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El Valle de los Leones

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El Valle de los Leones
Название: El Valle de los Leones
Автор: Follett Ken
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Valle de los Leones - читать бесплатно онлайн , автор Follett Ken

Rodeado de monta?as salvajes, el Valle de los Leones es un lugar legendario de Afganist?n donde las costumbres y las personas apenas han cambiado con el paso de los siglos. Un escenario muy apropiado para un relato de espionaje e intriga protagonizado por una joven inglesa, un m?dico franc?s y un trotamundos norteamericano, que transcurre en la etapa m?s terrible de la guerra contra los invasores sovi?ticos.

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El malang asintió ansiosamente.

– Tienes que ir hasta Charikar y entregar esto a algún soldado ruso.

Jean-Pierre se había decidido por Charikar, a pesar de la jornada extra de viaje que ésta significaba, porque temía que Rokha, que era una ciudad rebelde temporalmente ocupada por los rusos, posiblemente estuviera sumida en un estado de confusión, con lo cual el paquete podía perderse. En cambio Charikar se encontraba en territorio ruso permanente. Y se decidió por un soldado, en lugar de una oficina de correos, porque el malang tal vez no fuera capaz de comprar un sello y despachar el paquete.

Observó cuidadosamente la cara sucia del loco. Se había estado preguntando si el tipo llegaría a comprender sus instrucciones, a pesar de ser tan simples, pero al ver la expresión de temor que se pintaba en su rostro ante la mención de un soldado ruso, Jean-Pierre comprendió que había entendido perfectamente.

Ahora bien, ¿existía alguna manera en que Jean-Pierre pudiera asegurarse de que el malang había seguido sus instrucciones? El también podía tirar el paquete y regresar jurando que había llevado a cabo su tarea, porque si era lo bastante inteligente como para entender lo que tenía que hacer, también sería capaz de mentir al respecto.

A Jean-Pierre se le ocurrió una idea.

– Y compra un paquete de cigarrillos rusos -indicó.

El malang le tendió sus manos vacías.

– No tener dinero.

Jean-Pierre sabía que no tenía dinero. Le entregó cien afganis. Eso debería tranquilizarlo con respecto a que realmente iría a Charikar. ¿Existía alguna manera de obligarlo a entregar el paquete?

– Si haces lo que te pido, te daré todas las pastillas que quieras. Pero no me engañes, porque en ese caso me enteraré y nunca más te daré una sola pastilla y tu dolor de estómago será cada vez más fuerte y te hincharás y después explotarás como una granada y morirás en medio de horribles dolores. ¿Has comprendido?

– Sí.

Jean-Pierre lo miró fijamente a la débil luz del crepúsculo. El blanco de sus ojos de loco resplandecía. Parecía aterrorizado. Jean-Pierre le entregó el resto de las tabletas de diamorfina.

– Toma una cada mañana hasta que regreses a Banda. El asintió vigorosamente.

– Ahora vete y no trates de engañarme.

El hombre se volvió y empezó a correr por el sendero, con su andar extraño, parecido al de un animal. Al verlo desaparecer en la oscuridad, Jean-Pierre pensó: El futuro de este país está en tus inmundas manos, pobre loco. Que Dios te acompañe.

Una semana después, el malang aún no había regresado.

El miércoles, el día antes de la conferencia, Jean-Pierre estaba completamente angustiado. Se repetía a cada hora que el loco podría volver dentro de la hora siguiente. Y al finalizar cada día, se decía que regresaría al día siguiente.

Como para aumentar las preocupaciones de Jean -Pierre, la actividad de los aviones en el valle se había incrementado. Durante toda la semana los reactores pasaron rugiendo al ir a bombardear distintos pueblos. Banda tuvo suerte: allí sólo cayó una bomba que cayó en el campo de trébol del mullah, donde abrió un enorme cráter, pero el ruido constante y el peligro irritaban a todo el mundo. En el consultorio de Jean-Pierre la tensión produjo un previsible aumento de pacientes: síntomas de estrés; abortos; accidentes domésticos; vómitos inexplicables y dolores de cabeza. Los que sufrían de dolores de cabeza eran los niños. En Europa, Jean-Pierre les habría recomendado un tratamiento psiquiátrico. En cambio allí se los enviaba al mullah. Ni la psiquiatría ni el Islam podían hacerles demasiado bien, porque lo que dañaba a los chicos era la guerra.

Atendió mecánicamente a los pacientes de la mañana, haciendo sus preguntas de rutina en dari, anunciando su diagnóstico en francés a Jane, vendando heridas, poniendo inyecciones y entregando frasquitos de plástico que contenían tabletas o botellas de medicamentos coloreados. El malang debió de tardar dos días en llegar a Charikar. Se le podía conceder un día más para que se decidiera acercarse a un soldado ruso y después una noche para reponerse. De haber salido a la mañana siguiente, emplearía otros dos días en el viaje de regreso. Eso significaba que hacía dos días que ya debía estar allí. ¿Qué le habría sucedido? ¿Habría perdido el paquete y entonces no regresaba por temor? ¿Habría tomado todas las pastillas juntas, enfermándose? ¿Se habría caído en el maldito río, ahogándose? ¿Lo habrían utilizado los rusos como blanco para sus prácticas de tiro?

Jean-Pierre consultó su reloj de pulsera. Eran las diez y media.

Ahora el malang podía llegar en cualquier momento con el paquete de cigarrillos rusos como prueba de que había estado en Charikar.

Jean-Pierre se preguntó fugazmente cómo le explicaría a Jane el asunto de los cigarrillos, porque él no fumaba. Decidió que no hacía falta ninguna explicación para los actos de un loco.

Estaba vendando a un chiquillo del valle vecino que se había quemado una mano cuando oyó fuera pasos apresurados y el sonido de saludos, señal de que alguien había llegado. Jean-Pierre contuvo su ansiedad y siguió vendando la mano del chico. Al oír hablar a Jane miró a su alrededor, y para su inmensa desilusión comprobó que no se trataba del malang sino de dos desconocidos.

– Que Dios sea contigo doctor -dijo el primero de ellos.

– Y contigo -contestó Jean-Pierre. Y para impedir una larga retahíla de saludos, agregó-: ¿Qué sucede?

– Ha habido un bombardeo terrible en Skabun. ¡Hay muchos muertos y muchísimos heridos!

Jean-Pierre miró a Jane. Continuaba sin poder abandonar Banda sin su consentimiento, porque ella temía que de alguna manera se pusiera en contacto con los rusos. Pero era evidente que él no tenía nada que ver con esa llamada.

– ¿Te parece que vaya? -preguntó en francés-. ¿O quieres ir tú?

En realidad él no tenía ganas de ir, porque probablemente tendría que pasar allí la noche y estaba desesperado por ver al malang.

Jane vaciló. Jean-Pierre sabía que estaba pensando que, de ir, tendría que llevar a Chantal.

Además, ella sabía que no era capaz de curar heridas graves.

– Tú decides -agregó Jean-Pierre.

– Ve tú -dijo ella.

– Muy bien -Skabun quedaba a un par de horas de camino. Si trabajaba con rapidez y no había demasiados heridos, conseguiría estar de vuelta al anochecer-. Trataré de volver esta noche -dijo en voz alta.

Ella se acercó y lo besó en la mejilla.

– Gracias -dijo.

Jean-Pierre revisó rápidamente su maletín: morfina, contra el dolor, penicilina para impedir que las heridas se infectaran, aguja e hilo para suturar, vendas en abundancia. Se puso una gorra y se echó una manta sobre los hombros.

– No llevaré a Maggie -informó-. Skabun queda cerca y el sendero es pésimo. -Besó de nuevo a su mujer y después se volvió hacia Los dos emisarios-. Vamos -dijo.

Descendieron hacia el río, lo cruzaron y después subieron la abrupta pendiente del lado opuesto. Jean-Pierre pensaba en los besos que le acababa de dar a Jane. Si su plan tenía éxito y los rusos mataban a Masud, ¿cómo reaccionaría ella? Sabría que él estaba detrás del asunto. Pero estaba convencido de que no lo traicionaría. ¿Seguiría amándolo? El la deseaba. Desde que estaban juntos él sufría cada vez menos las negras depresiones que antes lo asaltaban regularmente. Por el simple hecho de amarlo ella lo hacía sentirse bien. Y él deseaba eso. Pero también quería tener éxito en su misión. Supongo que debo desear más el éxito que la felicidad, y es por eso que estoy dispuesto a perder a Jane con tal de que maten Masud pensó.

Los tres caminaban hacia el sudoeste por el sendero que corría en lo alto del risco, con el sonido de la corriente del río retumbándoles en los oídos.

– ¿Cuántos muertos calculáis? -preguntó Jean-Pierre. -Muchos -dijo uno de los emisarios.

Jean-Pierre estaba acostumbrado a ese tipo de respuestas.

– ¿Cinco? ¿Diez? ¿Veinte? ¿Cuarenta? -preguntó pacientemente.

– Cien.

Jean-Pierre no le creyó. Skabun no tenía cien habitantes.

– ¿Y cuántos heridos habrá?

– Doscientos.

¡Era absurdo! Este hombre no sabe lo que dice, pensó Jean-Pierre. ¿O exageraba por temor a que si decía que eran menos el doctor daría media vuelta y regresaría a Banda? Tal vez el problema fuera que no sabía contar más allá de diez.

– ¿Qué clase de heridas tienen? -preguntó Jean-Pierre.

– Agujeros y cortes y sangran.

Esas más bien parecían heridas recibidas en una batalla. Los bombardeos producían contusiones, quemaduras y roturas de huesos por las caídas de edificios. Obviamente este individuo era un testigo que no valía mucho. No tenía sentido seguir interrogándole.

A tres kilómetros de Banda se alejaron del sendero del risco y se dirigieron hacia el norte, por un camino desconocido para Jean-Pierre.

– ¿Este camino lleva a Skabun? -preguntó.

– Sí.

Sin duda se trataba de un atajo que él no había descubierto. Evidentemente caminaban en la dirección correcta.

Pocos minutos después vieron una de las pequeñas chozas de piedra donde los viajeros podían descansar o pasar la noche. Para sorpresa de Jean-Pierre, los emisarios se encaminaron hacia allí.

– No tenemos tiempo para descansar -les dijo con irritación. Los heridos me esperan.

Entonces vio que Anatoly salía de la choza.

Jean-Pierre estaba estupefacto. No sabía si alegrarse porque ahora podría hablar personalmente con Anatoly sobre la conferencia, o dar rienda suelta a su temor de que los afganos mataran al ruso.

– No te preocupes -lo tranquilizó Anatoly, al ver su expresión-. Son soldados del ejército regular afgano. Yo los mandé a buscarte.

– ¡Dios mío! -Era brillante. No había habido ningún bombardeo en Skabun era todo un invento concebido por Anatoly para que Jean-Pierre fuera a encontrarse con él-. Mañana -anunció Jean-Pierre, presa de enorme excitación-, mañana sucederá algo terriblemente importante.

– Ya sé, ya sé, recibí tu mensaje. Por eso estoy aquí.

– Así que atraparéis a Masud.

Anatoly sonrió sin la menor expresión de alegría, dejando al descubierto sus dientes manchados por el tabaco.

– Atraparemos a Masud. Cálmate.

Jean-Pierre se dio cuenta de que se estaba portando como un chico excitado en época de Navidad. Hizo un esfuerzo por reprimir su entusiasmo.

– Al ver que el malang no volvía, pensé que…

– No llegó a Charikar hasta ayer -explicó Anatoly-. Sólo Dios sabe lo que sucedió en el camino. ¿Por qué no usaste tu radio?

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