Cr?nica del rey pasmado
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Felipe IV pide un buen d?a ver a la reina desnuda.
El revuelo que ello provoca en Palacio no es poco, aun siendo la reina qui?n es, o lo que es lo mismo, su propia esposa, pues que los reyes en su lecho quieran verse desnudos, o en pelota picada, no es que no sea asunto privado, es que no lo es, y adem?s, es asunto de Estado.
El reino entero se pone en vilo y el Santo Tribunal de la Santa Inquisici?n convoca urgente reuni?n para decidir qu? es lo que se debe hacer al respecto, si permitir que semejante disparate (pecado mortal) se lleve a cabo o no, pues sabido es por todos que los pecados del rey los paga el pueblo entero y teniendo en cuenta los avatares hist?ricos que por el momento azuzan Espa?a, a saber, el posible desembarco de oro en C?diz para pagar deudas con los genoveses y la inminente batalla en Flandes que hace peligrar la supremac?a del reino espa?ol en el mundo… digamos que el horno no estaba para magdalenas.
El suceso es digno de ser recordado, para tal efecto se escribe la cr?nica de todo cuanto sucede aquellos d?as en Palacio y en la Corte, sin pasar por alto ni el m?s m?nimo detalle ni cuanto personaje aporte, aun siendo poco, vida a esta historia.
Delirante trama que Torrente Ballester nos regala en esta?Cr?nica del rey pasmado?, tan ingeniosa y divertida que dos a?os m?s tarde de ser publicado el libro, en 1991, el cineasta Imanol Uribe decide llevarla a la gran pantalla.
Un libro divertido, asombroso, descripci?n tremenda de aquella Espa?a del siglo XVII, Espa?a de Inquisiciones, comedias, glorias, poetas, de moralistas de medio pelo y fan?ticos de tres al cuarto.
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– ¿Qué clase de insensatos son Vuestras Mercedes, que así se regocijan de lo que puede traernos calamidades, y las traerá de seguro si no se pone remedio? -Nadie le respondió, sino con miradas y rostros sorprendidos, y él continuó-: No sólo los protocolos de la corte se oponen a semejante disparate, sino que también lo impiden las leyes de Dios y de la Iglesia. El varón puede acceder a la mujer con fines de procreación y, si sus humores se lo exigen, para calmarlos, pero jamás con intenciones livianas, como lo sería la de contemplar desnuda a la propia esposa.
Lucrecia, al verse solitaria, se había incorporado al grupo.
– ¡Pues bien que miraba el Rey a Marfisa desnuda, cuando se despertó, esta mañana, mientras ella dormía!
El caballero de la mano al pecho se volvió hacia ella.
– No es lo mismo, señorita ignorante, mirar a una prostituta, que para eso está, cine a la esposa, recibida en santo sacramento, por muy francesa que sea, porque, aunque las francesas son livianas por naturaleza, al atravesar los Pirineos se contaminan de nuestras virtudes y aceptan nuestras costumbres y protocolos. El cuerpo de la esposa es sacrosanto; se le puede tocar, mas no mirar.
– ¡Pues hay dedos que tienen ojos! -respondió desvergonzadamente Lucrecia; y el caballero de la mano al pecho la miró con desprecio tan fulminante, que la muchacha, apretando el velo con la mano, salió pitando del corro y de la plaza, y se perdió en la calle Mayor, hacia la Puerta del Sol.
– Ya será una pelandusca -dijo alguien; y otro desconocido, aunque de muy buen porte, corroboró:
– ¡Una pelandusca cuya voz no me es desconocida! Juraría que es la criada de Marfisa.
Todo el mundo se volvió hacia él, incluido el caballero de la mano al pecho, y todos pensaron que quien conocía así a la criada, no debía desconocer al ama. Y le tuvieron envidia. El caballero bien portado saludó y se fue. El corro comenzó a deshacerse, tal para aquí, tales para acullá. El clérigo llamado don Luis se marchó en compañía de un par de incondicionales.
– Y esa décima, don Luis, ¿está ya concluida?
– Me arrebató la inspiración ese imbécil de la mano al pecho, pero les aseguro que no pasará de esta noche su conclusión. ¡Pues no faltaba más!