Juego De Espejos
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Novella d’espionatge amb dues virtuts importants: no ?s de John Le Carr? (algun dia escriur? la ressenya dels llibres que he llegit d’ell, per? aviso que no sortir? massa ben parat) i que est? ambientada en uns fets reals: la Segona Guerra Mundial i la necessitat dels aliats d’evitar que, de la manera que sigui, el punt del desembarcament a les costes franceses sigui conegut pels alemanys o, millor encara, aquests creguin que ser? per un lloc diferent del planificat.
El protagonista ?s el director del contra-espionatge angl?s (si no ho recordo malament), un acad?mic convertit a espia si us plau per for?a com suggereix el t?tol original. Al b?ndol contrari hi ha una xarxa clandestina d’espies alemanys infiltrats a Anglaterra. L’autor juga amb ambig?etats calculades per tal d’induir el lector a sospitar que diferents pesonatges s?n tra?dors i revelaran el secret del lloc real del desembarcament.
?s una novella d’acci? continuada, que fa pensar fins i tot en la necessitat d’informaci? que tenim -i l’efecte que ens pot causar tenir informaci? parcial sobre les coses que fem. Fins al final no es desvetllen alguns punts foscos de la trama, i just aleshores v?nen ganes de rellegir la novel·la per veure fins a quin punt l’acci? dels diferents personatges ?s coherent amb aquesta realitat.
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La asesina se prometió robar una furgoneta mejor la próxima vez.
Las cuchilladas en el corazón, por regla general, no producen la muerte instantánea. Incluso aunque el arma profundice hasta una aurícula, el corazón continúa latiendo durante cierto tiempo, hasta que la víctima se desangra y muere.
Mientras la furgoneta traqueteaba carretera adelante, la cavidad pectoral de Beatrice Pymm fue llenándose rápidamente de sangre. El cerebro de la muchacha se acercó a algo muy semejante al estado de coma. Tuvo la sensación de que estaba a punto de morir.
Recordó las advertencias de su madre acerca de encontrarse sola en la madrugada. Notó la húmeda viscosidad de su propia sangre, que le brotaba del cuerpo y le empapaba la blusa. Se preguntó si el cuadro se habría estropeado.
Oyó un canturreo. Una canción bonita. Tardó un poco, pero al final se dio cuenta de que el conductor no cantaba en inglés. Aquella canción era alemana y la voz pertenecía a una mujer.
Luego, Beatrice Pymm murió.
Primera parada, diez minutos después, en la orilla del río Orwell, en el mismo lugar donde Beatrice Pymm había estado pintando aquel día. La asesina dejó en punto muerto el motor de la furgoneta y se apeó. Anduvo hasta la portezuela del asiento del pasajero, la abrió y sacó de la furgoneta el caballete, la tela y la mochila.
Colocó de pie el caballete muy cerca del pausado curso de las aguas del río y puso encima la tela. La asesina abrió la mochila, sacó las pinturas y la paleta y lo depositó todo en el húmedo suelo. Echó un vistazo al lienzo inacabado y le pareció una obra bastante buena. Era una lástima que no hubiese podido matar a alguien con menos talento.
A continuación sacó la botella de vino medio vacía, vertió el resto del tinto en el río y dejó caer la botella junto a las patas del caballete. Pobre Beatrice. Demasiado vino, un paso descuidado, una caída en las aguas heladas y un lento viaje hacia el mar abierto.
Causa de la muerte: supuesto ahogamiento, presumible accidente.
Caso cerrado.
Seis horas después, la furgoneta dejaba atrás la aldea de Whitchurch, en las West Midlands, y torcía por un áspero camino que bordeaba la linde de un campo de cebada. La sepultura había sido excavada la noche anterior, lo bastante honda como para ocultar un cadáver, pero no lo suficiente como para que no pudiera descubrirse nunca.
La asesina arrastró el cuerpo de Beatrice Pymm desde la parte posterior de la furgoneta y luego le quitó las ensangrentadas ropas. Cogió por los pies el cadáver desnudo y lo llevó a rastras hasta la tumba. Regresó entonces a la parte trasera de la furgoneta y tomó tres cosas: una maza de hierro, un ladrillo de color rojo y una pala pequeña.
Aquella era la parte de la misión que más le aterraba; por varias razones, era peor que el propio asesinato. Soltó los tres objetos junto al cadáver e hizo acopio de valor. Combatió como pudo la oleada de náuseas, empuñó la maza con la mano enguantada, la levantó y la abatió con fuerza para aplastar la nariz de Beatrice Pymm.
Cuando todo estuvo cumplido, apenas tenía ánimo para mirar lo que quedaba del semblante de Beatrice Pymm. Utilizando primero la maza y después el ladrillo había convertido la cabeza de la víctima en un amasijo de sangre, tejido, huesos destrozados y piezas dentarias rotas.
Había logrado el efecto que pretendía: las facciones quedaron borradas, el rostro irreconocible.
Había hecho todo lo que le ordenaron que hiciese. Ella tenía que ser distinta. La habían entrenado en un campamento especial a lo largo de muchos meses, durante un período bastante más prolongado que el de otros agentes. La iban a plantar a bastante más profundidad. Por eso había tenido que matar a Beatrice Pymm. No derrocharía su tiempo haciendo lo que podían hacer otros agentes menos dotados: efectuar recuento de tropas, controlar ferrocarriles, evaluar daños producidos por bombardeos. Eso era fácil. A ella la reservarían para misiones mejores y más importantes. Iba a ser una bomba de relojería, cuyo tictac iba a sonar durante bastante tiempo en Inglaterra, en tanto aguardaba a que la activasen, en tanto esperaba el momento de estallar.
Apoyó una bota en las costillas de su víctima y le dio un empujón. El cadáver cayó dentro de la fosa. Cubrió el cuerpo de tierra. Recogió las prendas de ropa manchadas de sangre y las echó en la parte de atrás de la furgoneta. Tomó del asiento delantero un bolso de mano que contenía una cartera y un pasaporte holandés. En la cartera había diversos documentos de identificación, un permiso de conducir expedido en Amsterdam y la fotografía de una familia holandesa sonriente y regordeta.
Todo falsificado en Berlín por la Abwehr.
Arrojó el bolso entre los árboles que bordeaban el campo de cebada, a escasos metros de la tumba. Si todo salía de acuerdo con el plan, el cuerpo mutilado y en avanzado estado de descomposición se descubriría al cabo de unos cuantos meses, junto con el bolso de mano. Las autoridades policíacas creerían que la mujer muerta era Christa Kunt, una turista holandesa que había entrado en el país en octubre de 1938 y cuyas vacaciones tuvieron un fin desdichado y violento.
Antes de marcharse, la asesina lanzó una última mirada a la tumba. Sintió un ramalazo de pena por Beatrice Pymm. En la muerte, le habían robado el rostro y el nombre.
Y algo más: la asesina también había perdido su propia identidad. Durante seis meses había vivido en Holanda, porque el holandés era uno de sus idiomas. Se había fabricado cuidadosamente un pasado, votó en las elecciones locales de Amsterdam e incluso se permitió el lujo de tener un amante joven, un muchacho de diecinueve años con un enorme apetito y una no menos inmensa voluntad de aprender cosas nuevas. Ahora, Christa Kunt yacía en el fondo de una sepultura poco profunda, al borde de un campo de cebada inglés.
A la mañana siguiente, la asesina asumiría una nueva identidad. Pero esa noche no era nadie.
Repostó y condujo la furgoneta durante veinte minutos. La aldea de Alderton, lo mismo que Beatrice Pymm, había sido seleccionada meticulosamente: un lugar donde no se repararía de inmediato en una furgoneta que era pasto de las llamas en plena noche.
Bajó la motocicleta haciéndola rodar por un grueso y pesado tablón de madera, tarea bastante ardua incluso para un hombre fuerte. Bregó con la moto y cedió cuando estaba a un metro de la carretera. La motocicleta se estrelló contra el suelo con estrépito, el único fallo que la mujer cometió en toda la noche.
Levantó la moto y la hizo rodar, con el motor apagado, cuarenta y cinco metros, carretera adelante. En uno de los bidones aún quedaba algo de gasolina. La vació dentro de la furgoneta, si bien vertió la mayor parte del combustible sobre las ropas ensangrentadas de Beatrice Pymm.
Para cuando la furgoneta se había convertido en una bola de fuego, la mujer ya había puesto en marcha la moto. Contempló durante unos segundos la furgoneta incendiada, la claridad de color naranja que onduló sobre los áridos campos y la hilera de árboles que se erguían más allá
Luego encaró la motocicleta hacia el sur y se dirigió a Londres.
2
Oyster Bay (Nueva York), agosto de 1939
Dorothy Lauterbach consideraba su señorial mansión de piedra la más hermosa de la Costa Norte. Casi todos sus amigos se mostraban de acuerdo, porque Dorothy era rica y deseaban que los Lauterbach los invitasen a las dos fiestas que organizaban todos los veranos, un guateque bullanguero y cumplidamente alcohólico que tenía efecto en el mes de junio y una recepción algo más comedida que solía celebrarse a últimos de agosto, cuando la temporada estival languidecía rumbo a un punto final melancólico.
La parte posterior de la casa daba al Sound. Había una agradable playa de arena blanca transportada desde Massachusetts en camiones. Desde la playa hasta dicha parte posterior se extendían unos espacios de césped bien abonado, que de vez en cuando se interrumpían para servir de margen a los exquisitos jardines, la pista de arcilla roja y la piscina azul real.
Los sirvientes se habían levantado temprano para preparar a la familia su jornada de bien merecida inactividad y a tal efecto dispusieron el terreno de juego del croquet, así como la red de badminton que nunca iba a tocarse. También retiraron la funda de lona que cubría una lancha motora cuyas amarras jamás se desatarían del muelle, En cierta ocasión, un criado tuvo la audacia de comentarle a la señora Lauterbach lo absurdo de aquel rito cotidiano; la señora Lauterbach le replicó de forma brusca y nunca más volvió a cuestionarse aquella práctica. Aquellos juguetes se montaban todas y cada una de las mañanas sólo para estar a tono con la tristeza de una decoración de Navidad desplegada en el mes de mayo, hasta que volvían a desmontarse ceremoniosamente con la puesta de sol y se retiraban para permanecer guardados durante la noche.
La planta baja de la casa se extendía a lo largo del agua desde el solario hasta el salón, el comedor y, finalmente, la llamada sala Florida, aunque ningún otro miembro de la familia Lauterbach comprendía el motivo de la insistencia de Dorothy en denominarla así, sala Florida, cuando el sol estival de la Costa Norte no podía ser tan caluroso.
La casa se había comprado treinta años atrás, cuando los jóvenes Lauterbach daban por sentado que engendrarían un pequeño ejército de vástagos. Pero lo que produjeron, en cambio, fueron sólo dos hijas, ninguna de las cuales tuvo mucho interés en gozar de compañía de la otra: Margaret, una preciosa e inmensamente popular muchacha para la que alternar en sociedad era encontrarse como pez en el agua, y Jane. De modo que la casa se convirtió en un lugar apacible de cálido sol y colores suaves, donde la mayor parte de los ruidos los producían las cortinas cuando las agitaba la brisa gemebunda y la impaciente búsqueda de perfección en todas las cosas a la que Dorothy Lauterbach se entregaba continuamente.
Aquella mañana -la mañana siguiente a la última fiesta de los Lauterbach- las cortinas colgaban perpendiculares e inertes en las abiertas ventanas, a la espera de unos soplos de aire que nunca iban a presentarse. Relucía el sol y una neblina refulgente flotaba sobre la bahía. La atmósfera era densa y punzante.
En su habitación del primer piso, Margaret Lauterbach-Jordan se quitó el camisón y se sentó ante el tocador. Se cepilló el pelo con rapidez. Tenía un tono rubio ceniza, aclarado por el sol, y lo llevaba anticuadamente corto. Pero era cómodo y fácil de arreglar, aparte de que a la joven le gustaba el modo en que le enmarcaba el rostro y realzaba la grácil elegancia de su cuello.