La Reina En El Palacio De Las Corrientes De Aire
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Los lectores que llegaron con el coraz?n en un pu?o al final de La chica que so?aba con una cerilla y un bid?n de gasolina quiz?s prefieran no seguir leyendo estas l?neas y descubrir por s? mismos c?mo sigue la sene y, sobre todo, qu? le sucede a Lisbeth Salander.
Como ya imagin?bamos, Lisbeth no est? muerta, aunque no hay muchas razones para cantar victoria: con una bala en el cerebro, necesita un milagro, o el m?s habilidoso cirujano, para salvar la vida. Le esperan semanas de confinamiento en el mismo centro donde un paciente muy peligroso sigue acech?ndola: Alexander Zalachcnko, Zala. Desde la cama del hospital, y pese a su grav?simo estado, Lisbeth hace esfuerzos sobrehumanos para mantenerse alerta, porque sabe que sus impresionantes habilidades inform?ticas han a ser, una vez m?s, su mejor defensa.
Entre tanto, con una Erika Berger totalmente inmersa en las luchas de poder y las estrategias comerciales del poderoso peri?dico Svenska Morgon-Posten, en horas bajas tras el descenso de las ventas y de los anunciantes, Mikael se siente muy solo. Quiz?s Lisbeth le haya apartado de su vida, pero a medida que sus investigaciones avanzan y las oscuras razones que est?n tras el complot contra Salander van tomando forma, Mikael sabe que no puede dejar en manos de la Justicia y del Estado la vida y la libertad de Lisbeth. Pesan sobre ella dur?simas acusaciones que hacen que la polic?a mantenga la orden de aislamiento, as? que Kalle Blomkvist tendr? que ingeni?rselas para llegar hasta ella, ayudarla, incluso a su pesar, y hacerle saber que sigue all?, a su lado, para siempre.
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Stieg Larsson
La Reina En El Palacio De Las Corrientes De Aire
Título original: Luftslottet som sprängdesб 2007
© de la traducción del sueco, Martin Lexell y Juan José Ortega Román, 2009
Millennium – #3
PRIMERA PARTE: Incidente en un pasillo
Se estima que fueron seiscientas las mujeres que combatieron en la guerra civil norteamericana. Se alistaron disfrazadas de hombres. Ahí Hollywood, por lo que a ellas respecta, ha ignorado todo un episodio de historia cultural. ¿Es acaso un argumento demasiado complicado desde un punto de vista ideológico? A los libros de historia siempre les ha resultado difícil hablar de las mujeres que no respetan la frontera que existe entre los sexos. Y en ningún otro momento esa frontera es tan nítida como cuando se trata de la guerra y del empleo de las armas.
No obstante, desde la Antigüedad hasta la época moderna, la historia ofrece una gran cantidad de casos de mujeres guerreras, esto es, amazonas. Los ejemplos más conocidos ocupan un lugar en los libros de historia porque esas mujeres aparecen como «reinas», es decir, representantes de la clase reinante. Y es que, por desagradable que pueda parecer, el orden sucesorio coloca de vez en cuando a una mujer en el trono. Como la guerra no se deja conmover por el sexo de nadie y tiene lugar aunque se dé la circunstancia de que un país esté gobernado por una mujer, a los libros de historia no les queda más remedio que hablar de toda una serie de reinas guerreras que, en consecuencia, se ven obligadas a aparecer como si fueran Churchill, Stalin o Roosevelt. Tanto Semiramis de Nínive, que fundó el Imperio asirio, como Boudica, que encabezó una de las más sangrientas revueltas británicas realizadas contra el Imperio romano, son buena muestra de ello. A esta última, dicho sea de paso, se le erigió una estatua junto al puente del Támesis, frente al Big Ben. Salúdala amablemente si algún día pasas por allí por casualidad.
Sin embargo, los libros de historia se muestran por lo general muy reservados con respecto a las mujeres guerreras que aparecen bajo la forma de soldados normales y corrientes, esas que se entrenaban en el manejo de las armas, formaban parte de los regimientos y participaban en igualdad de condiciones con los hombres en las batallas que se libraban contra los ejércitos enemigos. Pero lo cierto es que siempre han existido: apenas ha habido una sola guerra que no haya contado con participación femenina.
Capítulo 1 Viernes, 8 de abril
Poco antes de la una y media de la madrugada, la enfermera Hanna Nicander despertó al doctor Anders Jonasson.
– ¿Qué pasa? -preguntó éste, confuso.
– Está entrando un helicóptero. Dos pacientes. Un hombre mayor y una mujer joven. Ella tiene heridas de bala.
– Vale -dijo Anders Jonasson, cansado.
A pesar de que sólo había echado una cabezadita de más o menos media hora, se sentía medio mareado, como si lo hubiesen despertado de un profundo sueño. Le tocaba guardia en el hospital de Sahlgrenska de Gotemburgo y estaba siendo una noche miserable, extenuante como pocas. Desde que empezara su turno, a las seis de la tarde, habían ingresado a cuatro personas debido a una colisión frontal de coche ocurrida en las afueras de Lindome. Una de ellas se encontraba en estado crítico y otra había fallecido poco después de llegar. También atendió a una camarera que había sufrido quemaduras en las piernas a causa de un accidente de cocina ocurrido en un restaurante de Avenyn, y le salvó la vida a un niño de cuatro años que llegó al hospital con parada respiratoria tras haberse tragado la rueda de un coche de juguete. Además de todo eso, pudo curar a una joven que se había caído en una zanja con la bici. Al departamentó de obras públicas del municipio no se le había ocurrido nada mejor que abrir la zanja precisamente en la salida de un carril bici, y, además, alguien había tirado dentro las vallas de advertencia. Le tuvo que dar catorce puntos en la cara y la chica iba a necesitar dos dientes nuevos. Jonasson también cosió el trozo de un pulgar que un entusiasta y aficionado carpintero se había arrancado con el cepillo.
Sobre las once, el número de pacientes de urgencias ya había disminuido. Dio una vuelta para controlar el estado de los que acababan de entrar y luego se retiró a una habitación para intentar relajarse un rato. Tenía guardia hasta las seis de la mañana, pero aunque no entrara ninguna urgencia él no solía dormir. Esa noche, sin embargo, los ojos se le cerraban solos.
La enfermera Hanna Nicander le llevó una taza de té. Aún no había recibido detalles sobre las personas que estaban a punto de ingresar.
Anders Jonasson miró de reojo por la ventana y vio que relampagueaba intensamente sobre el mar. El helicóptero llegó justo a tiempo. De repente, se puso a llover a cántaros. La tormenta acababa de estallar sobre Gotemburgo.
Mientras se hallaba frente a la ventana oyó el ruido del motor y vio cómo el helicóptero, azotado por las ráfagas de la tormenta, se tambaleaba al descender hacia el helipuerto. Se quedó sin aliento cuando, por un instante, el piloto pareció tener dificultades para controlar el aparato. Luego desapareció de su campo de visión y oyó cómo el motor aminoraba sus revoluciones. Tomó un sorbo de té y dejó la taza.
Anders Jonasson salió hasta la entrada de urgencias al encuentro de las camillas. Su compañera de guardia, Katarina Holm, se ocupó del primer paciente que ingresó, un hombre mayor con graves lesiones en la cara. A Jonasson le tocó ocuparse de la segunda paciente, una mujer con heridas de bala. Hizo una rápida inspección ocular y constató que parecía tratarse de una adolescente, en estado muy crítico y cubierta de tierra y de sangre. Levantó la manta con la que el equipo de emergencia de Protección Civil había envuelto el cuerpo y vio que alguien había tapado los impactos de bala de la cadera y el hombro con tiras de una ancha cinta adhesiva plateada, una iniciativa que le pareció insólitamente ingeniosa. La cinta mantenía las bacterias fuera y la sangre dentro. Una bala le había alcanzado la cadera y atravesado los tejidos musculares. Jonasson levantó el hombro de la chica y localizó el agujero de entrada de la espalda. No había orificio de salida, lo que significaba que la munición permanecía en algún lugar del hombro. Albergaba la esperanza de que no hubiera penetrado en el pulmón y, como no le vio sangre en la cavidad bucal, llegó a la conclusión de que probablemente no fuera ése el caso.
– Radiografía -le dijo a la enfermera que lo asistía. No hacían falta más explicaciones.
Acabó cortando la venda con la que el equipo de emergencia le había vendado la cabeza. Se quedó helado cuando, con las yemas de los dedos, palpó el agujero de entrada y se dio cuenta de que le habían disparado en la cabeza. Allí tampoco había orificio de salida.
Anders Jonasson se detuvo un par de segundos y contempló a la chica. De pronto se sintió desmoralizado. A menudo solía decir que el cometido de su profesión era el mismo que el que tenía un portero de fútbol. A diario llegaban a su lugar de trabajo personas con diferentes estados de salud pero con un único objetivo: recibir asistencia. Se trataba de señoras de setenta y cuatro años que se habían desplomado en medio del centro comercial de Nordstan a causa de un paro cardíaco, chavales de catorce años con el pulmón izquierdo perforado por un destornillador, o chicas de dieciséis que habían tomado éxtasis y bailado sin parar dieciocho horas seguidas para luego caerse en redondo con la cara azul. Eran víctimas de accidentes de trabajo y de malos tratos. Eran niños atacados por perros de pelea en Vasaplatsen y unos cuantos manitas que sólo iban a serrar unas tablas con una Black & Decker y que, por accidente, se habían cortado hasta el tuétano.