qué decías antes acerca de que la vida no es un ensayo general?

Margaret cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás.

– Eso no es justo. Siempre le buscas las vueltas a lo que digo.

– No, de eso, nada…, te estoy besando.

– Sí…

– ¡Margaret!

Resonó escaleras arriba la voz de Dorothy Lauterbach.

– Ya vamos, madre.

– ¡Qué lástima! -murmuró Peter, y siguió a Margaret rumbo al desayuno.

Walker Hardegen se reunió con ellos a la hora del almuerzo junto a la piscina. Se sentaron a la sombra de un parasol: Bratton y Dorothy, Margaret y Peter, Jane y Hardegen. Una brisa húmeda soplaba a rachas desde el Sound. Hardegen era el lugarteniente principal de Bratton Lauterbach en el banco. Era un hombre alto, de amplio pecho y anchas espaldas, y casi todas las mujeres pensaban que se parecía a Tyrone Power. Universitario de Harvard, durante su último año marcó un ensayo en el partido contra Yale. Sus días de practicante del fútbol americano le dejaron una rodilla hecha polvo y una leve cojera que, en cierto modo, le hacía aún más atractivo. Tenía un moroso acento de Nueva Inglaterra y la sonrisa casi continuamente a flor de labios.

Al poco de ingresar en el banco pidió a Margaret que saliera con él y tuvieron varias citas. Hardegen deseaba que aquellas relaciones continuasen, pero Margaret no. Puso fin a ellas de un modo sosegado, aunque conservaron la amistad y siguió viendo a Walker con regularidad en diversas fiestas. Seis meses después, Margaret conoció a Peter y se enamoró. Hardegen se puso fuera de sí. Una noche, en el Copacabana, un poco bebido y un mucho celoso, acorraló a Margaret y le suplicó que volviera a salir con él. Al negarse ella, la cogió violentamente por el hombro y la sacudió. La gélida expresión que apareció en el rostro de Margaret le dejó bien claro que estaba dispuesta a acabar con la carrera profesional de Hardegen si éste no cesaba en su comportamiento infantil.

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