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El Amor En Los Tiempos Del Colera

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El Amor En Los Tiempos Del Colera
Название: El Amor En Los Tiempos Del Colera
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Amor En Los Tiempos Del Colera - читать бесплатно онлайн , автор Marquez Gabriel Garcia

La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de m?s de sesenta a?os, podr?a parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que Garc?a M?rquez se complace en utilizar los m?s cl?sicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del tr?pico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasi?n llega al puerto oscilante del final feliz.

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– Me voy a casar.

Ella lo miró a los ojos con un destello de incertidumbre, sosteniendo la cuchara en el aire, pero enseguida se repuso y sonrió.

– Es embuste -dijo-. Los viejitos no se casan.

Esa tarde la dejó en el internado al punto del Ángelus, bajo un aguacero obstinado, después de haber visto juntos los títeres del parque, de haber almorzado en los puestos de pescado frito de las escolleras, de haber visto las fieras enjauladas de un circo que acababa de llegar, de comprar en los portales toda clase de dulces para llevar al internado, y de haber repasado la ciudad varias veces en el automóvil descubierto para que ella se fuera acostumbrando a la idea de que él era su tutor, y ya no su amante. El domingo le mandó el automóvil por si quería pasear con sus amigas, pero no la quiso ver, porque desde la semana anterior había tomado conciencia plena de la edad de ambos. Esa noche tomó la determinación de escribirle a Fermina Daza una carta de disculpas, aunque sólo fuera para no capitular, pero la dejó para el día siguiente. El lunes, al cabo de tres semanas exactas de pasión, entró en su casa ensopado de lluvia, y encontró la carta de ella.

Eran las ocho de la noche. Las dos muchachas del servicio estaban acostadas, y habían dejado en el pasillo la única luz permanente que le permitía a Florentino Ariza llegar hasta el dormitorio. Sabía que su cena desmirriada e insípida estaba en la mesa del comedor, pero el poco de hambre que llevaba después de tantos días comiendo de cualquier modo se le esfumó con la conmoción de la carta. Le costó trabajo encender la luz general del dormitorio por el temblor de las manos. Puso la carta mojada sobre la cama, encendió la veladora en la mesa de noche, y con una calma fingida que era un recurso muy suyo para serenarse, se quitó la chaqueta empapada y la colgó en el espaldar de la silla, se quitó el chaleco y lo puso muy bien doblado sobre la chaqueta, se quitó la cinta de seda negra y el cuello de celuloide que ya había pasado de moda en el mundo, se desabotonó la camisa hasta la cintura y se soltó la correa para respirar mejor, y por último se quitó el sombrero y lo puso a secar junto a la ventana. De pronto se estremeció porque no supo dónde estaba la carta, y era tal su nerviosismo que se sorprendió al encontrarla, pues no recordaba haberla puesto sobre la cama. Antes de abrirla secó el sobre con el pañuelo, cuidando de no correr la tinta con que estaba escrito su nombre, y mientras lo hacía cayó en la cuenta de que aquel secreto no estaba ya compartido entre dos, sino entre tres, por lo menos, pues a quienquiera que la hubiera llevado debió llamarle la atención que la viuda de Urbino le escribiera a alguien de fuera de su mundo apenas tres semanas después de muerto el esposo, con tanta premura que no mandó la carta por correo, y con tanto sigilo que ordenó no entregarla en mano sino deslizarla por debajo de la puerta como un billete anónimo. No tuvo que romper el sobre, pues la goma se había disuelto con el agua, pero la carta estaba seca: tres folios densos, sin encabezado, y firmados con las iniciales del nombre de casada.

La leyó una vez a toda prisa sentado en la cama, más intrigado por el tono que por el contenido, y antes de pasar al segundo folio ya sabía que era justo la carta de improperios que esperaba recibir. La puso abierta bajo el resplandor de la veladora, se quitó los zapatos y las medias mojadas, apagó junto a la puerta la luz general, y al final se puso la bigotera de gamuza y se acostó sin quitarse el pantalón y la camisa, con la cabeza en dos almohadones grandes que le servían de espaldar para leer. Así repasó la carta, esta vez letra por letra, escudriñando cada letra para que ninguna de sus intenciones ocultas se le quedara sin desentrañar, y la leyó después cuatro veces más, hasta que estuvo tan saturado que las palabras escritas empezaron a perder su sentido. Por último la guardó sin el sobre en la gaveta de la mesa de noche, se acostó bocarriba con las manos entrelazadas en la nuca, y permaneció durante cuatro horas con la vista inmóvil en el espacio del espejo donde había estado ella, sin parpadear, respirando apenas, más muerto que un muerto. A la medianoche en punto fue a la cocina, preparó y llevó al cuarto un termo. de café espeso como el petróleo crudo, echó la dentadura postiza en el vaso de agua boricada que siempre encontraba listo para eso en la mesa de noche, volvió a acostarse en la misma posición de mármol yacente con variaciones instantáneas cada cierto tiempo para tomar un sorbo de café, hasta que la camarera entró a las seis con otro termo lleno.

A esa hora, Florentino Ariza sabía cuál iba a ser cada uno de sus pasos siguientes. En realidad no le dolieron los insultos ni se preocupó por aclarar las imputaciones injustas, que podían haber sido peores conociendo el carácter de Fermina Daza y la gravedad del motivo. Lo único que le interesó fue que la carta por sí misma le daba la oportunidad y le reconocía el derecho de contestarla. Más aún: se lo exigía. Así que la vida estaba ahora en el límite adonde él quiso llevarla. Todo lo demás dependía de él, y tenía la convicción cierta de que su infierno privado de más de medio siglo le deparaba todavía muchas pruebas mortales que él estaba dispuesto a afrontar con más ardor y más dolor y más amor que todas las anteriores, porque serían las últimas.

Cinco días después de recibir la carta de Fermina Daza, cuando llegó a sus oficinas, se sintió flotando en el vacío abrupto e inusual de las máquinas de escribir, cuyo ruido de lluvia había terminado por notarse menos que su silencio. Era una pausa. Cuando el ruido empezó de nuevo, Florentino Ariza se asomó en el despacho de Leona Cassiani y la contempló sentada frente a su máquina personal, que obedecía a la yema de sus dedos como un instrumento humano. Ella se supo observada, y miró hacia la puerta con su terrible sonrisa solar, pero no dejó de escribir hasta el final del párrafo.

– Dime una cosa, leona de mi alma -le preguntó Florentino Ariza-: ¿Cómo te sentirías si recibieras una carta de amor escrita en ese trasto?

El gesto de ella, que ya no se sorprendía de nada, fue de sorpresa legítima.

– ¡Hombre! -exclamó-. Fíjate que nunca se me había ocurrido.

Por lo mismo no tenía otra respuesta. Tampoco Florentino Ariza lo había pensado hasta entonces, y decidió correr el riesgo a fondo. Se llevó a su casa una de las máquinas de la oficina en medio de las burlas cordiales de los subalternos: “Loro viejo no aprende a hablar”. Leona Cassiani, entusiasta de cualquier novedad, se ofreció para darle lecciones de mecanografía a domicilio. Pero él estaba contra los aprendizajes metódicos desde que Lotario Thugut quiso enseñarlo a tocar el violín por notas, con la amenaza de que iba a necesitar por lo menos un año para empezar, cinco para ser aceptable en una orquesta profesional, y toda la vida de seis horas diarias para tocarlo bien. Sin embargo, él consiguió que su madre le comprara un violín de ciego, y con las cinco reglas básicas que le dio Lotario Thugut se atrevió a tocarlo antes de un año en el coro de la catedral, y a mandarle serenatas a Fermina Daza desde el cementerio de los pobres según la dirección de los vientos. Si esto había sido a los veinte años con algo tan difícil como el violín, no veía por qué no podía serlo también a los setenta y seis con un instrumento de un solo dedo como la máquina de escribir.

Así fue. Necesitó tres días para aprender la posición de las letras en el teclado, otros seis para aprender a pensar al mismo tiempo que escribía, y otros tres para terminar la primera carta sin errores, después de romper media resma de papel. Le puso un encabezado solemne: Señora, y la firmó con la inicial de su nombre, como solía hacerlo en las esquelas perfumadas de su juventud. La mandó por correo, en un sobre con viñetas de luto como era de rigor en una carta para una viuda reciente, y sin el nombre del remitente al dorso.

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