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Cr?nica del rey pasmado

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Cr?nica del rey pasmado
Название: Cr?nica del rey pasmado
Дата добавления: 16 январь 2020
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Cr?nica del rey pasmado - читать бесплатно онлайн , автор Ballester Gonzalo Torrente

Felipe IV pide un buen d?a ver a la reina desnuda.

El revuelo que ello provoca en Palacio no es poco, aun siendo la reina qui?n es, o lo que es lo mismo, su propia esposa, pues que los reyes en su lecho quieran verse desnudos, o en pelota picada, no es que no sea asunto privado, es que no lo es, y adem?s, es asunto de Estado.

El reino entero se pone en vilo y el Santo Tribunal de la Santa Inquisici?n convoca urgente reuni?n para decidir qu? es lo que se debe hacer al respecto, si permitir que semejante disparate (pecado mortal) se lleve a cabo o no, pues sabido es por todos que los pecados del rey los paga el pueblo entero y teniendo en cuenta los avatares hist?ricos que por el momento azuzan Espa?a, a saber, el posible desembarco de oro en C?diz para pagar deudas con los genoveses y la inminente batalla en Flandes que hace peligrar la supremac?a del reino espa?ol en el mundo… digamos que el horno no estaba para magdalenas.

El suceso es digno de ser recordado, para tal efecto se escribe la cr?nica de todo cuanto sucede aquellos d?as en Palacio y en la Corte, sin pasar por alto ni el m?s m?nimo detalle ni cuanto personaje aporte, aun siendo poco, vida a esta historia.

Delirante trama que Torrente Ballester nos regala en esta?Cr?nica del rey pasmado?, tan ingeniosa y divertida que dos a?os m?s tarde de ser publicado el libro, en 1991, el cineasta Imanol Uribe decide llevarla a la gran pantalla.

Un libro divertido, asombroso, descripci?n tremenda de aquella Espa?a del siglo XVII, Espa?a de Inquisiciones, comedias, glorias, poetas, de moralistas de medio pelo y fan?ticos de tres al cuarto.

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CAPÍTULO II

1. LA CELDA OUE OCUPABA el Gran Inquisidor un la casa del Santo Oficio, no correspondía, en sus proporciones, al poderío del inquilino, aunque sí a su persona: era grande, bien conformada, de paredes encaladas y vigamen oscuro, con muebles ennegrecidos por el tiempo, y una alcobita en que el Gran Inquisidor escondía su yacija, que no por llevar ese nombre era necesariamente incómoda. Detrás de la gran mesa guarnecida de terciopelo colgaba un cuadro en que se figuraba a María Magdalena penitente en una cueva; la gran cabellera increíble dejaba ver los resquicios de un cuerpo dorado; en las otras paredes, dispuestos según el principio de simetría más absoluto, dos series de cuadritos con la vida y las tentaciones de san Antonio, equilibrando el conjunto: la una, a la derecha, de mano flamenca, donde las mujeres desnudas eran feas, y la otra, a la izquierda, de mano italiana, donde las mujeres desnudas eran bellas. El tintero, de doce plumas, ocupaba una esquina de la mesa, y el brasero, de bronce y cuero, había sido repujado por artífices cordobeses, probablemente moriscos, pero estos orígenes dudosos no inquietaban la conciencia del Gran Inquisidor, templada en las tolerancias de la corte romana. En el rincón del fondo, con la luz y la ventana viniendo de la izquierda, tenía instalada la camilla, que usaba para comer y para calentarse las piernas en el invierno, desengañado de la utilidad, meramente decorativa y algo imponente, del gran brasero, que lucía en el centro de la habitación y echaba atrás al visitante con su imponencia. Los manteles simples, aunque dignos; la vajilla, de buena plata antigua; la comida, a lo que podía verse, abundante y sencilla, pero el Gran Inquisidor se servía con parquedad, y lo que no se comía el criado Diego, dotado de mejor diente y más manifiesta gula, regresaba a la cocina para festejo de pinches y otros subalternos. Hoy se había servido por todo plato una sopa y truchas a la navarra, y, para postre, uno de los confites de hojaldre y huevo que elaboraban para él y para otros magnates las madres de Santa Clara, la Antigua (las de Santa Clara, la Nueva, se habían especializado en escabeches, que no regalaban, vendían, porque, siendo más nuevas, eran más pobres. De todas suertes, el Gran Inquisidor no ignoraba los sabores de sus bacalaos, pura delicia para el paladar atribuida a la intervención directa de los ángeles, aunque no por el Gran Inquisidor, quien, al respecto, sabía a qué atenerse).

Había un pájaro en la celda, ejemplar quizá perdido de la tribu emigratoria, si no engañado por la tibieza del aire. Dio unas vueltas, tropezó aquí y allá, y salió al jardín por la misma ventana por la que había entrado. El Gran Inquisidor no hubiera podido explicar por qué siguió su vuelo con envidia.

El criado Diego, sentado en un escabel, había dejado aparte la escudilla de sopa, varía ya, y limpiaba de espinas la trucha con su navaja cachicuerna. Tenía también al lado, en el suelo, un gran vaso de peltre colmado de morapio. El Gran Inquisidor, jugueteando con la cruz pectoral, parecía haberse transido, después del vuelo del pájaro, de modo que el criado Diego masticaba ruidosamente sin miedo al rapapolvo. Pero el prelado despertó y le llamó al orden.

– Diego, me has interrumpido una posible siesta con los chasquidos de tu lengua y ese tornado que provocas al masticar. Te agradecería que comieras con más comedimiento.

– ¿Y qué más da, Excelencia, ahora que lo he despertado"? Por mucho cuidado que se ponga, señor, al comer siempre se emiten rumores.

El pájaro, en su vuelo, rozó el cristal de la ventana con rápido, efímero ruido.

– Y, a propósito de rumores, Diego, ¿qué se dice hoy por la corte?

El criado terminó de masticar el pedazo de trucha que sus dedos grasientos habían llevado a la boca. Las manos del criado eran grandes, y cuando hurgaban en el plato, lo cubrían.

– Un fraile capuchino, de los de Medinaceli, tocó a rebato, como si hubiera fuego, y a la gente que se juntó echó un sermón incendiario contra los pecados de los grandes que al pueblo le toca pagar, o, por lo menos, contrarrestar por medio de penitencias públicas por los daños que no ha cometido. Esto tenía también algo que ver con una serpiente boa y un bellísimo diablo. Le aseguro, Excelencia, que la gente habría puesto fuego al Alcázar si el fraile se lo hubiera ordenado, pero se limitó a organizar procesiones a deshora, una en un barrio, otra en otro, y así, con cantos penitenciales y él mismo al frente de alguna de ellas arrastrando una cruz. La gente está que arde y el que más y el que menos espera salir a la calle cargado de cadenas. Eso excita mucho a las mujeres, y cuando vuelven a casa, derrengados, se las encuentran cachondas, y tienen que hacer una segunda penitencia.

– ¿Y en el mentidero?

– En el mentidero, Excelencia, se trató de tres temas, digamos que por su orden: al principio todos hablaban de Marfisa, Vuesa Excelencia sabe a quién me refiero: que si es así, que si es andando, que si tiene las tetas derechas o empiezan a caérsele.

El pájaro que revoloteaba por el jardín, y que a veces gritaba, no podía sugerir la imagen de unas tetas, ni caídas ni derechas: Su Excelencia lo lamentó.

– Después, que si el Rey había pasado la noche con ella, por lo cual Su Majestad creció dos o tres puntos en la estimación de los presentes, aunque no hayan faltado maldicientes que rebajaron a nada la acometividad real; por último, señor, se siguió hablando del Rey, pero esta vez porque se dijo que había pedido a voces ver a la Reina desnuda. Y aquí, señor, las opiniones se dividieron, porque algunos, pocos, lo consideraban un mal ejemplo, y muchos, los más, como el ejemplo que había que seguir, y dejarse de gaitas y consideraciones. Como que un caballero bien portado, aunque con aire de perulero más que de hidalgo, profirió más o menos estas palabras: «Si el Rey consigue ver a la Reina desnuda, todos tendremos pretexto para desnudar a nuestras hembras, sean esposa o querida, y se desnudarán todas las de estos reinos, y las mujeres de las Indias, y acabarán desnudas las mujeres del mundo entero, si se pone de moda, lo cual va siendo hora de que suceda, porque de camisones largos y de disputas por levantarlo un poco más, estamos tan cansados nosotros como ellas. El único peligro, y éste meramente imaginario, estriba en que se determinen a salir desnudas a la calle, o con trajes tan transparentes que se les trasluzca todo, pues ya sabemos las ganas que tienen las mujeres de publicar sus secretos.» Puedo decir a Su Excelencia que en el corro donde esto se decía no había curas, y si había alguno, no vestía ropa talar, y no estuvo disconforme con la opinión del perulero.

– Los viejos principios, Diego, están perdiendo vigencia, los tiempos cambian y la gente piensa distinto. No tengo nada contra el desnudo en privado, sobre todo a oscuras, pero sacarlo a la calle es como quitar la sal a la comida. No sé qué va a ser de nosotros.

– Como que se dice por ahí, y ya hace tiempo, que abundan los cabrones consentidos, y que qué va a suceder si la cosa cunde.

– Eso te digo, Diego. ¿Qué va a ser de nosotros? De ti y de mí, por ejemplo.

– Por lo que a mí respecta, Excelencia, me queda poco de vida, y, con tal de que haya vino…

Apuró el que quedaba en el vaso. El Gran Inquisidor cerró los ojos y recordó los viejos tiempos de Roma. El ave pasó rozando los vidrios de la ventana y se escondió en el alto ciprés que centraba el cuadrado del patio.

2. Primero fue un Te Deum, a cuatro voces mixtas, con reiterada intervención del órgano, que unas veces quedaba por debajo, como quien sirve de soporte a las piruetas melódicas, y otras, las perseguía en su complicada ascensión: laudamus, laudamus, laudamus, hasta chocar y reflejarse en las altas bóvedas; otras, por fin, las excluía del torrente sonoro, y era él solo en subir y colmar el ámbito con los resoplidos de su abundante tubería; una música de mucho mérito, traída de Roma, concebida para la inmensidad del Vaticano, que en aquella capilla de mediana holgura venía un poco grande: como que a veces vibraban las paredes y se estremecían las columnas. Luego, el sofoco del incienso y del calor, como que alguien se privó y hubo que sacarlo afuera y socorrerle con aguardiente y aire fresco: era un mercedario escueto, especialista en la cuestión De auxilüs, que no tenía nada que ver con el orden del día, pero a quien no se podía dejar fuera de una consulta general como aquélla. Cuando terminó el Te Deum, se formó en el claustro la procesión; dos filas de hábitos variados y el Gran Inquisidor al cabo: muy tieso, aunque un poco distraído, indiferente a los pajes que soportaban su cola. Cantaban el Veni Creator, según el canto llano, que les resultaba más accesible que aquellas polifonías romanas, aunque lo cantasen con voces desganadas y bastante ásperas. No salía muy bien, pero daba igual. No todos los de la procesión entraron, sino sólo los que tenían asientos en la Suprema, bien como miembros titulares bien como teólogos invitados; o sea, consultores, y entre éstos figuraba un jesuita portugués, el padre Almeida, bastante joven aún, pero de rostro tostado por los soles brasileiros. El padre Almeida estaba de paso en Madrid: lo habían destinado a capellán secreto de una gente en Inglaterra, porque al otro capellán lo habían ajusticiado, lo que era tanto como admitir que al padre Almeida le quedaba poca vida; pero no parecía apesadumbrado ni entristecido, tampoco entusiasmado con su futuro martirio: se portaba con naturalidad, mucha más que la de sus compañeros, a pesar de la reputación de teólogo sabio que su rector proclamaba en la carta de presentación al Gran Inquisidor, con la que justificaba su presencia. El padre Almeida chocaba un poco entre los demás clérigos, porque llevaba encima de la sotana un cuello a la francesa, y porque, al desabotonársela por el calor, se le habían visto medias negras y calzón. Pero, como a extranjero, no se le tomaba a mal.

Después de acomodados en la sala de reuniones, en razón de jerarquías siguiendo un criterio piramidal, todavía se rezaron más latines, éstos sin música, y la cosa quedó como en el escenario de un teatro: el Gran Inquisidor en lo más alto, aunque la cola de su hábito bajase hasta los rangos inferiores y extendiese encima de las losas el triple triángulo de su remate; después venían los jueces propietarios, el padre Pérez, el padre Gómez, el padre Fernández y Enríquez de Hinestrosa, así hasta seis, con hábitos blancos, hábitos negros y hábitos combinados; de ellos gordos, de ellos flacos, regordetes de cara o estirados, reservados o expresivos: todo lo que en el mundo se sabía de Dios y de todo lo que he concierne estaba almacenado en los caletres de aquellos seis, que votaban las decisiones, y, en caso de empate, desempataba el Gran Inquisidor; quien, además, tenía el privilegio de vetar los acuerdos colegiados y sustituirlos por su opinión propia, caso que se daba pocas veces, sobre todo por el qué dirán. Más abajo se sentaban los distintos peritos: aquella vez uno por cada orden, incluidos los mostenses, los premostratenses, y algunas órdenes nuevas, como la Societate Iesu, a la que pertenecía el padre Almeida. Entraban y salían con sigilo, soplones, esbirros y demás gentuza, a la que se prohibió la entrada un poco antes del juramento. A partir de éste, la gran sala del consejo quedó clausurada para el exterior: amplia y sombría, alumbrada de candelabros, la presidía un Cristo entre dos luces: poco Cristo y muchas velas para local tan amplio, donde lo que destacaba era el presidente. ¡Tan refinado, tan aburrido, allá arriba, en su sitial, casi nimbado, casi divino bajo el bonete de cuatro cuernos agudos! Solía echar un sueñecito después de tomar el juramento a los presentes y hacer el resumen de los temas, o los hechos que se iban a discutir; esta vez añadió la noticia de que la sospechosa Marfisa, que el Santo Tribunal había convocado y mandado prender, no había sido hallada. «Seguramente, alguien la previno, y huyó.» Y muchos lo lamentaron, sobre todo el padre Villaescusa, capellán de palacio, que sudaba en el rango de los peritos consultores. Pero aquella tarde no pudo dormitar el presidente, porque los frailes de a pie chillaban, quizá porque el tono elevado de las voces cargase de razón a las ideas. Por lo pronto, el padre Villaescusa manifestó su disconformidad con la exposición que se hizo de los hechos, de tal modo redactada que daba la impresión de que se habían reunido a causa de unos pecados veniales del monarca. No es que hubieran mentido, ¡él no decía eso!, sino que se habían contado sin intercalar censuras, comentarios o condenaciones. «¡Nada de pecadillos! ¡Un verdadero adulterio y una verdadera profanación del santo sacramento del matrimonio!) Y aquí fue cuando el padre Almeida, el jesuita transeúnte y destinado al martirio, se levantó y pidió la palabra.

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