Una palabra tuya
Una palabra tuya читать книгу онлайн
Rosario y Milagros son barrenderas y se conocen desde ni?as. Tan vulnerable en apariencia como firme pese a sus contradicciones, Rosario relata los a?os transcurridos junto a esa fuerza de la naturaleza que es Milagros; a?os de tropiezos, ilusi?n, miedo y realidades que han dado forma al temor de no merecer ser felices.
Galardonada con el Premio Biblioteca Breve 2005, Una palabra tuya es el retrato de dos mujeres -extraordinaria aportaci?n a la narrativa espa?ola actual-, de dos proyecciones de un mismo espejo deformante, de dos trayectorias vitales, una hacia la nada m?s cruel desde una vida triste y la otra hacia un futuro expectante desde una vida redimida; y en medio, la piedad y el perd?n.
Elvira Lindo es due?a de un admirable sentido de la forma, una observaci?n del habla y de la realidad tan precisas que refleja la vida con una complejidad narrativa prodigiosamente f?cil. Visceral, arrebatada, escrita en un estado de trance que se desliza intacto en su lectura, la novela posee una hondura emocional que corta el aliento. Es una novela grande y grave, pero tambi?n llena de iron?a, de sarcasmo, de una crudeza que se transforma de pronto en ternura. Las vidas corrientes que retrata Elvira Lindo cobran la dimensi?n de encrucijadas morales y adquieren la grandeza, dignidad y profunda nobleza humana de una tragedia antigua en el mundo contempor?neo.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Yo empecé a currar con la caída de la hoja, en esa época contratan al doble de gente, y te aseguro que si tienes una idea romántica del otoño ahí se te acaba cualquier romanticismo. Se lo aconsejo a cualquiera: si quieres meterte a barrer, no lo hagas en otoño. Pero por otra parte, como es lógico, es la estación en la que contratan a más gente y la gente hoy en día trabaja en cualquier cosa. Y más los inmigrantes. O gente como yo, que teniendo una mínima posición, por azares de la vida, nos vemos arrojados al trabajo de calle. Yo tenía una compañera ecuatoriana que me decía que después de haber limpiado en tres casas, esto le parecía el paraíso terrenal, decía que siempre es más llevadero limpiar porquería en abstracto, la porquería anónima de la calle, que la mierda que producen unos seres concretos a los que a veces tienes una manía espantosa y que te están explotando miserablemente. Es una forma de verlo muy respetable también.
Empecé, ya digo, para los dos meses de la hoja y luego, como puede verse, me quedé para siempre. Yo me había hecho mis cálculos, había pensado, Rosario, estás octubre y noviembre, y mientras, te buscas otro trabajo mejor, bajo techo por lo menos. Pero no lo hice. Salía a las dos de la tarde, me tomaba una caña con los compañeros en el bar y cuando volvía a casa me tumbaba en el sofá, me ponía la tele y me echaba una siesta de tres horas. A mi madre esa actitud le quemaba la sangre, decía (cuando aún decía algo), hija, por la Virgen, pierdes la tarde, apúntate a una academia de inglés o de mecanografía para manejar el ordenador, que el inglés no te va a sobrar nunca en ningún trabajo, que con el inglés se te abrirán puertas y sin el inglés se te cerrarán todas. Así lo decía, tal y como lo escuchaba en los anuncios de la radio. Con el inglés, las puertas abiertas; sin el inglés, las puertas cerradas. Yo no he conocido a ninguna persona que diera tanto crédito a la publicidad como mi madre, ella no tenía ese mecanismo tan simple por el cual distinguimos lo que es información y lo que es propaganda. Su obsesión era que si me aplicaba y estudiaba inglés igual podía intentar que me contrataran otra vez en la agencia de viajes. Eso venía en parte porque a los seis meses de salir de la agencia ya no pude alargar la mentira por más tiempo y no tuve más remedio que confesarle que ya no trabajaba allí, sencillamente se me acabó el paro y mis planes de enriquecimiento en el taxi con Milagros se habían quedado en nada.
Cómo nos íbamos a enriquecer si Milagros no veía el momento de montar en el taxi a ningún cliente, si se nos iba todo lo que habíamos sacado en restaurantes. Si nos lo pulíamos a diario. Yo le decía, esto es un desastre, Milagros, un desastre.
Nos comimos mi paro, nos comimos lo poco que salió del taxi y a Milagros su tío Cosme le dijo un día, bonita, se acabó el taxi, yo el taxi no te lo he dado para que te pasees con una amiguita por Madrid. Y de muy buenas maneras la mandó a tomar por culo. Natural.
Me acuerdo del último día que Milagros me llevó a casa y me dijo, esto se ha terminado, mi tío dice que antes que confiar en mí se busca una inmigrante. Y yo le decía, es que, Milagritos, Mila, esto se veía venir, no se puede vivir así, haciendo lo que a una le apetezca sin pensar en el mañana. Y ella decía, Rosario, ¿es que para ti no cuenta todo el tiempo que hemos pasado juntas, todas las experiencias acumuladas, todos los restaurantes?, ¿es que para ti la vida es sólo trabajo, trabajo y trabajo?
Ya ves, me lo decía a mí, que no he sido precisamente el colmo de la responsabilidad. Pero ella me abocaba a ese papel como de hermana mayor, como de madre, ahora que lo pienso.
Ella decía, nunca nos vamos a ver en otra en la vida. Nunca podremos tener tan buenos recuerdos como éstos.
Y visto con la perspectiva del tiempo, puede que tuviera razón. Yo ya no me he visto en otra. Ahí se acabó el dinero y se acabaron los restaurantes y los porros y las mañanas de paseo en el taxi del tío.
Qué raros son los recuerdos que nos hacen disfrutar de una felicidad de la que no nos dimos cuenta y con la que no fuimos felices.
El caso es que ante la evidencia de la falta de dinero le tuve que decir a mi madre que no me habían renovado el contrato. Mi madre se ha ido enterando de mi vida poco a poco, digamos que con cierto retraso y con un poco de adorno. Pero no era voluntad mía mentirla, hay personas que te piden que las mientas; a mí bien que me hubiera gustado llegar a casa con la verdad por delante, pero me vi obligada a enredarme en embustes para que no sufriera. Le dije que no me renovaban el contrato porque necesitaban a una persona con un nivel de inglés más alto que el mío. Mi nivel es cero, todo hay que decirlo, pero eso mi madre no lo sabía. Luego me arrepentí de haberle dicho eso porque a ella se la quedó grabado en su cerebro aquello del inglés, y entre mis palabras y el anuncio de la radio (con el inglés se te abren las puertas y sin el inglés se te cierran todas) no había tarde que no lo repitiera dos o tres veces, y encima elegía para machacarme con el asunto cuando acababa de despertarme de la siesta, que es cuando yo personalmente tengo menos aguante. Todos estos consejos me los daba, claro, cuando aún el cerebro le servía para retener alguna cosa, aunque mi madre siempre fue una de esas personas a las que sólo les caben tres ideas en la cabeza y esas tres ideas las marean durante toda una vida. Ella siempre decía que veía más para mí y para cualquier mujer femenina (mi madre siempre añadía lo de femenina, cosa que me dolía) el trabajo en la agencia de viajes que el de capataza de basureros. Ay, pensaba yo, si tú supieras que por no ser no soy ni capataza. Luego se consoló un poco cuando la dije que Milagros estaba de barrendera. Mi madre decía, ¿ves?, a Milagros lo de barrer, el trabajo físico, le va como anillo al dedo, porque dime, Rosario, si tu amiga Milagros no trabaja limpiando, dime tú dónde la colocas, ¿de cara al público? No, eso desde luego que no.
Para mi madre, ver que existía un escalafón y que yo estaba por encima de Milagros fue una forma de acomodarse a la idea de que su hija trabajaba en las basuras. Además, oyó por la radio que encima de los antiguos vertederos estaban construyendo parques y eso la tranquilizó mucho y durante una temporada siguió muy de cerca todas las noticias que salían por la tele relacionadas con el reciclaje de residuos y se las contaba a sus amigas, como si yo tuviera alguna mano en eso. Se ilusionaba con poco.
Yo creo que fue justo en aquellos dos meses de la caída de la hoja cuando me empecé a dar cuenta de que se desorientaba en el pasillo. Salía de la cocina y en vez de ir a la derecha hacia el salón con la bandeja en la que me traía la comida echaba a andar en dirección contraria. Se la llevaba al váter y allí se quedaba, de pie, con la bandeja en las manos, sin saber qué hacer.
Mamá, qué haces.
Se daba la vuelta, me miraba, y me seguía hasta el salón, avergonzada por el despiste, con el balanceo aún más acusado.
Un día llego a casa, abro, y ahí estaba, detrás de la puerta, como siempre que me tenía algo que contar que ella consideraba «importante». La miro y veo en su cara una sonrisa, una sonrisa pícara y misteriosa. Me pone la comida sin decir palabra, deprisa. Y se queda a mi lado, de pie, impaciente por que acabara rápido. Cuando yo me empiezo a pelar la pera veo que saca una botella de pacharán del mueble-bar y me dice mientras sirve dos copas: hoy tenemos algo que celebrar, nena. A ver si va a estar caducado el pacharán, le digo. El pacharán estaba en el mueble-bar desde mi primera comunión, que yo me acuerde. Y ella, molesta, porque siempre decía que yo era experta en echarle por tierra sus ilusiones, dice: anda, anda, Rosario, qué cosas tienes, si el alcohol, cuanto más años pasan más valor tiene. Bueno, qué, le pregunto, qué es esto tan importante que me tienes que decir. Y entonces, va y me cuenta que ha llamado mi hermana, para decir que viene por Navidades, que le dan permiso en el trabajo y que nos va a presentar a su novio. Se me paró el corazón, de verdad.