Juego De Espejos
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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no ?s de John Le Carr? (algun dia escriur? la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, per? aviso que no sortir? massa ben parat) i que est? ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que ser? per un lloc diferent del planificat.
El protagonista ?s el director del contra-espionatge angl?s (si no ho recordo malament), un acad?mic convertit a espia si us plau per for?a com suggereix el t?tol original. Al b?ndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambig?etats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges s?n tra?dors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
?s una novella d’acci? continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informaci? que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informaci? parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores v?nen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acci? dels diferents personatges ?s coherent amb aquesta realitat.
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Mantuvieron en secreto el incidente. Ni siquiera Peter lo sabía. Hardegen ascendió con rapidez eh el escalafón del banco y se convirtió en el empleado de mayor confianza de Bratton. Margaret notaba la existencia de una latente tensión entre Hardegen y Peter, una competitividad natural. Ambos eran jóvenes, apuestos, inteligentes y triunfadores. La situación empeoró a principios de aquel verano, al enterarse Peter de que Hardegen se oponía a que se le prestase dinero para montar la empresa de ingeniería.
– Normalmente no soy lo que se considera un entusiasta de Wagner, y menos aún en el clima político actual -especificó Hardegen, e hizo una pausa para tomar un sorbo de su copa de vino blanco frío mientras los demás celebraban el comentario con una risita-. Lo que sí les recomiendo, sin embargo, es que no se pierdan a Herbert Janssen en su interpretación del Tanhäuser que se representa en el Metropolitan. Es una maravilla.
– He oído ponerlo por las nubes -confirmó Dorothy.
Le encantaba charlar de ópera y de teatro, comentar las novedades literarias y las películas que se estrenaban. Y a pesar de la enorme cantidad de trabajo que le abrumaba, Hardegen solía arreglárselas para verlo y leerlo todo y para complacer a Dorothy en ese aspecto. El de las artes era un tema seguro, a diferencia de los asuntos familiares y los cotilleos, cuestiones que Dorothy aborrecía.
– Vimos a Ethel Merman en el nuevo musical de Cole Porter -dijo Dorothy cuando sirvieron el primer plato, ensalada de gambas frescas-. El título se me ha ido de la cabeza.
– Dubarry era una dama -apuntó Hardegen-. Me fascinó.
Hardegen continuó hablando. Había ido la tarde anterior a Forest Hill, donde vio ganar su partido a Bobby Riggs. Opinaba que Riggs era el ganador fijo del Abierto de aquel año. Margaret observó a su madre, cuya mirada estaba fija en Hardegen. Dorothy adoraba a Hardegen, al que trataba prácticamente como miembro de la familia. En su momento dejó bien claro que prefería a Hardegen en detrimento de Peter. Hardegen procedía de una familia de Maine adinerada y conservadora, no tan rica como los Lauterbach, pero sí lo bastante cerca de ellos como para sentirse cómodos. Peter pertenecía a una familia irlandesa de clase media baja y se crió en el West Side de Manhattan. Podría ser un brillante ingeniero, pero jamás sería «uno de los nuestros». La disputa amenazó con destruir las relaciones entre Margaret y su madre. Y a ella puso fin Bratton, que no se mostró dispuesto a tolerar reparo alguno a la elección de esposo que hiciera su hija. Margaret se casó con Peter en una boda de cuento de hadas que se celebró en el mes de junio de 1935 en la iglesia episcopaliana de St. James. Hardegen figuró entre los seiscientos invitados a la ceremonia. Bailó con Margaret durante la fiesta y se comportó como un perfecto caballero. Incluso se quedó a presenciar la partida de la pareja hacia Europa, en un viaje de luna de miel que se prolongaría durante dos meses. Fue como si el incidente del Copacabana jamás hubiese ocurrido.
Los criados sirvieron el almuerzo, salmón fresco escalfado, y la conversación derivó inevitablemente hacia la guerra que se avecinaba en Europa.
– ¿Hay algún modo de detener ahora a Hitler o Polonia va a acabar convertida en la provincia más oriental del Tercer Reich? -preguntó Bratton.
Abogado, así como hábil inversionista, Hardegen había asumido la misión de desembarazar al banco de sus inversiones en Alemania y de otras arriesgadas operaciones europeas. Dentro de la empresa bancaria solían aludir afectuosamente a él como «nuestro nazi interno», a causa de su apellido, su perfecto alemán y sus frecuentes viajes a Berlín. Mantenía también una red de excelentes contactos en Washington y actuaba como encargado del servicio de información del banco.
– He hablado esta mañana con un amigo mío que pertenece al estado mayor de Henry Stimson en el Departamento de Guerra -dijo Hardegen-. Cuando Roosevelt regresó a Washington tras su crucero en el Tuscaloosa , Stimson fue a recibirle a la Union Station y le acompañó a la Casa Blanca. Al preguntarle Roosevelt cómo estaba la situación en Europa, Stimson le contestó que los días de paz que quedaban podían contarse con los dedos de las dos manos.
– Roosevelt volvió a Washington hace una semana -observóMargaret.
– Exacto. Haz la cuenta tú misma. Y creo que Stimson era optimista. Me parece que la guerra puede ser cosa de horas.
– ¿Pero qué hay de ese comunicado que he leído esta mañana en el Times? -preguntó Peter.
Hitler había enviado la noche anterior un mensaje a Gran Bretaña y el Times sugería que tal vez se trataba de un intento de allanar el camino para negociar un acuerdo que solucionase la crisis polaca.
– Creo que trata de ganar tiempo -opinó Hardegen-. Los alemanes tienen sesenta divisiones destacadas a lo largo de la frontera polaca a la espera de la orden de avanzar.
– Así pues, ¿qué aguarda Hitler? -terció Margaret.
– Una excusa.
– Desde luego, los polacos no van a darle una excusa para que los invada.
– No, claro que no. Pero eso tampoco va a detener a Hitler.
– ¿Qué estás dando a entender, Walker? -inquirió Bratton.
– Hitler inventará un motivo que justifique su ataque, una provocación que le permita invadir Polonia sin previa declaración de guerra.
– ¿Cómo reaccionarán británicos y franceses? -preguntó Peter-. ¿Harán honor a su responsabilidad y declararán la guerra a Alemania si ésta ataca a Polonia?
– Eso creo.
– No le pararon los pies a Hitler en Renania, ni en Austria, ni en Checoslovaquia -hizo notar Peter.
– Sí, pero Polonia es distinto. Gran Bretaña y Francia comprenderán ahora que no se debe negociar con Hitler.
– En cuanto a nosotros, ¿qué? -preguntó Margaret-. ¿Podemos permanecer al margen?
– Roosevelt insiste en que quiere mantenerse fuera de la zona de juego -dijo Bratton-, pero no me fío de él. Si Europa entera entra en guerra, dudo que nos sea posible a nosotros quedar al margen del conflicto durante mucho tiempo.
– ¿Y el banco? -preguntó Margaret.
– Estamos concluyendo todas nuestras operaciones con intereses alemanes -replicó Hardegen-. Si se desencadena una guerra habrá infinidad de nuevas oportunidades de inversión. Puede que esta guerra sea precisamente lo que nos hacía falta para librar por fin al país de la Depresión.
– Ah, nada como sacarle provecho a la muerte y la destrucción -comentó Jane.
Margaret miró con el ceño fruncido a su hermana menor y pensó: «Típica Jane». Le gustaba presentarse como iconoclasta: una intelectual reflexiva y enigmática, muy crítica con su clase y con lo que representaba. Al mismo tiempo, alternaba en sociedad con entusiasmo implacable y gastaba el dinero de su padre como si el pozo estuviese a punto de secarse. A sus treinta años, Jane no tenía medios de sustento ni perspectivas de matrimonio.
– ¡Oh, Jane! ¿Ya has estado leyendo a Marx otra vez? -preguntó Margaret irónicamente.
– Por favor, Margaret -intervino Dorothy.
– Hace unos años. Jane pasó una temporada en Inglaterra -explicó Margaret como si no hubiera oído la súplica de su madre invocando paz-. Casi se hizo comunista entonces. ¿verdad, Jane?
– Me asiste el derecho a tener una opinión, Margaret -replicó Jane con brusquedad-. Hitler no gobierna esta casa.
– Creo que a mí también me gustaría hacerme comunista -dijo Margaret-. El verano ha resultado más bien aburrido, con tanto hablar de guerra. Convertirme al comunismo seria un sugestivo cambio de ritmo. Los Hutton van a dar una fiesta de disfraces el próximo fin de semana. Podríamos asistir disfrazadas de Lenin y Stalin. Cuando acabase el sarao, nos dirigiríamos a North Fork y colectivizaríamos todas las granjas. Sería una diversión por todo lo alto.
Bratton, Peter y Hardegen estallaron en carcajadas.
– Muchas gracias, Margaret -dijo Dorothy en tono severo-. Ya nos has divertido bastante por hoy.
Dorothy decidió que el tema de conversación de la guerra ya había durado lo suficiente. Alargó la mano y tocó a Hardegen en el brazo.
– Lamento que no pudieras asistir a nuestra fiesta de anoche, Walker. Fue maravillosa. Deja que te cuente todo lo que pasó en ella.
El espléndido piso de la Quinta Avenida que dominaba Central Park había sido un regalo de boda de Bratton Lauterbach. A las siete de aquella tarde, Peter Jordan se encontraba de pie junto a la ventana. Sobre la ciudad se había desplazado una tormenta eléctrica. Los relámpagos centelleaban por encima de las verdes copas de los árboles del parque. El viento lanzaba la lluvia contra los cristales. Peter había vuelto solo a la ciudad porque Dorothy se empeñó en que Margaret asistiese a una fiesta que Edith Blakemore daba en los jardines de su casa. Wiggins, el chófer de los Lauterbach, llevaría después a Margaret a la ciudad. Y ahora el mal tiempo los iba a sorprender por el camino.
Peter estiró el brazo y consultó su reloj de pulsera por quinta vez en el transcurso de los últimos cinco minutos. Estaba previsto que se reuniera para cenar en el Stork Club, a las siete y media, con el director de la comisión encargada de la carretera y el puente de Pennsylvania. Pennsylvania aceptaba los presupuestos y planos que le presentaron del nuevo puente sobre el río Allegheny. El jefe de Peter deseaba cerrar el acuerdo aquella noche. Le convocaban con frecuencia para entretener a los clientes. No sólo era joven e inteligente, sino que además estaba casado con la bonita hija de uno de los banqueros más poderosos del país. Constituían una pareja impresionante.
Peter pensó: «¿Dónde infiernos estará Margaret?».
Telefoneó a la casa de Oyster Bay y habló con Dorothy.
– No sé qué decirte, Peter. Salió de aquí hace mucho rato. Tal vez el mal tiempo haya retrasado a Wiggins. Ya conoces a Wiggins, en cuanto asoma el menor rastro de lluvia pone el coche a paso de tortuga.
– La concederé quince minutos más. Luego tendré que marcharme.
Peter sabía que Dorothy no iba a pedir disculpas, así que colgó antes de que pudiera producirse un incómodo silencio. Se sirvió una tónica con ginebra, que bebió rápidamente mientras esperaba. A las siete y cuarto bajó en el ascensor y se quedó en el vestíbulo en tanto el portero salía a la lluvia y agitaba el brazo llamando a un taxi.
– Cuando llegue mi esposa, dígale que vaya directamente al Stork Club.
– Sí, señor Jordan.
La cena transcurrió con normalidad, pese a que Peter se levantó de la mesa en tres ocasiones para telefonear a su apartamento y a la casa de Oyster Bay. A las ocho y media ya no se sentía contrariado, sino enfermo de preocupación.