Cartas de un sexagenario voluptuoso
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Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso nos habla del amor, la esperanza o el codiano quehacer de un peculiar sexagenario convirti?ndonos en c?mplices privilegiados del sorprendente desenlace de su historia.
Un viejo solter?n castellano y periodista jubilado establece una corresponencia progresivamente amorosa con una viuda andaluza a trav?s de una revista sentimental. Esta novela nos habla, con sutil iron?a, del amor, la esperanza o el cotidiano quehacer para convertirnos en destinatarios de las confesiones de ese peculiar sexagenario y en c?mplices privilegiados del sorprendente desenlace de su historia.
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Ante tu efigie, algún exaltado afirmaría, en pleno paroxismo admirativo, que tu cuerpo tiene las proporciones de una estatua griega. Y se quedaría tan fresco, cuando sobre las proporciones griegas hay tanto que decir. Atribuir a una mujer las proporciones de la Venus de Milo, por ejemplo, está lejos, a mi juicio, de ser un piropo. Para mí, la Venus es demasiada mujer, su cintura es enteriza y sus pechos de matrona. No es mi tipo, vaya. ¿Dónde está, pregunto yo, la elasticidad de la Venus de Milo? Y, ¿puede haber belleza en un cuerpo femenino sin elasticidad? No. No es esto, no es esto que diría el maestro aunque refiriéndose, bien es cierto, a otra muy distinta circunstancia.
Creo que ya es hora de decirte que, pese a mis sesenta y cinco años, no he conocido mujer en sentido bíblico. No soy bien apersonado, no puede decirse que mi apostura seduzca a las mujeres, pero, además, lo mejor de mi juventud lo pasé entre libros y papeles, sin tiempo para otra cosa. Quedaba el viejo recurso del comercio carnal, recurso del que, me creas o no, nunca eché mano y no por virtud sino porque esta infame trata lejos de excitarme, me deprime. Esto no significa que no tenga ojos en la cara y en mis visitas a piscinas y playas haya examinado a muchas mujeres de las más diversas edades por lo que estoy en condiciones de comparar. Te diría más, mi exigencia a este respecto, como reconocías en una de tus cartas, es tan puntillosa que, sin otra experiencia que la de ser un incorregible mirón, haría un impagable jurado en un concurso de belleza.
Queda algo por aclarar, algo que la fotografía no muestra, tu espalda. ¿Está tu espalda dividida en dos? Esto es fundamental, querida. Hay espaldas uniformes, huesudas, asimétricas; otras, con dos prominencias, los omóplatos picudos, como dos senos bizqueando; otras, en suma, mollares, grasas otoñales, donde nada permite adivinar que debajo se oculte un esqueleto. Ninguna de estas espaldas vale. La espalda hermosa, la espalda ideal, es la espalda dividida en dos por un tajo profundo. La espalda que va estrechándose hacia la cintura por los flancos y, al propio tiempo, se ondula suavemente hacia dentro para ir conformando la curva prominente del trasero. Tu fotografía, en semiescorzo, no permite apreciar esto, siquiera, a través de lo que es notorio, no es admisible que Dios te haya regateado esta última gracia.
Otra pregunta: ¿quiénes son las personas que te acompañan? Tu nietecita no está. Veo a un niño con un pelotón de colores junto a una muchacha muy joven con bañador azul entero.¿Es, tal vez, tu hija? Detrás hay dos personas rebozándose en la arena, que miran hacia ti, un muchacho en primer plano (¿es Federico, el periodista?) y otro u otra, no se puede precisar el sexo debido a la sombra de tu cuerpo, que parece de más edad. Me agradaría ir conociéndolos a todos. Otra pregunta y ya termino: ¿en qué playa está tomada la fotografía?
Mi excitación es tal que en este momento envidio a la arena donde te arrodillas.
Tuyo encendido admirador,
E. S.
2 de agosto
Queridísima:
Hemos llegado a un punto en que este retiro mío, por el que tanto suspiré antaño, se me hace arduo, insoportable a veces. Da lo mismo que me encierre en casa, que pasee, que juegue una rana o una partida de bolos o que baje un rato al huerto a regar. No encuentro sosiego en ninguna parte. Ante este sentimiento creciente de orfandad me refugio en tu fotografía, naturalmente la última, y la repaso con morosa delectación, una complacencia que rara vez puse en ningún otro acto de mi vida. Hoy he permanecido largo rato admirando los dulces cuencos de tus axilas, escrupulosamente depiladas, húmedas, sombrías, en abierto contraste con la blancura inmaculada de tu sintético bañador. Me agrada que la mujer sea coqueta. La coquetería es esencialmente femenina y detesto las nuevas y juveniles tendencias al unisexo. Dejar el vello en las axilas en una playa es un descuido parejo a llevar las uñas sucias. Por cierto, ¿de qué color es la laca que utilizas? La policromía de las fotografías suele ser especiosa, por lo que sospecho que ese tono azulado que se observa en las uñas de tu mano derecha (de la izquierda únicamente muestras la palma) es defecto del carrete (también el azul del cielo da demasiado intenso, casi añil) o causado por el frío del agua de donde, evidentemente, acabas de salir. No olvides puntualizar este extremo. A mí me agrada la laca rosa, color carne, en cambio los tonos imaginativos como el azul se me antojan demasiado sofisticados.
En mi carta anterior aludía a tu piel, a la asombrosa capacidad de tu tez para captar los rayos solares. A medida que analizo la fotografía, esta cualidad tuya me admira más. Tu piel luce justamente el punto de dorado rojizo queme place. El tostado mate, cetrino, negroide, es propio del hortera de playa que tanto abunda. Es ese suave, delicado matiz rojizo que tú muestras el que imprime distinción a un cuerpo desnudo. Pero hay algo más. ¿Nunca has reparado en cómo se acentúa la gracia femenina en un cuerpo dorado por el sol? Hay hombres que prefieren las carnes blancas, lechosas, sin curtir. Yo no, desde luego. El sol, al difuminarlos tonos, resalta las curvas de la mujer, las tornea, enalteciéndolas. Observa tu pecho en la fotografía. El surco en sombra, que separa ambos senos, va iluminándose gradualmente, con un diferente tono de pigmentación, hasta alcanzar el punto máximo de luz, para decrecer de nuevo en una penumbra dosificada. Si el cuerpo de la mujer es relieve, pura orografía, el sol viene a subrayarlo; es el mejor colaborador del encanto femenino, su complemento.
Pero es el caso, Rocío, que el recreo que me procura tu imagen va acompañado de una punzante desazón. La tele hablaba anoche de los cuarenta grados de Sevilla, de lo abierto y caluroso que está resultando el verano allí. Y, al oírlo, experimenté celos del sol, de ese sol inclemente que a diario acaricia y dora tu piel. ¿Por qué ese privilegio? ¿Por qué él si y yo no?
Querida, llevamos tres meses largos de correspondencia y el deseo de conocerte, de oír tu voz, de sentirme a tu lado, crece de día en día y cada vez me cuesta más reprimirlo. Y me pregunto, ¿por qué razón ha de ser esto así? Ya no somos niños, Rocío. Poco importa que la atracción que tu dices sentir por mi sea de índole intelectual y no física, ni que la mía hacia ti, en particular después de recibir la última fotografía, sea antes física que intelectual; lo importante es que esa atracción exista. A los diecinueve años, el tiempo no cuenta, es ilimitado, pero a los sesenta y cinco, sí. ¿Por qué no vamos madurando un encuentro para las próximas semanas? En principio, me es indiferente el lugar (¿Madrid? ¿Sevilla?) y, como ‚poca, quizá el mes próximo, setiembre, en que la canícula declina, fuese el más apropiado. De todos modos, mis sugerencias no tienen sino un valor indicativo, puesto que yo, en cualquier momento, estoy dispuesto a atenerme a lo que tú dispongas. Espero tu decisión sobre el particular, pero, por favor, no la demores.
Supongo que bromeas al hablar como lo haces de Protto Andretti, aunque en tus palabras subyace un matiz de reproche que no me ha pasado inadvertido. La actitud del Italiano nada tiene que ver con la Historia (con mayúscula). La Historia no le ha abierto a Protto ninguna puerta, ni falsa ni verdadera. Lo que hace Protto es aprovecharse de su circunstancia, de su pequeña historia (con minúscula) doméstica, de su melodrama personal. Tu sentido del humor está, evidentemente, muy desarrollado, pero comparar, aunque sea en tono de guasa, mi ingreso en El Correo con la gorronería del Italiano no me hace mucho favor. Yo, te repito, no organicé el Alzamiento Nacional ni creé el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo, pero ello no fue obstáculo para que acatara las normas entonces vigentes como hubiera acatado otras. Era la Historia (con mayúscula) lo que abría nuevas perspectivas. Alguno, más puritano o con un sentimiento político definido, tal vez hubiera rehusado aceptarlas pero ¿por qué yo si, como te he dicho, soy un ser visceralmente escéptico y apolítico? A mi me importa un bledo, cariño, quién es el portero que abre o cierra las puertas de la Historia. En cambio, para la gorronería de Protto Andretti, que tan de cerca me toca, no hay portero que valga. Protto comercializó su dolor, pasó factura a la sociedad causante indirecta de su infortunio, pero si su mujer, Narcisa, no le hubiera puesto los cuernos (y perdona, querida, mi rudeza) ten por seguro que hubiera encontrado otra disculpa para tender la mano, un instinto congénito. La Historia, en cualquier caso, no tiene por qué pagar la excursión del Italiano a la garganta del Cares.
Y cerramos ya esta epístola interminable. Reflexiona, querida, sobre lo que más arriba te expongo. Entiendo que nuestra relación epistolar, suficientemente prolongada, debe dar paso aun trato directo, asiduo y personal. ¿Qué opinión te merece mi sugerencia?
Fervorosamente tuyo,
E. S.
6 de agosto
Amor mío:
Me dejas anonadado. ¿Solamente dos años de tu fotografía en la playa? ¿Quieres decir que a los cincuenta y seis puede una mujer aparentar treinta? ¿Es posible conservar la lozanía juvenil hasta la sexta década de la vida? ¿Tengo derecho a pensar que un pobre desventurado como yo, apocado y mollejón, pueda acceder a ti, diosa adolescente de cincuenta y seis años, por la que el tiempo resbala sin dejar huella? Querida, tu caso deja chico al de mi difunta hermana Rafaela. Yo pensé que tu fotografía se remontaría, como poco, dos lustros atrás, siquiera en aquella época no fuese frecuente que una madre de familia se exhibiera en dos minúsculas piezas. Entiéndeme, no es que esto me escandalice, para estas licencias soy abierto y liberal, pero al no ser corriente entonces un dos piezas tan sucinto, lo juicioso era imaginar que tu fotografía fuese más reciente. ¡Una fotografía! ¿Quién me iba a decir a mi que una imagen, una cartulina insignificante, llegaría algún día a trastornarme el juicio? Y, sin embargo, ya me ves. Apenas dejo transcurrir una hora, esté donde esté, sin darme una vuelta por el despacho para abstraerme en su contemplación. Y, tras un examen tan reiterado y minucioso, estoy en condiciones de decirte que no sólo es la armonía y flexibilidad de tu cuerpo lo que me sorprende sino la fragante tersura de tu rostro. No hay arrugas en él, ni siquiera las obligadas (?) patas de gallo, ni los pliegues de las comisuras de la boca, inevitables a los cincuenta y, con mayor razón, en una criatura que, según propia confesión, «ha reído mucho». Reír y llorar marcan, querida, únicamente los dioses se libran de esta dura servidumbre. Y ¿qué decir de tus ojos, esos ojos azules como el mar, brillantes, incisivos? ¿Dónde se esconde la opacidad de la madurez? El ojo más vivo se torna traslúcido, primero, y, finalmente, mate con los años. Es como la boca. El rictus de la boca, generalmente grave, es el precio de la experiencia. Al parecer, cariño, tú careces de experiencia y esto me conmueve pues te veo inocente e ingenua como una criatura.