-->

Cr?nica De Un Iniciado

На нашем литературном портале можно бесплатно читать книгу Cr?nica De Un Iniciado, Castillo Abelardo-- . Жанр: Современная проза. Онлайн библиотека дает возможность прочитать весь текст и даже без регистрации и СМС подтверждения на нашем литературном портале bazaknig.info.
Cr?nica De Un Iniciado
Название: Cr?nica De Un Iniciado
Автор: Castillo Abelardo
Дата добавления: 16 январь 2020
Количество просмотров: 176
Читать онлайн

Cr?nica De Un Iniciado читать книгу онлайн

Cr?nica De Un Iniciado - читать бесплатно онлайн , автор Castillo Abelardo

La ambig?edad del tiempo y una C?rdoba tan m?tica como real, constituyen el escenario propicio para el pacto diab?lico y el rito inici?tico. Es octubre de 1962. La inminencia de la guerra por la crisis de los misiles en Cuba y un grupo de intelectuales argentinos que asisten a un estrafalario congreso. En ese marco, Esteban Esp?sito se enamora de Graciela Oribe, fuente de la evocaci?n y la memoria apasionada que dar? cauce a esta enigm?tica historia de amor. De all? en m?s, las treinta y seis horas en la rec?ndita C?rdoba y la m?quina del recuerdo hacen del tiempo un protagonista sustancial, y Esp?sito asumir? otras b?squedas existenciales que lo conectar?n con el delirio, con el ser, con el sentido de la vida y de la muerte y con su parte demon?aca. Y, en una encrucijada, pactar? con el Diablo para aceptar una nueva moral y un gran desaf?o: canjear la vida por la literatura.

Abelardo Castillo maneja los hilos de la incertidumbre y nos da una novela monumental cuyo centro es un saber cifrado: `Hay un orden secreto, el demonio me lo dijo`, confiesa el narrador. Y los lectores sabemos que acceder a esa forma de sabidur?a tiene un precio.

En la tradici?n de Goethe y Thomas Mann, de Arlt y Marechal, deslumbra y emociona la rebosante imaginaci?n, la hondura metaf?sica y la perfecta arquitectura de Cr?nica de un iniciado.

Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала

1 ... 8 9 10 11 12 13 14 15 16 ... 59 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:

Entonces te vi. Llamé al mozo, pagué y crucé casi corriendo.

Te diste vuelta con demasiada naturalidad.

– Hola -dijiste-. Te hacía rodeado de señoras.

De cerca, la puerta diluyó su ambigua amenaza de sirena. Sin embargo, aquello había estado ahí y acaso aún estaba, acechándome, y supe que al correr hacia vos lo hacía también en otra dirección, pero, ¿en qué dirección?

– Por qué no estabas.

– ¿Dónde?

– Cómo dónde. - Era un disparate, con el mismo derecho podría haber atajado al primer obispo que pasara por la calle, recriminándole que esa mañana no hubiese viajado a Marte. -No será en Marte -dije.

– No estaba porque no fui. -Me mirabas, sonriendo. -¿Había que ir?

Mejor me callaba. Doblamos por Ituzaingó, hacia el norte. Sé que era el norte porque tengo un mapa de la ciudad sobre la mesa. Caminamos en silencio una cuadra. En la esquina, doblamos a la izquierda. Vi una pequeña terraza salediza rodeada por una baranda de hierro forjado y, en el centro, un mirador.

– La casa del marqués -dijiste.

Me hubiera gustado saber quién era el marqués. Caminamos otra cuadra y llegamos a la esquina de la plaza San Martín. Sin decir una palabra, señalaste una casa colonial de la vereda de enfrente. Sólo quedaban el gran balcón y la desolación de la portada; lo demás había que imaginarlo, o quizá soñarlo, pero era de una belleza angustiosa. Y, sin embargo, no es la casa del balcón lo que me estás mostrando. No es la casa sino lo que han hecho con ella. Un negocio de souvenirs, suponiendo que ésa sea la palabra adecuada. Un cambalache. Entonces creí comprender algo: me habías llevado allí para que lo viera. Tu gesto en silencio, al mostrármelo, era como un puente entre la noche anterior y este encuentro. La casa del marqués, eso también había sido un puente. Una broma a costa mía, pero al fin de cuentas conmigo. Y el obispo o la marquesa desconocidos no reaccionan así cuando el energúmeno les pregunta por qué no han viajado a Marte, lástima que ahora se hacía cada vez más difícil iniciar un diálogo razonable y el silencio amenazaba separarnos con la consistencia de un vidrio blindado.

Cruzamos hacia el negocio. Visto de cerca, aquello no era simplemente feo: era casi malvado. Ponchitos. Mates con virolas de plata. Rebenques liliputienses con la inscripción recuerdo de córdoba en la lonja. Una basílica con un tintero en el atrio, en forma de aljibe, al que no hacía falta llenar con tinta pues se trataba de una doble ilusión: era el mero sostén o receptáculo de un bolígrafo forrado en cáñamo de la India. Varios modelos de la difunta Correa para turistas que no pudieran viajar más hacia el poniente; diversas aves y felinos momificados, bolas de cristal dentro de las que se desataban ínfimas tormentas de nieve, sólo que no se desataban sobre una casita del Tirol, sino sobre el general Paz al cruzar Colonia Abrojo; radios a pila, hábilmente ornamentadas para que parecieran loros. Un pie. Un considerable pie izquierdo de terracota con una ranurita en el empeine y el lema la pata llama a la plata. Y, sobre un terciopelo púrpura, una colección que no entendí del todo: un anillo sin piedra, una flor de jade, y un ojo de vidrio que, según informaba una tarjeta amarillenta, perteneció a la ilustre familia Rivarola.

– Adonde ibas -pregunté.

– A almorzar -dijiste-. Me están esperando.

Te miré.

Agregaste:

– En casa. La sospecha de un segundo atrás se transformó en una certeza absoluta. ¿Por qué se te ocurría que una cosa tan natural necesitara explicaciones? ¿Qué derecho tenía yo? Nuestro encuentro ya ni siquiera me pareció una casualidad. Yo había estado esperando verte pasar por ese café de la calle San Jerónimo, y no por cualquier otro, lo que tal vez significa que algo me llevó a elegirlo: un comentario de la noche anterior, una palabra, un ademán inconsciente mientras caminábamos hacia el teatro o a la salida del teatro, algo que vos podías recordar y te hizo buscarme. Pero aunque todo este razonamiento fuera una locura, ya que tu ausencia de la Ciudad Universitaria era una prueba algo sólida contra la hipótesis de esa búsqueda, siempre quedaba la casa del marqués, tu gesto de silenciosa complicidad al mostrarme la vidriera de este cambalache. Vidriera en la que ahora estoy viendo algo indescriptible. Una catacumba. Una catacumba de cartón pintado en la que unos soldados romanos de yeso flagelan y martirizan a un hombre casi desnudo. Del techo, suspendido por un hilo demasiado delgado, baja, volando, un ángel que trae una espada rutilante en la mano derecha. Ese hilo está a punto de cortarse. Claro que, si se cortara, el universo entero podría estar contrayéndose, simultánea y catastróficamente, con todos nosotros dentro. La resistencia de un hilo no es proporcional a su sección. El hilo se cortó y el ángel se descabezó contra el piso de la catacumba, y San Esteban, ya que el flagelado no era otro, quedó a merced de esas bestias, ante la mirada hipnótica del ojo de los Rivarola.

– Mejor crucemos -dije.

Vos, ajena al ángel caído, al ojo, al corte de un hilo que era quizá la prueba de que los mundos se estaban precipitando por fin unos sobre otros, volviste a decir que te esperaban en tu casa.

– En serio -dijiste. ¿Por qué decías en serio?

– Porque me están esperando.

Sí, de acuerdo, pero yo no te preguntaba eso.

Sonreías.

– No entiendo la sutileza -dijiste con tranquilidad. Es casi mediodía, va a llover y además tengo hambre. No razono con astucia cuando tengo hambre.

Las mujeres siempre tienen hambre, pensé. Eso debe significar algo.

– Lo que te pregunto -dije- es quién insinuó que podía no ser cierto. Ya no sonreías.

– Sí, supongo que sí -dijiste-. Quiero irme -agregaste, con injustificada rapidez-. Es tarde.

Fue como si el aire se enrareciera de golpe. Era algo que podía sentirse en la piel y hasta olerse en la mañana, lo sentí como dicen que los animales presienten y olfatean un peligro. Estaba en la ciudad. Era algo que desde la noche anterior parecía modificar la consistencia de la realidad y las relaciones entre las cosas y yo, algo que tenía que ver con el tiempo y que ahora instalaba de otro modo tu cuerpo en esa calle, le daba un color distinto al balcón en ruinas, a los árboles de la plaza, a la casa del marqués. Un vago e impreciso color sepia de vieja fotografía. Como si de algún modo misterioso, la ciudad, mucho antes de mi llegada, ya hubiera dado forma para siempre a cualquier cosa que pudiera suceder con nosotros y yo no tuviese más remedio que acatar ciegamente su desenlace. O tal vez no se trataba de la ciudad y de nosotros, sino del mundo, de nuestro florido y buen planeta viejo, como había dicho sonriendo el jujeño esa mañana en el Pabellón España, de nuestro florido manicomio que cualquier día, zacate, se queda sin resto y sin vino riojano y se nos vienen por esas pampas del cielo los Cuatro Jujeños del Apocalipsis. No se me rían, había dicho Santiago, que es para llorar a gritos viendo cómo se nos puso inútil el futuro; porque cómo escribir, con qué cara sentarse esta noche a escribir nuestro libro sereno y antiguo si a lo mejor mañana no nos va a quedar tiempo ni para santiguarnos; antes uno podía dejar tranquilo que los vándalos invadieran Europa y siempre le quedaba una parva de siglos llenos de arte gótico, silogismos, catedrales, para ir ordenando las cosas del cielo y el infierno como un largo poema bien medido; pero si la otra tarde, en Jujuy, me acosté a dormir la siesta en los Tiempos Modernos, y cuando mi mujer me recordó con el mate ya habíamos dejado atrás la Era Atómica y entrábamos en la Edad Interplanetaria. Ustedes se ríen, muchachas, y hacen bien, pero yo cómo hago para ponerlo en verso, había dicho Santiago.

– No te vas a ninguna parte -dije yo-. Necesito hablar ahora mismo con vos.

No me importó tu asombro, fingido o no. Tampoco me importó tu exasperante gesto de inmediato aplomo.

– Hablar de qué.

Enfrente, otra vez la centenaria puerta del penacho en escombros. Habíamos caminado dando vueltas a la manzana.

– Todavía no sé de qué, y abandona por favor ese aire de ir de compras. Hablar. Hablar de cualquier cosa. Qué importancia tiene.

Delphine Seyring: Hace un año en Marienbad. Y, sin transición, el paredón de la Cañada. Como si la ciudad se desplazara a su antojo alrededor de nosotros.

– Todo esto es muy raro -dijiste. Te pregunté por qué lo decías.

– ¿Por qué digo que es raro? -Me mirabas, divertida. Tu volubilidad era un poco desconcertante, suponiendo que se tratara de un rasgo de carácter y no de que hubiésemos caminado lo suficiente como para que todo volviera a ser normal. -Vamos a ver. ¿Por qué puedo decir que algo raro es raro?

No contesté. Me ponen nervioso ciertas respuestas de las mujeres. Me hacen pensar de qué hombre las habrán aprendido.

– Empecemos otra vez -dijiste-. Te escucho.

– No entiendo.

Dejaste de caminar, tan bruscamente que fue como si hubieras desaparecido.

– Que te escucho -dijiste-, que hace un minuto casi gritaste que yo no me iba a ninguna parte porque teníamos que hablar, que yo te pregunté de qué, y me contestaste que de cualquier cosa. Y que ahora te escucho. Estás a punto de hablarme de cualquier cosa. Pero si vos no hablas de cualquier cosa, yo voy a hablar de cualquier cosa. Esta noche hay una fiesta, en el Cerro. Podemos vernos ahí.

– Cómo una fiesta, en qué Cerro.

– En el Cerro de las Rosas. Y no es una fiesta, es una reunión, de esas con intelectuales y empanadas. De ésas -y tu voz cambió, casi imperceptiblemente-, de esas a las que mejor no ir. Donde todo el mundo se entera de todo y están los amantes y las amantes de todo el mundo. Vino de La Caroya, música vernácula y del siglo dieciséis. Mujeres elegantísimas. Vos le llamarías puterío.

Me sobresalté. Era como si te oyera hablar por primera vez en mi vida. Como si de pronto, en tu lugar, se hubiera instalado otra mujer con tu cara y tu voz.

– Puterío -dije.

– Es la palabra que usaste anoche, cuando hablamos de esto mismo. Sólo que anoche me molestó a mí.

– No sé de qué estás hablando.

– Me lo imaginaba. A veces pienso que te conozco desde que naciste. Estoy hablando de esta noche, de la quinta.

– Necesito verte antes.

Entonces hiciste algo realmente extraño, sólo que para que haya sucedido es necesario que no estuviéramos caminando por la calle sino sentados frente a la ventana de un café.

Apoyaste los codos en la mesa, pusiste las manos abiertas una a cada lado de mi cara, y me obligaste a mirarte a los ojos.

1 ... 8 9 10 11 12 13 14 15 16 ... 59 ВПЕРЕД
Перейти на страницу:
Комментариев (0)
название