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El Valle de los Leones

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El Valle de los Leones
Название: El Valle de los Leones
Автор: Follett Ken
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Valle de los Leones - читать бесплатно онлайн , автор Follett Ken

Rodeado de monta?as salvajes, el Valle de los Leones es un lugar legendario de Afganist?n donde las costumbres y las personas apenas han cambiado con el paso de los siglos. Un escenario muy apropiado para un relato de espionaje e intriga protagonizado por una joven inglesa, un m?dico franc?s y un trotamundos norteamericano, que transcurre en la etapa m?s terrible de la guerra contra los invasores sovi?ticos.

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Ellis comió un poco de pan y bebió varias tazas de té verde; después se instaló a esperar, mientras el sol se alzaba sobre lo alto del valle.

Siempre había que esperar muchas horas. Recordaba las esperas en Asia. En aquellos días, él fumaba muchas veces marihuana o consumía cocaína, y entonces la espera casi no importaba, porque la disfrutaba. Era gracioso que después de la guerra hubiera perdido todo interés por las drogas, pensó.

Suponía que atacarían esa misma tarde o a la mañana siguiente al amanecer. Si él fuera el comandante ruso, calcularía que los líderes rebeldes se habrían reunido el día anterior y se separarían al día siguiente, y atacaría en el último momento, para apresar a los que llegaran rezagados, pero no demasiado tarde para que ninguno de ellos se retirara.

A media mañana llegaron las armas pesadas: un par de Dashokas de 12,7 rnm, ametralladoras antiaéreas, cada una de ellas arrastrada por el sendero sobre su correspondiente carrito de dos ruedas tirado por un guerrillero. Los seguía un burro cargado de cajas de balas perforadoras chinas 5-0.

Masud anunció que una de las ametralladoras estaría a cargo de Yussuf, el cantor, quien, de acuerdo con los rumores que corrían por el pueblo quizá se casara con Zahara, la amiga de Jane. La otra estaría a cargo de un guerrillero del valle de Pich, un tal Abdur, a quien Ellis no conocía. Se comentaba que Yussuf ya había derribado a tres helicópteros con su Kalashnikov. Ellis se mostraba escéptico al respecto: había pilotado helicópteros en Asia y le constaba que era casi imposible derribarlos con un rifle. Sin embargo, Yussuf explicó, con una sonrisa, que la treta consistía en colocarse por encima del blanco y disparar hacia abajo desde la ladera de una montaña, táctica que era imposible poner en práctica en Vietnam, donde el terreno era completamente distinto.

Y aunque ese día Yussuf tenía un arma mucho más poderosa, estaba decidido a utilizar la misma técnica. Las ametralladoras fueron desmontadas y luego entre dos hombres para cada una las trasladaron por los escalones cortados en el risco a lo alto de la colina que se erguía sobre el pueblo. Después subieron las municiones.

Ellis los observó desde abajo mientras volvían a montar las armas. En lo alto del risco había una especie de plataforma de alrededor de tres metros de ancho y después la ladera continuaba ascendiendo de forma más suave. Los guerrilleros instalaron las ametralladoras sobre el saliente a una distancia de alrededor de ocho metros entre una y otra y las camuflaron. Por supuesto que los pilotos de los helicópteros pronto descubrirían donde estaban situadas, pero les resultaría muy difícil silenciarlas en el lugar donde estaban emplazadas.

Cuando eso estuvo listo, Ellis volvió a tomar posición en la pequeña casucha junto al río. Sus recuerdos volvían sin cesar a la década de los sesenta. Había iniciado esa década como estudiante de secundaria y la terminó como soldado. En 1967 ingresó en Berkcley, convencido de saber lo que le depararía el futuro: quería ser productor de documentales de televisión y ya que era inteligente, creativo y vivía en California, donde cualquiera podía llegar a ser lo que quisiera siempre que trabajara con suficiente empeño, no veía ningún motivo que le impidiera lograr lo que ambicionaba. Después se sintió conquistado por los movimientos de paz y de flores, por las marchas antibélicas y la doctrina del amor. Los doors, los pantalones acampanados, y el L S D; y una vez más creyó saber lo que le deparaba el futuro: él iba a cambiar el mundo. Ese sueño también fue de corta duración y pronto fue sorprendido de nuevo, esta vez por la ciega brutalidad del ejército y el horror de la drogadicción de Vietnam. Al contemplar su existencia, así, retrospectivamente, se dio cuenta de que la vida siempre lo había golpeado con cambios realmente importantes en los momentos en que se había sentido seguro y asentado.

Pasó mediodía sin que almorzaran. Sin duda se debía a que los guerrilleros no tenían comida. A Ellis le resultaba difícil acostumbrarse a la idea de que cuando no había alimentos, nadie almorzaba. Se le ocurrió que posiblemente a eso se debiera que casi todos los guerrilleros fumaran tanto: el tabaco amortiguaba el hambre.

Aún a la sombra hacía calor. Se sentó a la puerta de la casucha, tratando de recibir la mínima brisa que se levantara. Podía ver los campos, el río con su puente de piedra y argamasa, el pueblo con su mezquita y el saliente del risco. La mayoría de los guerrilleros estaban en sus puestos, que además de protección les proporcionaban sombra.

Casi todos se encontraban en las casas cerca del risco, donde sería difícil que los helicópteros los ametrallaran, pero era inevitable que algunos se encontraran en posiciones más vulnerables, a la vanguardia, cerca del río. La tosca fachada de la mezquita tenía tres aberturas en forma de arco, y debajo de cada una de ellas había un guerrillero sentado con las piernas cruzadas. A Ellis le recordaron a los centinelas dentro de sus garitas. Los reconoció a los tres: en uno de los arcos, el más lejano, se encontraba Mohammed; en el del medio su hermano Khamir, el de la barba rala; y bajo el arco más cercano, Alí Ghanim, el individuo feo de columna torcida, padre de catorce hijos, el mismo que había sido herido con Ellis en la planicie. Cada uno de ellos tenía un Kalashnikov sobre las rodillas y un cigarro entre los labios. Ellis se preguntó cuáles de ellos seguirían con vida al día siguiente.

El tema de su primer ensayo escrito en el colegio fue sobre el tratamiento en la obra de Shakespeare del momento anterior a la batalla.

Ellis eligió como contraste dos discursos previos a un combate: uno fue el de Enrique V en el que el rey dijo: Una vez más en la brecha, queridos amigos, una vez más; o cerraremos el muro con nuestros muertos; y el otro, el cínico soliloquio de Falstaff en Enrique IV en honor del rey: ¿Puede el honor arreglar una pierna? ¿O un brazo? No. ¿El honor, entonces, no tiene utilidad para la cirugía? No. ¿Quién la tiene? Aquel que murió el miércoles. Un adolescente de diecinueve años como era Ellis en esa época mereció un diez por ese trabajo, el primero y último que hizo, porque después estuvo demasiado ocupado argumentando que Shakespeare y en realidad todo el curso de inglés, eran irrelevantes.

Sus recuerdos fueron interrumpidos por una serie de gritos. No comprendió el significado de las palabras en dar¡, pero no le hizo falta: supo, por la urgencia del tono que empleaban, que los centinelas situados en la cima del monte habían distinguido helicópteros en la lejanía y que habían hecho señales a Yussuf, quien había avisado a los demás. Se produjo una serie de movimientos en el pueblo bañado por el sol, cuando los guerrilleros se colocaron en sus puestos, se pusieron más a cubierto, revisaron sus armas y encendieron nuevos cigarrillos. Los tres hombres de las arcadas de la mezquita se esfumaron en el sombrío interior. Ahora, visto desde el aire, el pueblo parecería desierto, tal como normalmente se encontraba durante el momento más caluroso del día, cuando casi todo el mundo descansaba.

Ellis escuchó con atención y oyó el amenazante ronroneo de los rotores de los helicópteros que se acercaban. Tuvo una sensación de diarrea en los intestinos: nervios. Así debían de sentirse los vietnamitas -pensó-, ocultos en la selva húmeda, cuando oían aproximarse a mi helicóptero entre los nubarrones de lluvia. Y bueno; ¡uno cosecha lo que siembra, muchacho!

Aflojó el seguro del mecanismo detonador.

Los helicópteros rugían cada vez más cerca, pero todavía no alcanzaba a verlos. Se preguntó cuántos serían: no lo podía calcular guiándose por el ruido. Por el rabillo del ojo divisó algo que se movía y se volvió a tiempo para ver a un guerrillero que desde la orilla opuesta se zambullía en el río y empezaba a cruzarlo a nado, dirigiéndose hacia donde él estaba. Cuando la figura emergió del agua, vio que se trataba del anciano Shahazai Gul, el hermano de la partera. Shahazai era especialista en minas. Pasó corriendo junto a Ellis y se refugió en una casa.

Durante algunos instantes, el silencio del pueblo sólo fue quebrado por el horrendo repiqueteo de las hélices. Ellis pensaba: Dios, ¿cuántos helicópteros habrán enviado?, y entonces vio al primero sobre el risco, volando a gran velocidad y descendiendo hacia el pueblo. Vaciló sobre el puente, como un pájaro gigantesco.

Era un Mi-24, conocido en occidente como Hind (los rusos lo denominaban el Jorobado por los dos enormes motores turbo montados sobre la cabina de pasajeros). El artillero estaba situado en el morro del aparato, delante del piloto y un poco por debajo de él, como si fueran un par de chicos jugando a saltar el potro, y las ventanillas distribuidas alrededor del aparato parecían los ojos multifacéticos de un insecto monstruoso. El helicóptero tenía un tren de aterrizaje de tres ruedas y unas alas cortas y gruesas de las que colgaban los cohetes.

¿Cómo diablos iban a luchar unos andrajosos guerrilleros contra armas como ésas?

Cinco Hinds más siguieron al primero en rápida sucesión. Sobrevolaron el pueblo y sus alrededores, Ellis supuso que en busca de posiciones del enemigo. Esta era una precaución de rutina. Los rusos no tenían motivo para esperar una fuerte resistencia, porque creían que su ataque sería por sorpresa.

Empezaron a aparecer helicópteros de otro tipo y Ellis reconoció a los Mi-8, conocidos como Hip. Más grandes que los Hinds, pero menos atemorizantes, podían transportar a veinte o treinta hombres y estaban destinados al transporte de tropas más que al asalto. El primero vaciló al volar sobre el pueblo, después se dejó caer repentinamente sobre un costado y descendió en el campo de cebada. Lo siguieron otros cinco. Ciento cincuenta hombres, calculó Ellis. A medida que los Hinds iban aterrizando, las tropas saltaban al suelo y se echaban cuerpo a tierra, apuntando sus armas contra el pueblo, pero sin disparar.

Para apoderarse del pueblo tenían que cruzar el río y para cruzarlo debían apoderarse del puente. Pero lo ignoraban. Simplemente se mostraban cautelosos: esperaban que la sorpresa frente al ataque les permitiera prevalecer con facilidad.

A Ellis le preocupó la posibilidad de que el pueblo pareciera demasiado desierto. A esa altura, un par de minutos después de la aparición del primer helicóptero, normalmente se verían algunas personas huyendo. Permaneció atento, a la espera del primer disparo. Ya no tenía miedo. Se estaba concentrando en demasiadas cosas al mismo tiempo para sentir miedo. En el trasfondo de su mente pensó: Siempre sucede lo mismo cuando empieza.

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