El Valle de los Leones
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Rodeado de monta?as salvajes, el Valle de los Leones es un lugar legendario de Afganist?n donde las costumbres y las personas apenas han cambiado con el paso de los siglos. Un escenario muy apropiado para un relato de espionaje e intriga protagonizado por una joven inglesa, un m?dico franc?s y un trotamundos norteamericano, que transcurre en la etapa m?s terrible de la guerra contra los invasores sovi?ticos.
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No quería que sus camaradas ni los pushtuns lo vieran contestando a las preguntas de una mujer.
Jane corrió a su lado, mientras él se encaminaba a su casa. -¿Así que el jefe a Faizabad se encuentra aquí? -Sí.
Jane había adivinado la verdad. Masud invitó a todos los jefes rebeldes a una reunión.
– ¿Y qué te parece esta idea? -preguntó.
Seguía buscando más detalles.
Mohammed puso cara pensativa y abandonó su expresión de altivez, cosa que siempre le sucedía cuando se interesaba en la conversación.
– Todo depende de lo que Ellis haga mañana -contestó-. Si los impresiona como hombre de honor y se gana el respeto de los jefes, creo que aceptaremos su plan.
– ¿Y tú crees que su plan es bueno?
Obviamente sería bueno que la Resistencia se uniese y que Estados Unidos le proporcione armas.
¡Así que era eso! Armas norteamericanas para los rebeldes, con la condición de que lucharan juntos contra los rusos en lugar de pelear la mayor parte del tiempo unos contra otros.
Llegaron a la casa de Mohammed y Jane continuó su camino, después de saludarlo con la mano. Sentía los pechos rebosantes: era hora de amamantar a Chantal. El pecho derecho le pesaba un poquito más porque la última vez que alimentó a su hija había empezado por el izquierdo y Chantal siempre vaciaba el primero más a fondo.
Jane llegó a la casa y entró en el dormitorio. Chantal permanecía acostada, desnuda sobre una toalla doblada dentro de su cuna, que en realidad era una caja de cartón cortada por la mitad. No había ninguna necesidad de ponerle ropa en el aire cálido del verano de Afganistán. Por la noche, la cubría con una sábana y eso era todo. Los rebeldes, la guerra, Ellis, Mohammed y Masud, todos desaparecieron de sus pensamientos cuando Jane miró a su hija. Siempre había pensado que los bebés eran feos, pero Chantal le parecía sumamente bonita. Y mientras ella la observaba, Chantal se movió inquieta, abrió la boca y lloró. En respuesta, del pecho derecho de Jane inmediatamente empezó a manar leche y sobre su blusa se extendió una mancha húmeda y cálida. Desabrochó los botones y alzó a su hijita.
Jean-Pierre siempre le recomendaba que se lavara los pechos con desinfectante antes de alimentarla, pero ella jamás lo hacía porque estaba convencida de que Chantal reaccionaría ante el mal sabor de la droga. Se sentó sobre la alfombra, con la espalda apoyada en la pared, y colocó a Chantal sobre su brazo derecho. La pequeña movía los bracitos regordetes y la cabeza de un lado a otro, buscando frenéticamente su pecho con la boquita abierta. Jane la guió hasta el pezón. Las encías sin dientes se cerraron con fuerza y la niña empezó a chupar. Jane hizo un gesto de dolor ante el primer tirón y después ante el segundo. El tercero fue mucho más suave. Una manita gordezuela se alzó y tocó el pecho hinchado de Jane, apretándolo en una caricia ciega y torpe. Jane se relajó.
Alimentar a su hija la hacía sentir terriblemente tierna y protectora. Y, para su sorpresa, también le resultaba erótico. Al principio se había sentido culpable cuando percibió que la excitaba dar de mamar a Chantal, pero pronto decidió que si se trataba de algo natural, no podía ser malo y decidió disfrutarlo.
Estaba deseando exhibir a Chantal, si alguna vez volvía a Europa. La madre de Jean-Pierre sin duda le diría que estaba haciéndolo todo mal y su madre le pediría que bautizara a la pequeña, pero su padre, a través de su bruma alcohólica, adoraría a Chantal y su hermana se mostraría orgullosa y entusiasta. ¿Quién más? El padre de Jean-Pierre estaba muerto.
– ¿Hay alguien en la casa? -preguntó una voz desde el patio.
Era Ellis.
– ¡Entra! -gritó Jane.
No sintió la necesidad de cubrirse. Ellis no era afgano, y de todos modos en una época había sido su amante.
Entró y al ver que estaba alimentando a la pequeña se paró en seco.
– ¿Quieres que me vaya?
Ella hizo un movimiento negativo con la cabeza.
– Ya me has visto los pechos antes.
– Me parece que no -contestó él-. Los debes de haber cambiado.
Ella lanzó una carcajada.
– El embarazo nos proporciona pechos enormes. -Sabía que Ellis había estado casado y era padre, aunque tenía la impresión de que ya no veía más a la madre ni a su hijo. Era uno de los temas sobre los cuales él se mostraba renuente a hablar-. ¿No lo recuerdas en tu esposa cuando estaba embarazada?
– Me lo perdí -contestó él, con ese tono cortante que usaba cuando quería que uno se callara-. Estaba lejos.
Ella se sentía demasiado relajada para contestarle en el mismo tono. En realidad sentía lástima por él. Ellis había convertido su vida en un caos, pero la culpa no era toda suya; y decididamente había sido castigado por sus pecados, por ella misma, sin ir más lejos.
– Jean-Pierre no ha vuelto -comentó Ellis.
– No.
La chiquilla dejó de chupar al percibir que el pecho de Jane se encontraba vacío. Con suavidad ella le quitó el pezón de la boca y la alzó hasta apoyarla sobre el hombro, palmeándole la espalda para hacerla eructar.
– Masud quiere que le preste sus mapas -comunicó Ellis.
– Por supuesto. Ya sabes dónde están. -Chantal eructó con fuerza-. ¡Así me gusta! -exclamó Jane y colocó a la chiquilla contra su pecho izquierdo. Hambrienta de nuevo después del eructo, Chantal volvió a chupar. Cediendo a un impulso, Jane preguntó-: ¿Porqué no ves a tu hijo?
El sacó los mapas del arcón, cerró la tapa y se enderezó. -La veo -contestó-. Pero no muy a menudo. Jane se sintió escandalizada. Viví con él durante casi seis meses -pensó- y en realidad nunca lo conocí. -¿Es niño o niña?
– Niña.
– Debe de tener…
– Trece años.
– ¡Dios mío! -¡Prácticamente era una adolescente! De repente Jane sintió una intensa curiosidad. ¿Por qué nunca le habría hecho preguntas acerca de todo eso? Tal vez el tema no le interesaba antes de tener una hija propia-. ¿Y dónde vive?
él vaciló.
– No me lo digas -pidió ella. Leía con claridad la expresión de su rostro-. Ibas a mentirme.
– Tienes razón -contestó él-. Pero supongo que comprenderás por qué tengo que mentir acerca de eso.
Ella lo pensó durante algunos instantes.
– ¿Tienes miedo de que tus enemigos la ataquen a ella?
– Sí.
– Es una buena razón.
– Gracias. Y gracias por esto.
La saludó con los mapas en la mano y salió.
Chantal se había quedado dormida con el pezón de Jane en la boca. Jane se lo quitó con suavidad y la alzó hasta la altura de su hombro. La pequeña eructó sin despertar. ¡Esa criatura era capaz de dormir bajo cualquier circunstancia!
Jane deseó que Jean-Pierre hubiese vuelto. Estaba convencida de que ya no podría causar ningún daño, pero de todos modos se hubiese sentido más segura de haberlo tenido a la vista. No se podía poner en contacto con los rusos porque ella le había destrozado la radio. No existía otro medio de comunicación entre Banda y el territorio ruso. Masud podía enviar mensajes por medio de emisarios, por supuesto, pero Jean-Pierre no tenía ninguno y de todos modos, de haber enviado a alguien, todo el pueblo se hubiese enterado. Lo único que podía haber hecho era caminar hasta Rokha, y para eso no tuvo tiempo.
Además de sentirse ansiosa, odiaba dormir sola. En Europa no le había importado, pero aquí la aterrorizaban los hombres de la tribu, imprevisibles y brutales, que pensaban que era tan natural que un hombre le pegara a su mujer como que una mujer le propinara un cachete a su hijo. Y a sus ojos, Jane no era una mujer cualquiera: con sus puntos de vista liberados, su mirada directa y su actitud altanera constituía el símbolo de las delicias sexuales prohibidas. Ella no se sometía a las convenciones del comportamiento sexual, y las únicas mujeres parecidas que ellos conocían eran las prostitutas.
Cuando Jean-Pierre se encontraba allí, ella siempre alargaba la mano para tocarlo justo antes de quedarse dormida. El siempre dormía en actitud fetal, dándole la espalda, y aunque se movía mucho en sueños jamás alargaba la mano para tocarla. El único hombre con quien Jane había compartido una cama durante mucho tiempo además de su marido era Ellis, y él era exactamente lo opuesto: se pasaba la noche entera tocándola, abrazándola, besándola, a veces entre sueños y a veces completamente dormido. En dos o tres ocasiones trató de hacerle el amor con rudeza, estando dormido: ella reía y trataba de acoplarse a él pero después de algunos instantes él se daba media vuelta y empezaba a roncar, y por la mañana no recordaba lo que había hecho. ¡Qué distinto era a Jean-Pierre! Ellis la acariciaba con un afecto torpe, como un chico jugando con un animalito querido, en cambio Jean-Pierre la tocaba como podía haber tocado su Stradivarius un violinista. La amaron de diferente manera, pero la traicionaron igual.
Chantal gorjeó. Estaba despierta. Jane la sentó en su regazo sosteniéndole la cabeza para que se pudieran mirar frente a frente y empezó a conversar con ella, en parte utilizando sílabas sin sentido, en parte usando palabras reales. A Chantal eso le encantaba. Después de un rato, a Jane se le acabó la inspiración y empezó a cantar. En plena canción de cuna, fue interrumpida por una voz.
– ¡Adelante! -gritó. Después se dirigió a Chantal-. Tenemos visitas todo el tiempo, ¿verdad? Es como vivir en la National Gallery, ¿no te parece?
Se abrochó la blusa para cubrir su desnudez. Entró Mohammed y preguntó en dar¡: -¿Dónde está Jean-Pierre?
– Fue a Skabun. ¿Puedo ayudar en algo? -¿Cuándo volverá?
– Supongo que mañana. ¿Me dirás cuál es el problema o piensas seguir hablando como un policía de Kabul?
El le sonrió. Cuando Jane era irrespetuosa con él la encontraba sensual, cosa que no era precisamente el efecto que ella buscaba.
– Alishan ha llegado con Masud. Quiere más píldoras.
– Ah, sí. -Alishan Karim era hermano del mullah y padecía una angina de pecho. Por cierto que no estaba dispuesto a abandonar sus actividades guerrilleras, así que Jean-Pierre lo abastecía de píldoras de trinitrín para que tomara una inmediatamente ante, de una batalla o de algún otro esfuerzo.
– Yo te daré algunas.
Se levantó y dejó a Chantal en brazos de Mohammed.
Mohammed aceptó automáticamente a la pequeña y después pareció avergonzado. Jane le sonrió y se dirigió a la habitación delantera. Encontró las píldoras en un estante, debajo del mostrador del tendero. Colocó alrededor de cien pastillas en un frasquito y después volvió a la salita. Chantal miraba fascinada a Mohammed. Jane se hizo cargo del bebé y le entregó las píldoras.