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El Amor En Los Tiempos Del Colera

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El Amor En Los Tiempos Del Colera
Название: El Amor En Los Tiempos Del Colera
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Amor En Los Tiempos Del Colera - читать бесплатно онлайн , автор Marquez Gabriel Garcia

La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de m?s de sesenta a?os, podr?a parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que Garc?a M?rquez se complace en utilizar los m?s cl?sicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del tr?pico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasi?n llega al puerto oscilante del final feliz.

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– Cuidado, no tenemos cauchitos.

Ella permaneció bocarriba en la cama un largo rato, pensando, y cuando volvió al internado, con una hora de anticipación, estaba más allá de las ganas de llorar, y había afinado el olfato y se había afilado las uñas para encontrar las trazas de la liebre agazapada que le había trastornado la vida. Florentino Ariza, en cambio, incurrió una vez más en un error de hombre: pensó que ella se había convencido de la inutilidad de sus propósitos y había resuelto olvidarlo.

Estaba en lo suyo. Al cabo de seis meses, sin una mínima señal, se encontró dando vueltas en la cama hasta el amanecer, perdido en el desierto de un insomnio distinto. Pensaba que Fermina Daza había abierto la primera carta por su apariencia ingenua, había alcanzado a ver la inicial conocida de otras cartas de antaño, y la había echado en la hoguera de la basura sin tomarse siquiera el trabajo de romperla. Le habría bastado con ver el sobre de las siguientes para hacer lo mismo sin abrirlas, y así hasta el fin de los tiempos, mientras él llegaba al término de sus meditaciones escritas. No creía que existiera una mujer capaz de resistir la curiosidad de medio año de cartas cotidianas sin saber ni siquiera de qué color era la tinta con que estaban escritas. Pero si una existía, sólo podía ser ella.

Florentino Ariza sentía que el tiempo de la vejez no era un torrente horizontal, sino una cisterna desfondada por donde se desaguaba la memoria. Su ingenio se agotaba. Después de rondar la quinta de La Manga durante varios días, comprendió que aquel método juvenil no lograría romper las puertas condenadas por el luto. Una mañana, buscando un número en el directorio de teléfonos, se encontró por casualidad con el de ella. Llamó. El timbre sonó muchas veces, y por fin reconoció la voz, seria y afónica: “¿A ver?”. Colgó sin hablar, pero la distancia infinita de aquella voz inasible le resintió la moral.

Por esos días, Leona Cassiani celebró su cumpleaños, e invitó un reducido grupo de amigos a su casa. Él estuvo distraído y se echó encima la salsa del pollo. Ella le limpió la solapa mojando la punta de la servilleta en el vaso de agua, y después se la puso de babero para impedir un accidente mayor: quedó como un bebé viejo. Notó que varias veces durante la comida se quitó los lentes para secarlos con el pañuelo, porque los ojos le lloraban. A la hora del café se durmió con la taza en la mano, y ella trató de quitársela sin despertarlo, pero él reaccionó avergonzado: “Sólo estaba reposando la vista”. Leona Cassiani se acostó sorprendida de cuánto había empezado a notársele la vejez.

En el primer aniversario de la muerte de Juvenal Urbino, la familia envió esquelas de invitación a una misa conmemorativa en la catedral. Para entonces, Florentino Ariza había mandado la carta número ciento treinta y dos sin haber recibido de vuelta ninguna señal, y esto lo impulsó a la decisión audaz de asistir a la misa aunque no estuviera invitado. Fue un acontecimiento social más fastuoso que conmovedor. Los escaños de las primeras filas, reservados con carácter vitalicio y hereditario, tenían en el espaldar una placa de cobre con el nombre del dueño. Florentino Ariza llegó entre los primeros invitados para sentarse en un sitio por donde Fermina Daza no pudiera pasar sin verlo. Pensó que los mejores serían los de la nave central a continuación de los escaños reservados, pero era tanta la concurrencia que tampoco allí encontró un lugar libre, y tuvo que sentarse en la nave de los parientes pobres. Desde allí vio entrar a Fermina Daza del brazo de su hijo, vestida de terciopelo negro hasta los puños, sin ningún aderezo, con una botonadura continua desde el cuello hasta la punta de los pies, como una sotana de obispo, y una chalina de encaje castellano en vez del sombrero con velillo de las otras viudas, y aun de muchas señoras ansiosas de serlo. El rostro descubierto tenía un resplandor de alabastro, los ojos lanceolados vivían con vida propia bajo las enormes arañas de la nave central, y caminaba tan derecha, tan altiva, tan dueña de sí, que no parecía mayor que el hijo. Florentino Ariza, de pie, apoyó la punta de los dedos en el respaldo del escaño hasta que pasó de largo el vahído, porque sintió que él y ella no estaban a siete pasos de distancia sino en dos días diferentes.

Fermina Daza soportó la ceremonia en el escaño familiar frente al altar mayor, de pie casi todo el tiempo, con la misma prestancia con que asistía a la ópera. Pero al final rompió las normas de la liturgia, y no permaneció en su lugar para recibir la renovación de las condolencias, de acuerdo con los usos vigentes, sino que se abrió paso para darle las gracias a cada uno de los invitados: un gesto renovador que iba muy de acuerdo con su modo de ser. Saludando a unos y a otros llegó hasta los escaños de los parientes pobres, y por último miró en torno suyo para asegurarse de que no le faltaba saludar a nadie conocido. Florentino Ariza sintió entonces que un viento sobrenatural lo sacó de su centro: ella lo había visto. Fermina Daza, en efecto, se apartó de sus acompañantes con la soltura con que hacía todo en sociedad, le tendió la mano, y le dijo con una sonrisa muy dulce:

– Gracias por haber venido.

Pues no sólo había recibido las cartas, sino que las había leído con un grande interés, y había encontrado en ellas serios motivos de reflexión para seguir viviendo. Estaba en la mesa, desayunando con su hija, cuando recibió la primera. La abrió por la curiosidad de que estuviera escrita a máquina, y un rubor súbito le abrasó el rostro al reconocer la inicial de la firma. Pero lo asimiló al instante y se guardó la carta en el bolsillo del delantal. Dijo: “Es un pésame del gobierno”. La hija se sorprendió: “Ya han llegado todos”. Ella no se inmutó: “Este es otro”. Su propósito era quemar la carta más tarde, lejos de las preguntas de la hija, pero no pudo resistir la tentación de echarle antes una ojeada. Esperaba una réplica merecida a su carta de injurias, que había empezado a pesarle en el momento mismo en que la mandó, pero desde el encabezado señorial y los propósitos del primer párrafo comprendió que algo había cambiado en el mundo. Quedó tan intrigada, que se encerró en el dormitorio para leerla con tranquilidad antes de quemarla, y la leyó tres veces sin tomar aliento.

Eran meditaciones sobre la vida, el amor, la vejez, la muerte: ideas que habían pasado muchas veces aleteando como pájaros nocturnos sobre su cabeza, pero que se le desbarataban en un reguero de plumas cuando trataba de atraparlas. Allí estaban, nítidas, simples, tal como a ella le hubiera gustado decirlas, y una vez más se dolió de que su esposo no estuviera vivo para comentarlas con él, como solían comentar antes de dormir ciertos hechos de la jornada. De ese modo se le revelaba un Florentino Ariza desconocido, con una clarividencia que no correspondía a las esquelas febriles de su juventud ni a su conducta sombría de toda la vida. Eran más bien las palabras del hombre que a la tía Escolástica le pareció inspirado por el Espíritu Santo, y este pensamiento volvió a asustarla como la primera vez. En todo caso, lo que más contribuyó a calmar su ánimo fue la certidumbre de que aquella carta de viejo sabio no era una tentativa de reiterar la impertinencia de la noche del duelo, sino una manera muy noble de borrar el pasado.

Las cartas siguientes acabaron de apaciguarla. Las quemó de todos modos, después de leerlas con un interés creciente, aunque a medida que las quemaba iba quedándole un sedimento de culpa que no conseguía disipar. Así que cuando empezó a recibirlas numeradas encontró una justificación moral que estaba deseando para no destruirlas. Su intención inicial, en todo caso, no era conservarlas para ella, sino esperar una ocasión de devolvérselas a Florentino Ariza para que no fuera a perderse algo que a ella le parecía de tanta utilidad humana. Lo malo fue que el tiempo pasó y las cartas siguieron llegando, una cada tres o cuatro días de todo el año, y ella no supo cómo devolverlas sin que pareciera un desaire que ya no quería hacer, y sin tener que explicarlo en una carta que su orgullo se negaba a escribir.

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