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Cartas de un sexagenario voluptuoso

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Cartas de un sexagenario voluptuoso
Название: Cartas de un sexagenario voluptuoso
Автор: Delibes Miguel
Дата добавления: 16 январь 2020
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Cartas de un sexagenario voluptuoso - читать бесплатно онлайн , автор Delibes Miguel

Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso nos habla del amor, la esperanza o el codiano quehacer de un peculiar sexagenario convirti?ndonos en c?mplices privilegiados del sorprendente desenlace de su historia.

Un viejo solter?n castellano y periodista jubilado establece una corresponencia progresivamente amorosa con una viuda andaluza a trav?s de una revista sentimental. Esta novela nos habla, con sutil iron?a, del amor, la esperanza o el cotidiano quehacer para convertirnos en destinatarios de las confesiones de ese peculiar sexagenario y en c?mplices privilegiados del sorprendente desenlace de su historia.

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El día 28 me trasladaré a Cremanes, a pasar el verano. Según mi amigo Protto Andretti, que aunque nacido en Villarcayo le apodamos El Italiano porque es oriundo de allá, los albañiles terminarán mañana. Dejar‚ pasar unos días para que la casa se oree y Nerea, una muchacha medio anormal que se gana la vida como puede, la limpie por encima, le quite a Querubina, mi ama de cura, lo más gordo. Esta muchacha. Nerea, ha bajado con sus padres, ya de edad, de una aldea de la sierra. Son, pues, los primeros inmigrantes de Cremanes desde el siglo XIX. De ordinario, los jóvenes se van pero nadie los reemplaza.

Otro día le enviaré mi retrato. Me impone un poco este paso. Usted lo ha afrontado con éxito, pero ¿tendré yo la misma suerte? Y concluyo ésta, ya demasiado extensa, pero su fotografía, su presencia en esta casa sin mujer, bien merecía de mi parte este modesto homenaje.

Sabe la estima y admira s.s.s.

E.S.

29 de junio

Querida amiga:

¿Es cierto que a través de mis cartas se trasluce una punta de escepticismo? Yo creo que el escepticismo, como las canas, llega con la vejez, se desarrolla con la edad simultáneamente a la comprensión. Se conoce que los años mellan nuestros resortes emocionales, nos hacen más incrédulos pero a la par más humanos. Quizá si me analizo por dentro acabaré dándole la razón. Desde chiquito he sido introvertido y, en consecuencia, poco proclive a la franqueza, apartadizo y desconfiado. Es posible que esta actitud defensiva sea común a todos aquellos que, por arriba o por abajo, excedemos la norma, quiero decir a los que somos demasiado altos o demasiado bajos, demasiado gordos o demasiado flacos, en una palabra, a los que, en mayor o menor medida, padecemos un complejo. ¿Tengo yo complejo de bajo? ¿De gordo, acaso? ¿Lo tuve ya de chiquitito? En cualquier caso, mi desconfianza está justificada; puede decirse que desde que nací me he encontrado a la intemperie. A mis padres no los conocí. Los quince primeros años de mi vida estuve desasistido como miembro de una comunidad. Mi pueblo no contaba, no existía en el mapa; si un mal viento lo hubiera arrasado un día, nada se hubiera alterado por ello. Más tarde, ya en la capital, tropecé con un sórdido individuo que, a pesar de mis pocos años, no vaciló en cargarme como un burro para repartir artículos entre la vecindad. Posteriormente, sin comerlo ni beberlo, me veo envuelto en una guerra de tres años. Y, finalmente, cuando logro enderezar mi vida acierto con mi vocación y estoy a punto de tocar el cielo con la mano, alguien me quita la tierra bajo los pies y me caigo para no volver a levantarme. ¿Qué le parece mi historia? Mi camino no ha sido ciertamente de rosas. Quizá este repertorio de calamidades no difiera, en sustancia, del de la mayoría delos mortales, pero a mi, por propia culpa o a pesar mío, que esto aún no he llegado a dilucidarlo, me faltó lo que otros tienen para poder afrontarlo con serenidad: compañía. Yo, por sino familiar o porque no la busqué, no hallé una persona que compartiera mi vida. ¿Fue mi hurañía causa o consecuencia de esta situación? ¿No encontré mujer porque soy huraño o soy huraño porque no encontré mujer? No me sería fácil determinarlo, ni adelantaría gran cosa con ello. Fue así y basta. En esto soy un poco fatalista. Achacar responsabilidades, a cosa pasada, no va conmigo, pero ello explica que, fuera del ámbito familiar, apenas dos personas se ganaran mi confianza a lo largo de mi vida: Ángel Damián, hoy imposibilitado, durante la infancia y, ya de adulto, mi compañero en el diario, Baldomero Cerviño.

Ángel fue un amigo cabal, imaginativo y generoso. A su lado pasé los mejores años de mi vida. Encontrar un eco en la infancia es importante y él me lo deparó. Luego, con los años, los sinsabores y la enfermedad, se ha vuelto taciturno y quisquilloso y ha habido tardes que, empujando su sillita de ruedas, nos hemos llegado hasta Cornejo sin cambiar más allá de dos palabras. En la vida, las cosas y las personas tienen su momento y, es obvio, que el de Ángel Damián ha pasado ya.

Mi amistad con Baldomero Cerviño, como amistad de adultos, ha sido más consecuente. Baldomero no es de aquí, nació en Cádiz y rodó luego por las delegaciones del Ministerio de Información de Lérida, Albacete y Segovia. Aquí encontró lo que buscaba, armonizar el periodismo con su cargo en el Ministerio, una mujer y una familia. Cuando ingresé de redactor en El Correo , aparte Bernabé del Moral, fue el único en tenderme una mano. Congeniamos bien. Almorzábamos juntos en una taberna una vez por semana y, luego, cuando se casó, en su casa, los jueves, rodeado de chiquitos que me llamaban tío. Baldomero es una persona equilibrada. Brillante y bien humorado, de todo saca partido. Y, luego, su físico, su noble testa patricia, de sedoso cabello blanco. que él sabe llevar airosamente sobre los hombros, con una altivez arrogante e inofensiva. Hace dos años, cuando falleció Esperanza, su mujer, pensé que se derrumbaría, pero no. Baldomero puede con todo. La desgracia tal vez nos hermanó más. Y si siempre hubo confianza entre nosotros, ésta ha aumentado en los últimos meses. Pero debo hablarle a usted con toda franqueza. Mi intimidad con Baldomero Cerviño no me releva de mi condición subordinada. Yo soy a Baldomero lo que Sancho a don Quijote o lo que Ciutti a don Juan Tenorio. Los hombres apuestos, inteligentes o intrépidos precisan para brillar, para agotar sus posibilidades de proyección social, de un segundón, de un contrapunto. Yo soy ese contrapunto, señora. Entiéndame, esto es así a pesar suyo, a pesar de Baldomero, quiero decir, de su bondad innata, de su generosidad sin medida. Él no hubiera podido evitarlo, como no puede evitar un imperceptible tono de condescendencia cuando trata conmigo.

Baldomero, la tertulia de los domingos, los amigos de Cremanes, he ahí los núcleos de mi vida de relación. ¿Poco para sesenta y cinco años? Seguramente, pero ello demuestra que no soy lo que se dice un hombre extravertido, sino al contrario, reservado y misántropo. Usted, ahora ha abierto una vía de comunicación con la que no contaba y me he encarrilado gustosamente por ella. Escríbame. Hábleme de sus cosas. No olvide la fotografía. Ignoraba que Silvia, su hija mayor, la casada con el diplomático, residiera en Ginebra. Yo pasé por Ginebra hace un montón de años. Una ciudad aséptica, de grandes espacios abiertos, opuesta en su concepción a nuestras apiñadas e invivibles colmenas. ¿No va ir usted a visitarla?¿Es Silvia la madre de las tres niñas o es la de Sevilla? ¿No desea usted un nieto, un varoncito? Piensa en usted su devoto amigo,

E. S.

4 de julio

Querida amiga:

Moisés Huidobro, el cartero, que accidentalmente hace las veces de alguacil, me entrega su carta, reexpedida desde la capital, con tres fechas de retraso. Con las prisas de última hora, olvidé decirle que me escribiera directamente aquí. No es preciso poner señas; Cremanes es un pueblo chico y todos nos conocemos. De esta manera ganaremos una fecha o tal vez dos.

Las cartas reexpedidas me decepcionan, son como cosas de segunda mano, revenidas, como si hubieran pasado una aduana o hubieran sido violadas previamente. En este punto soy un tanto susceptible. Antaño, durante las vacaciones, no permitía que mi difunta hermana Rafaela leyera el periódico antes que yo. Su anticipación me privaba del placer del descubrimiento y, por otro lado, se me antojaba que un periódico leído antes por otro había dejado de ser virgen, había perdido automáticamente todo su interés.

Le escribo a usted desde la galería encristalada de mi casa, donde mi difunta hermana Rafaela solía tomar el sol sobre una manta con unas sucintas braguitas y un sujetador. ¡Qué tiempos, Señor! La galería está ahora en sombras mientras que la ladera de enfrente y el Pico Altuna reverberan con el sol. Las cuestas, guarnecidas de roble en las cumbres y de pinadas de repoblación en los bajos, empujan la tierra al valle, surcando por el río Adarme, un aprendiz de río, en cuyas riberas, delimitándolos huertos, donde ayer apenas crecían unas zarzamoras pugnaces, se alza hoy un soto de castaños, olmos y pobos de cierta entidad que cuando, como ahora, son mecidos por la brisa, componen una sinfonía vegetal inquieta y grave muy difícil de describir.

Me duele la torcida interpretación que hace su hijo de usted de mi ingreso en El Correo. Yo no entré, como él sugiere, por la puerta falsa sino por la única que encontré a mano. Los jóvenes de hoy todo lo simplifican, propenden ala iconoclastia y al maximalismo. En la vida, no hay puertas falsas ni puertas verdaderas, señora. Cualquier puerta es válida cuando es la Historia quien nos la abre. Puede estar seguro su hijo de usted que yo no organicé el Alzamiento Nacional. Soy apolítico, desde la infancia lo he sido, y de siempre he considerado la política como un mal necesario. Quiere decir esto, señora, que tanto me da que la moneda caiga de un lado como del otro, que salga cara o que salga cruz. Únicamente desde esta posición neutral puede emitirse un juicio objetivo. Y ni el de su hijo de usted lo es -es objetivo- ni lo era el de don José Miguel Ostos, presidente del Consejo, cuando, en desdichada ocasión, le oí decir que la Dirección General de Prensa no atreviéndose a incautarse de El Correo , había optado por ocuparlo. Con la mano en el corazón, señora, ¿puede considerárseme a mí, un hombre honesto, uno de los redactores más laboriosos y leales de la plantilla, como un ocupador? Admisible en el caso de Bernabé del Moral, un advenedizo, enemigo declarado de El Correo , director por m‚ritos de guerra, pero ¿por qué en el mío, un ser refractario a toda ideología, un simple trabajador? Modestia aparte, señora, mi ingreso en el periódico no reportó a éste más que beneficios, el primero, y esencial, el de controlar de cerca a Bernabé del Moral, lo que no quiere decir que participase de la idea del señor Hernández de considerarle «un polizón con la única misión de hundir el barco». Yo nunca fui un peón del Ministerio, señora, un testaferro, como apunta su hijo. Es cierto que no compartía la ideología del diario pero tampoco la de su timonel. Y aún puedo decirle más, mi labor durante aquellos años fue polifacética y abnegada aunque nadie, hasta la fecha, haya tenido la elemental cortesía de reconocerlo así.

Pero mejor que mis palabras, le convencerá de lo que digo el hecho de que el año cincuenta, enfermo de gravedad don Próspero Mediavilla, nadie puso objeción a que yo accediera al cargo de redactor jefe. Antes, a lo largo de diez años, había hecho calle, sucesos, cine y, por último, redacción de mesa, una tarea que en principio había menospreciado pero que se me hizo con la práctica atractiva y capital. Como en ningún caso mi trabajo, aunque prolongado, ocupaba todas mis horas, dediqué aquellos años a leer, primero a los grandes articulistas de la preguerra -Maeztu, Ortega, Unamuno- y después, en la Biblioteca Municipal, a los clásicos españoles, franceses y rusos. Total, lo crea usted o no, entre la Redacción, la Hemeroteca y la Biblioteca del Ayuntamiento, consumí diez años de mi vida, ajeno a todo lo que significase frivolidad. Mi afición por el periodismo era desmesurada, absorbente, y aunque sin una mira determinada, me preparaba para más altos destinos.

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