Cr?nica De Un Iniciado
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La ambig?edad del tiempo y una C?rdoba tan m?tica como real, constituyen el escenario propicio para el pacto diab?lico y el rito inici?tico. Es octubre de 1962. La inminencia de la guerra por la crisis de los misiles en Cuba y un grupo de intelectuales argentinos que asisten a un estrafalario congreso. En ese marco, Esteban Esp?sito se enamora de Graciela Oribe, fuente de la evocaci?n y la memoria apasionada que dar? cauce a esta enigm?tica historia de amor. De all? en m?s, las treinta y seis horas en la rec?ndita C?rdoba y la m?quina del recuerdo hacen del tiempo un protagonista sustancial, y Esp?sito asumir? otras b?squedas existenciales que lo conectar?n con el delirio, con el ser, con el sentido de la vida y de la muerte y con su parte demon?aca. Y, en una encrucijada, pactar? con el Diablo para aceptar una nueva moral y un gran desaf?o: canjear la vida por la literatura.
Abelardo Castillo maneja los hilos de la incertidumbre y nos da una novela monumental cuyo centro es un saber cifrado: `Hay un orden secreto, el demonio me lo dijo`, confiesa el narrador. Y los lectores sabemos que acceder a esa forma de sabidur?a tiene un precio.
En la tradici?n de Goethe y Thomas Mann, de Arlt y Marechal, deslumbra y emociona la rebosante imaginaci?n, la hondura metaf?sica y la perfecta arquitectura de Cr?nica de un iniciado.
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Roma, en el siglo X, es el circo donde prosigue esta singular contienda. Borrado el Imperio es necesario abolir el Papado. Los violinistas del subsuelo lo sumieron en la opresión, la vergüenza y el escándalo. Mala suerte, no se logró gran cosa.
Los siglos siguientes, mejor ni acordarse. San Anselmo, las Cruzadas, la Escolástica, las Órdenes Mendicantes, la Divina Comedia, el Románico, el Gótico, la mística de la Ascética. Sobrevivir, en este clima, fue realmente heroico. En cuanto a la Comedia, no estoy muy convencido de que Él no haya estado en singular contubernio con el ñato florentino de los laureles.
El décimo cuarto termina mejor. Salvajismo, prevaricación y desenfreno. Gran repunte.
Siglo XV. A desnudarse. Los alegres dioses paganos se vienen como glaciación sin su sibónido. Lástima el nacimiento de Lutero. Gran muchacho en el fondo, algo serio a veces, para mi gusto.
Y la Gran Alborada , la edad de oro, el asado con cuero de los Magos, mucha gente excesiva no obstante, pero en agua revuelta cuchillo de palo, íncubos, súcubos, posesos, monjitas como mariposas a las que el amor hace trepar por las paredes, pactos a rajabonete, embrujamientos al paso, maleficios, filtros, insurrección simbólica y ritual, pócimas. Bebe, bebe este nepente. Rabelais. Ya asoma en el horizonte la filosofía, entre las carcajadas de Gargantúa y Pantagruel, y aquí no descubro mi secreto.
Siglo XVIII La Razón.
Siglo XIX, Friedrich Zarathustra tiene una buena noticia. La pagó con la cabeza, pero quién le quita lo bailado.
Últimas semanas. Guarda en secreto estas palabras, dijo el Profeta.
El campanario y el vuelo de la primera paloma, la página que se materializó un segundo ante mis ojos como una epifanía, mi gesto automático y vagamente clandestino de guardármela en el bolsillo, mezclados al portazo, a la voz de Santiago entre las campanas. Todo un poco mal sincronizado. Y este sonriente personaje que ahora descendía del coche, el astrólogo, un señor bajito de cejas revueltas al que hubiera jurado haber visto antes en alguna parte: el profesor Urba. Todo a destiempo, abalanzándose en cualquier orden como para llenar decorosamente un hueco de la realidad. Un enjambre, ésa es la idea: abejas que convergían atropelladísimas en el agujerito de un panal. El profesor Urba dijo que había sido un buen susto, sí señor. El hombre del taxi me preguntó a gritos de qué me reía. Yo, que había vuelto a levantar los ojos, vi en el cielo la imagen inversa del panal: un abanico. Un fulgurante abanico de palomas. Yo de azogue refractando en dos direcciones la mañana. La primera paloma no había alcanzado a sobrevolar el techo del convento; cuando repicaron a pleno las campanas, el resto de la bandada se echó a volar, abriéndose en abanico, como palomas causadas por campanas. Volví a bajar los ojos y vi, o mejor, choqué con el rostro congestionado e itálico del taxista, quien, con locura creciente, agitaba mucho las manos. "Un buen susto", oí a mi espalda, "hay que estar más atento, muy atento." El taxista se tomó la cabeza, inesperada culminación de otros dos gestos, ya que antes, como desviándose del propósito de ahorcarme, una de sus manos le pegó una terrorífica palmada a su propia frente. Con precaución, me aparté. Epa, dije al tropezar con Santiago. El jujeño (muy pálido, según alcancé a notar) tenía cerrados los ojos en ese momento, como quien descansa, motivo por el cual perdió el equilibrio y el astrólogo le tendió la mano. Santiago abrió los ojos y se la estrechó. "¡Si es nada menos que el amigo Santiago de fuijuí!", dijo el astrólogo. "No digo yo que el mundo es un pañuelo. Pero con qué otra cosa", agregó, "podríamos secar las lágrimas de este Valle que me han dado, sino con un pañuelo…", y se rio con el mismo sonido que había empleado para nombrar a Jujuy: juí juí. Yo oía ahora palabras sueltas, después creí reconocer mi propio nombre pronunciado por Santiago y entendí que debía estrecharle la mano al profesor Urba: gesto que él ni remotamente esperaba, lo cual me impulsó con ridiculez a darle unas amistosas palmaditas en el hombro al chofer del taxi. Afortunadamente el hombre no lo tomó a mal, sino más bien como un gesto conciliador. Sonreímos.
Todo, lentamente, se reorganizaba.
El señor Urba ya entraba en el coche cuando se dio vuelta hacia mí. Imaginé que iba a decirme algo; pero él sólo arqueó las cejas y movió la cabeza. Tiene un aire a Einstein, se me ocurrió. Llevaba puestos unos guantes de pécari, amarillos, costaba hacerlo armonizar con el correctísimo gabán de corte europeo, y, a ambas cosas, con la estación del año en nuestro hemisferio. El astrólogo seguía observándome, ahora desde su asiento. Yo, un poco cortado, levanté a medias la mano izquierda con una tímida y automática digitación tipo saludito, y él sorpresivamente dijo:
– ¡Momentito!
El taxista detuvo el motor. El astrólogo tenía la cara al nivel del borde inferior de la ventanilla, junto a la palma de mi mano. Levantó los ojos, me miró de allá abajo con mucha fijeza, volvió a bajarlos. Sujetándome la muñeca, sacó de alguna parte una lupa descomunal.
Todo esto ocurría en Córdoba, a las nueve de la mañana. En plena calle Vélez Sarsfield, supongo.
Santiago ha reiniciado el regreso a la vereda, y el astrólogo, achicando los ojitos, lo mira fríamente por encima de la lupa. Puedo haber alterado muchos hechos, puedo recordar mal o inventar cada una de las cosas que llevo escritas, pero no que Santiago, de espaldas, fue mirado de ese modo.
El astrólogo dejó de examinarme la mano dijo que era interesante, sumamente interesante. "Y en especial", dijo, "el dedo lúdico." Agregó que naturalmente ya volveríamos a encontrarnos. Y a hablar. Había una línea rara, además, y hasta inquietante: demasiado orientada hacia el centro abisma. Abisma. Se interrumpió pestañeando; abrió los ojos como quien está a punto de estornudar. "¡Abismático!", dijo al fin. "Hacia el abismático centro de la mano… ¡A la Ciudad Universitaria, postillón!", le ordenó al hombre del taxi, y yo no me asombré de que, cada cual por su lado, fuéramos todos en el mismo rumbo. "Ah, otra cosa", alcanzó a decir, dándose leves y repetidos golpecitos con el dedo meñique en mitad de la frente. Él, de ser yo, de tener esa singularísima línea (que ahora, para mi ilustración, situaba en su guante de pécari), él se cuidaría del alcohol y de los golpes. De ciertos golpes. El coche ya arrancaba; Santiago, tomándome del brazo, me arrastró hacia la vereda; dijo que mejor huyéramos de esa zona. Zona de tráfico, la llamó. Yo miraba alejarse el coche. En la cabeza: de los golpes en la cabeza. Y esto no lo escuché porque el señor Urba no lo dijo; lo deduje de su gesto. Había sacado su propia cabeza por la ventanilla, de espaldas, es decir, con la nuca hacia nosotros, y como un comediante que está seguro del efecto que ha causado, sin requerir nuestra atención pero dando por hecho que la tiene, iba señalándose con un dedo la coronilla.
IX
Te reías divertida.
– Yo, Juana.
– ¿Juana de Arco? -pregunté con disgusto.
– No, zonzo. Juana, la señora de Tarzán.
X
Mientras cruzaba bajo las alamedas los jardines de la Ciudad Universitaria me pareció oír, cóncavo y horrendo, el rugido de un león. Cosa bastante extraña, ya que ni Hemingway debió de oír un rugido auténtico. Nada más raro que ese bramido sobrenatural que enmudece a los pájaros, paraliza hasta a los elefantes y hace que los monos se abracen con las monas en las altas ramas. Por alguna razón, Santiago ya no venía conmigo. Podía haberme equivocado de camino, pero no tanto como para estar en África. A menos que esta fuera la famosa selva oscura. Idea que aunque estúpida me desagradó profundamente. Lo más probable es que por ahí cerca hubiera un zoológico, si es que el zoológico no era esto, muchachos con aire de futuros boticarios y viejas gallinetas que pasaban a mi lado cacareando sobre el Amadís. Pregunté por el Pabellón España. Allá estaba. Una especie de pórtico; detrás, un patio andaluz, donde todo el mundo estaría sintiendo al mismo tiempo la obligación de hablar con inteligencia y casi a gritos. Me fue fácil imaginar, Graciela, con inexplicable ternura al principio, que vos estarías allí, hastiada y tal vez algo ausente mirando hacia el sitio por el que yo debía llegar, e imaginé cómo, al verme, adoptarías un gesto ostensiblemente atento en cualquier gran mono culto de los que sin duda te están rodeando mientras yo vengo a tu encuentro por las alamedas y siento un repentino deseo de volverme. Porque ahora ya no te pensé con ternura sino con irritación. Te imaginé entre todos esos cretinos: adoptabas ese aire típico de mujer que ha leído tres libros, esa actitud asexuada de híbrido intelectual, sin advertir que los grandes monos cultos que te escuchan con atención, asintiendo, preguntándote qué pensás del psicoanálisis o de la revolución cubana o del concilio ecuménico, están, desde hace un buen rato, imaginándote en la cama.
Lo que de ningún modo imaginé es lo que ocurrió: no estabas.
Y si fuera útil señalar en qué momento exacto empiezan realmente a existir las cosas, mi entrada en aquel pabellón sería la metáfora. No estabas, y era como un hueco. Un modo mucho más rotundo de probarme tu existencia que si, apareciendo de pronto, te hubieras arrojado desnuda a mis brazos. Supe al mismo tiempo que durante toda la mañana yo había estado luchando contra una infantil sensación de angustia, de soledad, muy anterior a mi llegada a Córdoba, huyendo de algo o no queriendo enfrentarme con algo que ya me había alcanzado, y me di cuenta de que sin saberlo te había atribuido estúpidamente una importancia decisiva en mi vida. ¿Era ridículo? Y hasta algo peor que ridículo. Lo único que había entre nosotros eran unas cuántas palabras la noche anterior, la mitad de las cuales no significaban nada, algún roce casual, tu cara en un sueño. Yo lo había magnificado todo con mi insensata manía de atribuir el sentido más grandioso a los hechos más vulgares. Por lo tanto, ahí estabas: esa nada, esa natural prescindencia de mí, eso eras vos. No había ninguna razón para que estuvieras y, sencillamente, no estabas. Me sentí humillado y absurdo. Mi contrición, los miriñaques que le inventé al tranvía, el centauro, la necesidad de ser o de creerme generoso con Santiago, todo se volvía grotesco y estudiantil. Por fortuna no tuve mucho tiempo para pensar en esto último.