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Una palabra tuya

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Una palabra tuya
Название: Una palabra tuya
Автор: Lindo Elvira
Дата добавления: 16 январь 2020
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Una palabra tuya - читать бесплатно онлайн , автор Lindo Elvira

Rosario y Milagros son barrenderas y se conocen desde ni?as. Tan vulnerable en apariencia como firme pese a sus contradicciones, Rosario relata los a?os transcurridos junto a esa fuerza de la naturaleza que es Milagros; a?os de tropiezos, ilusi?n, miedo y realidades que han dado forma al temor de no merecer ser felices.

Galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2005, Una palabra tuya es el retrato de dos mujeres -extraordinaria aportaci?n a la narrativa espa?ola actual-, de dos proyecciones de un mismo espejo deformante, de dos trayectorias vitales, una hacia la nada m?s cruel desde una vida triste y la otra hacia un futuro expectante desde una vida redimida; y en medio, la piedad y el perd?n.

Elvira Lindo es due?a de un admirable sentido de la forma, una observaci?n del habla y de la realidad tan precisas que refleja la vida con una complejidad narrativa prodigiosamente f?cil. Visceral, arrebatada, escrita en un estado de trance que se desliza intacto en su lectura, la novela posee una hondura emocional que corta el aliento. Es una novela grande y grave, pero tambi?n llena de iron?a, de sarcasmo, de una crudeza que se transforma de pronto en ternura. Las vidas corrientes que retrata Elvira Lindo cobran la dimensi?n de encrucijadas morales y adquieren la grandeza, dignidad y profunda nobleza humana de una tragedia antigua en el mundo contempor?neo.

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Fíjate que yo sólo tenía diez años cuando me leí el libro y ya a esa edad anduve varios días entre cabreada y deprimida. Si no llega a ser porque no quería ofender a mi madre, lo hubiera tirado por la ventana. A mi madre le gustaba. Para ser exactos, le gustaba la teórica: esa niña, la felicidad que provoca el saber resignarse, la superación de contratiempos. Pero en la práctica, ya lo ves, en la práctica mi madre no quería verme limpiando. Los beatos siempre andan en el terreno de la especulación. Ah, la vida real ya es otra cosa. ¿Qué hubiera pasado si yo le hubiera dicho: madre, mira a tu hija, soy barrendera, soy marmota municipal, así me gano la vida y así creo que me la voy a ganar hasta que me jubile? Madre, ¿ahora qué me dices?, ¿no crees que éste es el momento de poner en la práctica el juego de la alegría de Pollyana? Me puedo imaginar perfectamente cuál hubiera sido su reacción, ay, hija mía, no seas cruel conmigo, no me castigues, por qué me dices esas cosas. Conclusión: mi madre no se hubiera conformado con las muletas, como no se conformó con que yo no fuera más que tres meses a la universidad, igual que no quería que sus vecinas me vieran en paro, igual que nunca quiso que me vieran con la monstrua Milagros. Y seguro que había momentos en que le hubiera gustado borrarme del mapa para no tener que dar explicaciones a los demás, explicaciones en las que ella también introducía sus mentiras, «la volverán a contratar en la agencia cuando suba su nivel de inglés, esto de la limpieza municipal es sólo temporal», pero todo ese poso de decepción que estaba en su interior lo transformaba en un estado de permanente preocupación por mí, de espíritu de sacrificio. Supongo que así entendía ella que debía ser la actitud correcta ante Dios, pero lo que yo me pregunto es, si Dios sabe lo que cada una de sus criaturas está pensando, si Dios todo lo ve, para qué representar una comedia de cara a Dios. Eso es lo que yo me pregunto.

Por qué tenía yo que vivir esa vida, ésa era mi pregunta íntima y desesperada al Señor. Por qué tenía que salir a las seis de la mañana con un cubo de basura en pleno invierno. No todo depende de Dios, eso está claro, también influye la voluntad, la fortaleza de las personas. Por qué entonces Dios me había dado a mí tan poca voluntad.

Yo siempre paso frío. Veinticinco calcetines que me ponga veinticinco que traspasa el puto frío y me deja los dedos curvados para dentro, como garras de pájaro. Milagros se empeñaba en darme masajes en los pies cuando llegábamos a los vestuarios, decía que había hecho un curso de reflexoterapia por correspondencia. De reflexoterapia. Y cuando yo le preguntaba detalles para desmontarle esa invención tan disparatada, que cuándo había hecho ese curso, que dónde se había matriculado -porque si hay algo que no te puedes imaginar es a Milagros siguiendo un curso de nada-, ella me decía que lo había hecho en todos esos años en que no nos habíamos visto y que cuando yo quisiera me enseñaba el título. Ven a mi casa y te lo enseño, me decía, ahí lo tengo colgado en el recibidor, para no darme importancia.

Ya sé que puede parecer de una mala hostia impresionante este interés mío por desmontarle sus embustes pero es que con ella corrías el peligro de consentir que todo valiera igual: la verdad y los disparates.

Ya sé que yo mentía a mi madre pero no es lo mismo. Yo lo hacía por piedad y ella lo hacía por vicio, por costumbre, ella contaba mentiras y se las creía. Yo las contaba conscientemente.

Hubiera hecho o no hubiera hecho el curso de reflexoterapia por correspondencia a mí sus masajes me aliviaban mucho. La verdad es la verdad y hay que reconocerla aunque nos cueste. Milagros tenía las manos muy calientes, como si tuviera siempre unas décimas de fiebre y era simplemente ponérmelas sobre los dedos desnudos, curvados y rígidos por el frío, y ya me sentía mejor.

Además te tocaba sin escrúpulo, de una forma que yo no me siento capaz de tocar los pies de nadie. Me tumbaba en el banco del vestuario, debajo de las perchas, cerraba los ojos y Milagros empezaba a masajearme los pies de una manera que alguna vez hasta me quedé dormida. Las otras compañeras miraban. Al principio, de refilón, luego, convencidas de que Milagros era reflexoterapeuta (por correspondencia), se atrevieron a pedirle masajes. Es lo que te digo, ella conseguía integrarse en los grupos de la manera más estúpida que puedas imaginarte.

De cualquier forma yo siempre notaba una cierta desconfianza hacia nosotras dos, notaba como que se comentaban cosas por detrás. Eso lo notas. Y más cuando te ha pasado desde niña. Yo noto, por ejemplo, cuando me mira alguien que tengo a mi espalda. Fue una pena que no siguiera estudiando psicología porque tenía muchas facultades, y considero injusto que haya que estarse ahí cinco años de carrera para poder ejercerla cuando la psicología es un don y yo, por suerte o por desgracia, lo tengo. Y digo por desgracia porque eso me hace ver en los demás cosas muy desagradables que si yo no tuviera este sexto sentido tan desarrollado que tengo no las vería y sería infinitamente más feliz. La inteligencia a veces es un veneno para la felicidad.

Pero, curiosamente, cuando pasaron los dos primeros meses de la caída de la hoja y fui consciente de que no había buscado otro trabajo, de que no lo iba a buscar, de que nunca me apuntaría a ninguna academia ni de inglés ni de informática y de que me daban de pronto la posibilidad de hacerme fija, pensé, a tomar por culo, firma y olvida, olvida que no quieres estar aquí y que la vida que te ha tocado es la equivocada. Y firmé. Y fue firmar y empezar a salir a la calle de otra manera, con otro empuje. Ocurrió como a los diez días de tener la fijeza. Iba empujando el cubo, al principio de la calle Condes de Barcelona, era completamente de noche y hacía un frío soportable, gustoso. Sentí que el aire me despertaba, que mi cuerpo era más ligero, que el trabajo no costaba y que nada malo podía ocurrirme. Morsa hizo sonar el claxon desde el Cabstar y yo levanté la mano para saludarle. No sé si vio mi sonrisa pero yo misma me quedé asombrada de haber sentido, así, sin oponer resistencia, un pequeño brote de camaradería.

CAPÍTULO 3

¿Milagros bollera? Yo no lo sé. Yo sé que yo no lo soy. Así mismo se lo dije a Morsa. El estaba disfrutando al ver cómo el asunto me irritaba, me hacía tartamudear. Conducía el camión con una mano, sabes, como hacen algunos tíos. Él, tan torpe para casi todo, para rellenar los informes, para expresarse con corrección, conducía con una mano, con la derecha, así, bien abierta, chulo, como quien está sobrado de habilidades. Sonreía mirándome de reojo, se divertía al verme avergonzada. Yo no tengo nada que ver con Milagros, le dije, nada.

– Te toca en los vestuarios, todo el mundo lo dice.

– Todo el mundo lo dice -repetí yo, rabiosa- y todo el mundo se pone a la cola para que Milagros le toque. Y además, eso no es tocar, es dar masajes de reflexoterapia. Qué pasa, que a las demás les da masaje y a mí me toca. Pues no lo entiendo.

A Morsa le gustaba irritarme, siempre le ha gustado. Le gustaba porque siempre se ha sentido atraído por mí y es de esos tíos que no saben acercarse a las mujeres si no es siendo un poco faltón, es como esos niños que no saben relacionarse en el patio con las niñas si no es a patadas.

Yo tenía que haberle contestado, y a ti qué coño te importa, pero me vi enredada dándole explicaciones. Caí en la trampa, porque Morsa, aunque para algunas cosas sea muy simple, para otras es retorcido, morboso. Por ejemplo, es un hombre con el que no se puede tener una mínima conversación política, o de un tema de actualidad, porque carece de información y no dice más que tonterías, sin embargo, cuando ve la posibilidad de colarse en tus asuntos íntimos, ay, amiga, has de andarte con cuidado porque ahí se mueve como pez en el agua. Tiene un olfato muy fino para los terrenos resbaladizos.

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