El Amor En Los Tiempos Del Colera
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La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de m?s de sesenta a?os, podr?a parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que Garc?a M?rquez se complace en utilizar los m?s cl?sicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del tr?pico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasi?n llega al puerto oscilante del final feliz.
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– Señora -le dijo-, ahí está don Florentino.
Ahí estaba. La primera reacción de Fermina Daza fue de pánico. Alcanzó a pensar que no, que volviera otro día a una hora más apropiada, que no estaba en condiciones de recibir visitas, que no había nada de que hablar. Pero se repuso enseguida, y ordenó que lo hicieran pasar a la sala y le llevaran un café mientras ella se arreglaba para atenderlo. Florentino Ariza había esperado en la puerta de la calle, ardiendo bajo el sol infernal de las tres, pero con las riendas en el puño. Estaba preparado para no ser recibido, así fuera con una excusa amable, y esa certidumbre lo mantenía tranquilo. Pero la decisión del recado lo estremeció hasta el tuétano, y al entrar en la sombra fresca de la sala no tuvo tiempo de pensar en el milagro que estaba viviendo, porque las entrañas se le llenaron de pronto con una explosión de espuma dolorosa. Se sentó sin respirar, asediado por el recuerdo maldito de la cagada de pájaro en su primera carta de amor, y permaneció inmóvil en la penumbra mientras pasaba la primera racha de escalofrío, resuelto a aceptar cualquier desgracia en ese momento, menos aquel percance injusto.
Se conocía bien: a pesar de su estreñimiento congénito, el vientre lo había traicionado en público tres o cuatro veces en sus muchos años, y las tres o cuatro veces había tenido que rendirse. Sólo en esas ocasiones, y en otras de tanta urgencia, se daba cuenta de la verdad de una frase que le gustaba repetir en broma: “No creo en Dios, pero le tengo miedo”. No tuvo tiempo de ponerlo en duda: trató de rezar cualquier oración que recordara, pero no la encontró. Siendo niño, otro niño le había enseñado unas palabras mágicas para acertarle a un pájaro con una piedra: “Tino tino si no te pego te escarabino”. La probó cuando fue al monte por primera vez, con una honda nueva, y el pájaro cayó fulminado. De un modo confuso, pensó que una cosa tenía algo que ver con la otra, y repitió la fórmula con fervor de oración, pero no surtió el mismo efecto. Una torcedura de las tripas como un eje de espiral lo levantó en el asiento, la espuma de su vientre cada vez más espesa y dolorosa emitió un quejido, y lo dejó cubierto de un sudor helado. La criada que le llevaba el café se asustó de su semblante de muerto. Él suspiró: “Es el calor”. Ella abrió la ventana, creyendo complacerlo, pero el sol de la tarde le dio de lleno en la cara, y tuvieron que cerrarla de nuevo. Él había comprendido que no soportaría un minuto más, cuando apareció Fermina Daza casi invisible en la penumbra, y se asustó de verlo en semejante estado.
– Puede quitarse el saco -le dijo.
Más que la torcedura mortal, a él le hubiera dolido que ella alcanzara a oír el borboriteo de sus tripas. Pero logró sobrevivir un instante apenas para decir que no, que sólo había pasado a preguntarle cuándo podía recibirle una visita. Ella, de pie, desconcertada, le dijo: “Pues ya está aquí”. Y lo invitó a seguir hasta la terraza del patio donde habría menos calor. Él se negó con una voz que a ella le pareció más bien un suspiro de lástima.
– Le ruego que sea mañana -dijo.
Ella recordó que mañana era jueves, día de la visita puntual de Lucrecia del Real del Obispo, pero le dio una solución inapelable: “Pasado mañana a las cinco”. Florentino Ariza se lo agradeció, le hizo una despedida de emergencia con el sombrero, y se fue sin probar el café. Ella permaneció perpleja en el centro de la sala, sin entender qué era lo que acababa de ocurrir, hasta que se extinguió en el fondo de la calle el petardeo del automóvil. Florentino Ariza buscó entonces la posición menos dolorida en el asiento posterior, cerró los ojos, aflojó los músculos, y se entregó a la voluntad del cuerpo. Fue como volver a nacer. El chofer, que después de tantos años a su servicio ya no se sorprendía de nada, se mantuvo impasible. Pero al abrirle la portezuela frente al portal de la casa, le dijo:
– Tenga cuidado, don Floro, eso parece el cólera.
Pero era lo de siempre. Florentino Ariza se lo agradeció a Dios el viernes a las cinco en punto, cuando la criada lo condujo a través de la penumbra de la sala hasta la terraza del patio, y allí encontró a Fermina Daza junto a una mesita puesta para dos personas. Le ofreció té, chocolate o café. Florentino Ariza pidió café, muy caliente y muy fuerte, y ella ordenó a la criada: “Para mí lo de siempre”. Lo de siempre era una infusión bien cargada de diversas clases de tés orientales, que le alzaban el ánimo después de la siesta. Cuando ella terminó con la marmita, y él con la jarra de café, ya ambos habían intentado e interrumpido varios temas, no tanto porque de veras les interesaran, como por eludir los otros que ni él ni ella se atrevían a tocar. Ambos estaban intimidados, sin entender qué hacían tan lejos de su juventud en la terraza ajedrezada de una casa de nadie todavía olorosa a flores de cementerio. Por primera vez estaban el uno frente al otro a tan corta distancia y con bastante tiempo para verse con serenidad después de medio siglo, y ambos se habían visto como eran: dos ancianos acechados por la muerte, sin nada en común, aparte del recuerdo de un pasado efímero que ya no era de ellos sino de dos jóvenes desaparecidos que habrían podido ser sus nietos.
Ella pensó que él iba a convencerse por fin de la irrealidad de su sueño, y eso iba a redimirlo de su impertinencia.
Para evitar silencios incómodos o temas indeseables, ella hizo preguntas obvias sobre los buques fluviales. Parecía mentira que él, siendo el dueño, sólo hubiera viajado una vez, hacía muchos años, cuando no tenía nada que ver con la empresa. Ella no sabía el motivo, y él hubiera dado el alma por decírselo. Tampoco ella conocía el río. Su marido compartía la aversión a los aires andinos, y la disimulaba con argumentos variados: los peligros de la altura para el corazón, el riesgo de una pulmonía, la doblez de la gente, las injusticias del centralismo. Así que conocían medio mundo pero no conocían su país. En la actualidad había un hidroavión Junkers que iba de pueblo en pueblo por la cuenca de La Magdalena, como un saltamontes de aluminio, con dos tripulantes, seis pasajeros y las sacas del correo. Florentino Ariza comentó: “Es como un cajón de muerto por el aire”. Ella había estado en el primer viaje en globo, y no había sufrido ningún sobresalto, pero apenas si podía creer que fuera la misma que se atrevió a semejante aventura. Dijo: “Es distinto”. Queriendo decir que era ella la que había cambiado, no los modos de viajar.
A veces la sorprendía el ruido de los aviones. Los había visto pasar muy bajos, haciendo maniobras acrobáticas, en el centenario de la muerte de El Libertador. Uno de ellos, negro como un gallinazo enorme, pasó rozando los techos de las casas de La Manga, dejó un pedazo de ala en un árbol vecino, y quedó colgado de los cables eléctricos. Pero ni aun así había asimilado Fermina Daza la existencia de los aviones. Ni siquiera había tenido la curiosidad de ir en los últimos años hasta la ensenada de Manzanillo, donde acuatizaban los hidroaviones después de que las lanchas del resguardo espantaban las canoas de pescadores y los botes de recreo, cada vez más numerosos. Así de vieja como estaba la habían escogido para recibir con un ramo de rosas a Charles Lindbergh cuando vino en su vuelo de buena voluntad, y no entendió cómo podía elevarse un hombre tan grande, tan rubio, tan guapo, dentro de un aparato que parecía de hojalata arrugada, y que dos mecánicos empujaron por la cola para ayudarlo a subir. La idea de que unos aviones que no eran mucho más grandes pudieran llevar ocho personas no le cabía en la cabeza. En cambio, había oído decir que los buques fluviales eran una delicia porque no se balanceaban como los de mar, pero tenían otros peligros más graves, como los bancos de arena y los asaltos de bandoleros.
Florentino Ariza le explicó que todo eso eran leyendas de otros tiempos: los buques actuales tenían un salón de baile, camarotes tan amplios y lujosos como cuartos de hotel, con baño privado y ventiladores eléctricos, y desde la última guerra civil no había más asaltos armados. Le explicó además, con la satisfacción de un triunfo personal, que estos progresos se debían más que nada a la libertad de navegación propugnada por él, que había estimulado la competencia: en vez de una empresa única, como antes, había tres muy activas y prósperas. Sin embargo, el rápido progreso de la aviación era un peligro real para todos. Ella trató de consolarlo: los buques existirían siempre, porque no eran muchos los locos dispuestos a meterse en un aparato que parecía ser contra natura. Por último, Florentino Ariza habló de los avances del correo, tanto en el transporte como en el reparto, tratando de que ella le hablara de sus cartas. Pero no lo consiguió.