Una palabra tuya
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Rosario y Milagros son barrenderas y se conocen desde ni?as. Tan vulnerable en apariencia como firme pese a sus contradicciones, Rosario relata los a?os transcurridos junto a esa fuerza de la naturaleza que es Milagros; a?os de tropiezos, ilusi?n, miedo y realidades que han dado forma al temor de no merecer ser felices.
Galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2005, Una palabra tuya es el retrato de dos mujeres -extraordinaria aportaci?n a la narrativa espa?ola actual-, de dos proyecciones de un mismo espejo deformante, de dos trayectorias vitales, una hacia la nada m?s cruel desde una vida triste y la otra hacia un futuro expectante desde una vida redimida; y en medio, la piedad y el perd?n.
Elvira Lindo es due?a de un admirable sentido de la forma, una observaci?n del habla y de la realidad tan precisas que refleja la vida con una complejidad narrativa prodigiosamente f?cil. Visceral, arrebatada, escrita en un estado de trance que se desliza intacto en su lectura, la novela posee una hondura emocional que corta el aliento. Es una novela grande y grave, pero tambi?n llena de iron?a, de sarcasmo, de una crudeza que se transforma de pronto en ternura. Las vidas corrientes que retrata Elvira Lindo cobran la dimensi?n de encrucijadas morales y adquieren la grandeza, dignidad y profunda nobleza humana de una tragedia antigua en el mundo contempor?neo.
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Eran palabras que parecían contener nuestro futuro. Milagros encontró el sueño eterno gracias a uno de esos botes de pastillas que me recetaba el psiquiatra. Si lo que me preguntas es si ella pudo haberle hecho algo inadecuado al niño, hacerle daño de algún modo, te digo rotundamente que no. Milagros era incapaz de hacerle daño a nadie. No puedo permitir ni que eso se insinúe. No. Que en paz descanse. Por otra parte qué más puede pedir una criatura que alguien dejó tirada en la basura. Es posible que cuando ella se lo llevó a casa en la caja de zapatos ya estuviera medio muerto de frío. Milagros lloró por él como lloran las madres por los hijos. Las madres dicen que darían la vida por los hijos, ¿la darían? Milagros la dio.
La mañana en que enterramos al niño cada uno de nosotros rumiaba su futuro, ventilábamos al aire fresco nuestras intenciones más inmediatas. A Morsa no le hizo falta ponerme un ultimátum, ni pronunciar ningún discurso, ni declararse, ni dejarme. Fui yo, la que después de leer los Salmos, tomé la decisión. Le vi allí, de espaldas, con las manos en los bolsillos, de pronto me pareció un hombre al que podría llegar a querer o al que a lo mejor ya estaba queriendo. Pensé que hay cualidades en las personas que no apreciamos hasta que no las vemos actuar sin que ellas sean conscientes de nuestra mirada. Él no sabía que yo lo estaba mirando, así que no había ninguna afectación en su presencia, ni la sonrisa de medio lado, ni su afán de parecer interesante, no quería darme a entender nada con sus gestos. Estaba simplemente allí, entregado al paisaje, mirando, oliendo, pensando en el futuro, cogiendo el cigarro entre los dedos como antes lo hacían los hombres, con la brasa mirando hacia la palma de la mano, diciéndose a sí mismo, ¿a quién tengo yo en la vida?
Deberíamos ver a las personas, pensé, cuando éstas creen que no las miramos. Yo miro demasiado violentamente, miro de una manera que hace daño, que provoca en los demás torpeza, tensión, miro sin poder evitar el juicio constante. No sé si nací así o si me convirtieron. ¿Pero quién soy yo para mirar de esa manera? Eso es lo que pensé viéndole tan ajeno a mí, siendo de verdad él mismo casi por primera vez ante mis ojos, libre de no sentirse vigilado. Y tuve claro que esa noche y la siguiente y la siguiente se quedaría en casa, tuve claro todos y cada uno de los pasos siguientes. Casi sentí en ese momento su cuerpo sobre mí, el abandono, el polvo que me dejaría embarazada, que me daría un hijo. No se puede cambiar el pasado, ni podemos evitar lo que ya somos, así que hagamos que empiece otra vida, pensé, una vida nueva que crezca de esta Rosario de la que ya no puedo librarme, esa Rosario a la que no le gusta ni su cara ni su nombre, hagamos una criatura inocente y hermosa que salga de ese yo que siempre he odiado. Tal vez sea la única oportunidad de borrar de mi alma la tara con la que nací, pensé, de buscar una redención, de hacerme perdonar el pecado original.