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Cr?nica De Un Iniciado

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Cr?nica De Un Iniciado
Название: Cr?nica De Un Iniciado
Автор: Castillo Abelardo
Дата добавления: 16 январь 2020
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Cr?nica De Un Iniciado - читать бесплатно онлайн , автор Castillo Abelardo

La ambig?edad del tiempo y una C?rdoba tan m?tica como real, constituyen el escenario propicio para el pacto diab?lico y el rito inici?tico. Es octubre de 1962. La inminencia de la guerra por la crisis de los misiles en Cuba y un grupo de intelectuales argentinos que asisten a un estrafalario congreso. En ese marco, Esteban Esp?sito se enamora de Graciela Oribe, fuente de la evocaci?n y la memoria apasionada que dar? cauce a esta enigm?tica historia de amor. De all? en m?s, las treinta y seis horas en la rec?ndita C?rdoba y la m?quina del recuerdo hacen del tiempo un protagonista sustancial, y Esp?sito asumir? otras b?squedas existenciales que lo conectar?n con el delirio, con el ser, con el sentido de la vida y de la muerte y con su parte demon?aca. Y, en una encrucijada, pactar? con el Diablo para aceptar una nueva moral y un gran desaf?o: canjear la vida por la literatura.

Abelardo Castillo maneja los hilos de la incertidumbre y nos da una novela monumental cuyo centro es un saber cifrado: `Hay un orden secreto, el demonio me lo dijo`, confiesa el narrador. Y los lectores sabemos que acceder a esa forma de sabidur?a tiene un precio.

En la tradici?n de Goethe y Thomas Mann, de Arlt y Marechal, deslumbra y emociona la rebosante imaginaci?n, la hondura metaf?sica y la perfecta arquitectura de Cr?nica de un iniciado.

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V

Caminamos en silencio alejándonos del centro por veredas húmedas y cada vez peor iluminadas. Ya no lloviznaba. Viva Cristo Rey, leí. Frondizi Judas. Viva la Mazorca, comunistas y judíos a la horca. Después este boulevard arbolado, las agujas góticas de Santa Lucía, que esa noche era sólo una imponente y grave silueta innominada contra el ciclo negro, y en el centro de la calle un largo acueducto con sombrías parejas besándose, sentadas sobre el borde del parapeto. Gente apasionada a la que no afecta la humedad. ¿Y por qué me estás llevando por allí? La luz de un relámpago te sobresaltó y dejaste de hablar. Mamer, habías dicho. La Madre Superiora. Lo cual significaba ma mere, y sobre todo significaba que lo del paseo en silencio era más bien una impresión mía. ¿Has vuelto a oír el llamado del Señor, Oribe? No, madre. Ábrete a Él y escúchalo con el corazón, y sobre todo no vayas tanto al cine. Sí, madre, buenas noches y viva Jesús. Viva María, hija.

– Cómo se llama este lugar -pregunté.

– La Cañada.

Me asomé al parapeto. Un abismo bastante considerable, mucho más teniendo en cuenta que allá en el fondo no se percibía sino un tenue hilito de agua.

– Y eso, esa especie de pis de gato que corre ahí abajo, de qué torrente se trata.

Oí nacer un trueno lejano. Muy adecuado a la situación. Como provocado por mí, por mi hostilidad. Trece siglos y medio atrás me habrían dado cinco años de cárcel por causar tempestades. Líber Poenitentialis. Desde hacía un rato largo sentía la maligna necesidad de ser desagradable e hiriente. ¿Te darías cuenta?

– Un río -dijiste-. El Río Suquía.

– Caudaloso. El ingeniero que proyectó este entubamiento tenía una idea algo febril de las cosas.

– Mamama Albertina te puede contar de las inundaciones.

– ¿Mamama?

El trueno se arrastró a lo largo de la noche de Córdoba como un vago bramido y se apagó al otro lado de las sierras. En el silencio, tu voz:

– Mamama. La grana mamam -en perfecto francés. Sí. Te dabas cuenta.

– Tu abuela -dije.

Oí tu risa en la oscuridad, como una absolución.

– La tuya.

Y ése hubiera sido quizá el momento de hacer algo natural y razonable. O de empezar a hacerlo. Darle alguna utilidad a ese parapeto. Besarte. Apoyar, con o sin consideración, alguna mano sobre algún lugar. Nadie se va a la cama por combustión espontánea. Y seguramente estuve por intentarlo; pero algo me lo impidió. Como brotado de la tierra apareció él. El perro. Un esquelético perrazo amarillo, intempestivo y sonriente. Los faros de un automóvil lo iluminaron a no más de medio metro de nosotros. Gritaste y te sentí pegada a mi cuerpo.

– No es para tanto -me oí decir mientras la bestia se alejaba con la cola entre las patas y yo me insultaba interiormente por lo que ibas a escuchar de inmediato. Ya no había fuerza en el mundo capaz de impedir que lo dijera-. No hacía falta este tipo de colaboración.

Te apartaste sin brusquedad, lo suficiente para mirarme. No vi tus ojos porque la luz me daba de frente. No me gusta imaginar tu mirada en ese momento. Y mucho menos mi cara. Tengo un talento especial para la ridiculez, eso no iba a poder negármelo nadie.

Después estamos ante una enorme puerta en arco y vos buscas las llaves en la cartera.

Entonces recordé que yo no conocía Córdoba. Empezaba a hacer frío y no tenía la menor idea de dónde estaba ni de cómo encontraría mi hotel. Ahora no podía preguntarte cómo me las arreglaba para volver ni pedirte que me dibujaras un mapita.

Me fui. Una solución razonable era rehacer todo nuestro trayecto al revés hasta llegar a alguna parte. Cuando pasé por la Cañada, el monstruo, babeante y sardónico, todavía estaba allí.

VI

Chango, oí a la mañana en el hotel, al despertar, y en ese mismo instante, pero en un lugar distinto, el otro sonido: la risita. La luz me embistió como un baldazo. Santiago estaba sentado en el borde de la cama y tenía un mate en la mano. Durante la noche me desperté tres veces. Recuerdo la palabra expósito, a las cuatro de la madrugada: un deslumbramiento o una revelación. Como si me hubiera fulminado el sonido. Un flash: expósito. También vi mi cuerpo caído sobre las piedras fabulosas del sueño. Me levanté y corrí. Corrí desnudo bajo el más rojo desorden planetario y llegué al sitio de siempre, a rastras sobre las afiladas piedras, deshollado y casi ciego bajo esos planetas de sangre, pero vivo. Galopes y ladridos detrás. Los perros, los perros. Y una mujer con una flor en la boca. Me despertó una risita muy suave sacudiéndome los hombros desde adentro: mi propia risa. Eran las cuatro y diez. Oigo pasos. Santiago se pasea en la habitación vecina; hace años, la habitación vecina era ésta. Un borracho pasa farfullando obscenidades por la vereda. Una mujer lejana grita que la dejen, o que la lleven: no entiendo las palabras, sólo oigo en la noche su remoto chillido de rata acosada. Las ciudades también duermen: la noche en sus calles son sus pesadillas. Una explosión. Un largo silencio. Los pasos insomnes de Santiago. Cosas que recuerdo o invento, Graciela, pero que de algún modo son como las digo. Cualquier hecho que imagine o crea recordar es real. La cláusula, el contrato es así, el insinuado contubernio que sacude los hombros al despertar. Bien, pensé, esto es Córdoba. Córdoba de la Nueva Andalucía. La única ciudad de la conquista española fundada en homenaje a una mujer. El centro exacto del país. Omphalos. El ombligo peligrosísimo de la tierra con su Catedral de frente neoclásico y cúpulas barroco portuguesas. Con su Pasaje de Santa Catalina. Que en iglesia comienza y en iglesia termina. Corredores, allá abajo, acaso donde ahora están los cimientos de este mismo hotel, vieron morir a brujas criollas condenadas según la irrefutable prueba del agua: si al ser sumergida en el río la bruja se ahoga, acaso es inocente. Si no se ahoga, es, sin lugar a dudas, bruja. Matarla sin dilación. Firmado: Inocencio. Papa. Y de pronto descubrí que la mujer del sueño, el rostro que tanto amo, se parecía a vos. Ella, la cortejada por los pájaros hasta que llegan, alevosas, las alimañas putas de la noche. Pesadilla tan repetida que hay un momento en el cual se torna previsible, no modificable pero sí previsible, y que reitera una imagen: siempre la misma mujer. Por lo tanto, había que pensar. Cuidado, fue lo primero, y esto va muy rápido. La mujer me señaló una puerta y al abrirla reparé en Santiago. ¿Qué papel podía estar jugando el jujeño, acá, con las piernas aplastadas por una viga?, él y yo ahora, los dos bajo la catástrofe, súbitamente juntos bajo el sordo cataclismo de esas lunas sangrientas. Me despertó un grito: el mío. Eran las cinco de la madrugada y me estaba quemando los dedos con el cigarrillo. Salí a la calle sin hacer el menor caso del señor Ripul, hotelero de grandiosos pantalones quien me persiguió hasta la vereda reclamándome las llaves. En una farmacia de turno pedí Dexamil; la Benzedrina idiotiza. Al volver amanecía tormentosamente y me fui derecho a la cama. Pero no tenía el menor deseo de dormir y era preferible inventar monstruitos. Eso es un murciélago, por ejemplo. Si estuviera un poco más así y no se le vieran los botones, qué espanto. Cuelga de la silla adoptando inútilmente la apariencia de un saco inofensivo. Monstrum horrendum, informe, ingens. Hocico de ratón, alas de trapo. ¿Echarás a volar? Oí la risita y en el mismo instante: "Chango". Un sonido en el entresueño y otro en la realidad, superpuestos, pero como si me tironeasen la conciencia desde dos regiones inconmensurables.

Santiago, sentado al borde de mi cama, alzó las cejas con curiosidad. Tenía un mate en la mano.

– Todo lo que puedo ofrecerte es mate -dijo-. O ginebra. O ginebra con mate.

– Qué fecha es -pregunté.

Un porroncito de ginebra pareció materializarse en la otra mano del jujeño. Con toda naturalidad bebió un trago. Después se cebó un mate.

– Me imagino que tratas de averiguar la hora. Admití que ésa había sido mi intención.

– Casi las ocho.

Yo no estaba muy seguro de haberme despertado nunca en mi vida antes de las dos de la tarde, y hasta algo peor, no estaba muy seguro de nada que hubiese ocurrido en el mundo antes de mi arribo a Córdoba. Una especie de amnesia, pero deliberada. O más bien consentida. Y ya era bastante esfuerzo saber que estaba realmente en Córdoba, como para seguir intentando en otra dirección. Suponiendo que hubiese podido. Porque lo que estoy viendo es un mamboretá. Del antepecho de la ventana saltó, verde y matemático, al barrote izquierdo de la cama y ahí se quedó, en actitud de rezo. Y ahora rota hacia mí su poliédrica cabecita de esmeralda y me mira fijamente con sus coriáceos y malignos ojitos de otro mundo. La espalda se me empapó de sudor. Aparte el asco que me inspira cualquier insecto que no sea la vaquita de San Antonio o ciertos escarabajos que son como gemas vivas, como pequeños planetas de oro, aparte el asco patológico que me producen esas infames pesadillas que en sus peores noches soñó la vida (hay que imaginarse una mosca del tamaño de un teléfono, una cucaracha que al pie de la cama pueda confundirse a primera vista con un zapato), yo tenía una cuestión personal con los mamboretá. O al menos con uno. Y el mayor inconveniente de éste es que fue absorbido ante mis ojos por el barrote de la cama.

– Carajo -dije sentándome de golpe contra el espaldar.

– Buen día -dijo Santiago.

¿Cuándo y por qué había entrado el jujeño en mi pieza? Vi a sus pies, en el suelo, un calentadorcito plateado. Un mechero en forma de budinera. Gran amigo despierta a otro con el mate, hondo sentimiento nacional. Será atado en el cielo. Dios los cría, pensé.

– No era un saludo -dije-. Es mi plegaria matutina. Dame un mate.

Traté de olvidar qué cosa desagradable había estado a punto de ocurrirme, y en qué esferas, y, por un procedimiento que me recuerdo usando desde la niñez, hice descender lentamente en algún sitio dentro de mi cabeza una compuerta pesadísima. Santiago entonces me preguntó algo y yo contesté cualquier disparate. La puntada de la noche anterior, alojada todavía en el centro de la nuca, se dilató espesamente. Un dolor familiar, un modo de tener cerebro.

– Beatriz, qué Beatriz -está diciendo el jujeño-. Graciela. La criatura divina de anoche.

Me está mirando.

– Y yo qué dije. -Me afirmé bien afirmado contra el espaldar de la cama. La puntada, yéndose de un momento a otro, iba a resultar como un mazazo. Fue un mazazo, pero al revés. Un golpe de bienestar tan súbito que casi me desmayo. Un segundo es mucho tiempo: no debo olvidarme de esto. -Estoy pensando macanas -le digo-. ¿Qué miras? Balzac lloraba cuando se le moría un personaje, a mí me pasa lo mismo. Es una cuestión de genio, en Jujuy no entienden de eso. -Y la compuerta acabó de caer pesadamente, plof, sin dejar una grieta.

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