Conversaci?n En La Catedral
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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Per?, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odr?a. Unas cuantas cervezas y un r?o de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que ?stos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripci?n minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustraci?n.
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– Dos jugos de naranja, dos cafés bien cargados -dijo el comandante Paredes-. Y rápido, porque nos estamos durmiendo.
– ¿Qué es lo que te preocupa? -dijo él-. Suelta la piedra de una vez.
– Zavala -dijo el comandante Paredes-. Tus negocios con él. Te tendrá agarrado por ahí, me imagino.
– Todavía no me tiene agarrado nadie -dijo él, desperezándose-. Trató mil veces, por supuesto. Quería hacerme su socio, clavarme acciones, mil cosas. Pero no le resultó.
– No se trata de eso -dijo el comandante Paredes-. El Presidente…
– Sabe todo, con pelos y señales -dijo él-. Hay esto y esto, pero nadie puede probar que esos contratos se consiguieron gracias a mí. Mis comisiones eran tantas, siempre en efectivo. Mi cuenta está en el extranjero y es tanto. ¿Debo renunciar, irme del país? No. ¿Qué hago entonces? Joder a Zavala. Está bien, yo obedezco.
– Joderlo a ése es lo más fácil del mundo -sonrió Paredes-. Por el lado de su vicio.
– Por ese lado no -dijo él, y miró a Paredes, bostezando de nuevo-. Por el único que no.
– Ya sé, ya me lo has dicho -sonrió Paredes-. El vicio es lo único que respetas en la gente.
– Su fortuna es un castillo sobre la arena -dijo él-. Su laboratorio vive de los suministros a los Institutos Armados. Se acabaron los suministros. Su empresa constructora, gracias a las carreteras y a las Unidades Escolares. Se acabó, no volverá a recibir un libramiento. Hacienda le hará expulgar los libros y tendrá que pagar los impuestos burlados, las multas. No se le podrá hundir del todo, pero algún daño se le hará.
– No creo, esos mierdas siempre encuentran la manera de salir adelante -dijo Paredes.
– ¿Es cierto lo del cambio de gabinete? -dijo él-. Hay que retener a Arbeláéz en el Ministerio. Es renegón, pero se puede trabajar con él.
– Un cambio ministerial en Fiestas Patrias es normal, no llamará la atención -dijo Paredes-. Por otra parte, el pobre Arbeláez tiene razón. El problema se presentaría con cualquier otro. Nadie aceptará ser un simple figurón.
– No podía arriesgarme a tenerlo al tanto de esto, conociendo sus mil negociados con Landa -dijo él.
– Ya sé, no te estoy criticando -dijo Paredes-. Por eso mismo, para evitar estas cosas, tienes que aceptar el Ministerio. Ahora no podrás negarte. Llerena ha insistido en que tú reemplaces a Arbeláez. También para los otros ministros es incómodo que haya un Ministro de Gobierno ficticio y otro real.
– Ahora soy invisible y nadie puede torpedear mi trabajo -dijo él-. El Ministro está expuesto y es vulnerable. Los enemigos del régimen se frotarían las manos si me ven de ministro.
– Los enemigos ya no cuentan mucho, después de este fracaso -dijo Paredes-. No van a levantar cabeza mucho tiempo.
– Cuando estamos solos, deberíamos ser más francos -dijo él, riendo-. La fuerza del régimen era el apoyo de los grupos que cuentan. Y eso ha cambiado. Ni el Club Nacional, ni el Ejército ni los gringos nos quieren mucho ya. Están divididos entre ellos, pero si se llegan a unir contra nosotros, habrá que hacer las maletas. Si tu tío no actúa rápido, la cosa va a ir de mal en peor.
– ¿Qué más quieren que haga? -dijo Paredes-. ¿No ha limpiado el país de apristas y comunistas? ¿No ha dado a los militares lo que no tuvieron nunca? ¿No ha llamado a los señorones del Club Nacional a los Ministerios, a las Embajadas, no les ha dejado decidir todo en Hacienda? ¿No se les da gusto en todo a los gringos? Qué más quieren esos perros.
– No quieren que cambie de política, harán la misma cuando tomen el poder -dijo él-. Quieren que se largue. Lo llamaron para que limpiara la casa de cucarachas. Ya lo hizo y ahora quieren que les devuelva la casa, que, después de todo, es suya ¿no?
– No -dijo Paredes-. El Presidente se ha ganado al pueblo. Les ha construido hospitales, colegios, dio la ley del seguro obrero. Si reforma la Constitución y quiere hacerse reelegir ganará las elecciones limpiamente. Basta ver las manifestaciones cada vez que sale de gira.
– Las organizo yo hace años -bostezó él-. Dame plata y te organizo las mismas manifestaciones a ti. No, lo único popular aquí es el Apra. Si se les ofrecen unas cuantas cosas, los apristas aceptarían entrar en tratos con el régimen.
– ¿Te has vuelto loco? -dijo Paredes.
– El Apra ha cambiado, es más anticomunista que tú, y Estados Unidos ya no los veta -dijo él-. Con la masa del Apra, el aparato del Estado y los grupos dirigentes leales, Odría sí podría hacerse reelegir.
– Estás delirando -dijo Paredes-. Odría y el Apra unidos. Por favor, Cayo.
– Los líderes apristas están viejos y se han puesto baratos -dijo él-. Aceptarían, a cambio de la legalidad y unas cuantas migajas.
– Las Fuerzas Armadas no aceptarán jamás ningún acuerdo con el Apra -dijo Paredes.
– Porque la derecha las educó así, haciéndoles creer que era el enemigo -dijo él-. Pero se las puede educar de nuevo, haciéndoles ver que el Apra ya cambió. Los apristas darán a los militares todas las garantías que quieran.
– En lugar de ir a buscar a Landa al aeropuerto, anda a consultar a un psiquiatra -dijo Paredes-. Este par de días sin dormir te han hecho daño, Cayo.
– Entonces, el 56 subirá a la Presidencia algún señorón -dijo él, bostezando-. Y tú y yo nos iremos a descansar de todos estos trajines. Bueno, a mí no me molesta la idea; por lo demás. No sé para qué hablamos de esto. Las cuestiones políticas no nos incumben. Tu tío tiene sus consejeros. Tú y yo a nuestros zapatos. A propósito ¿qué hora es?
– Tienes tiempo -dijo Paredes-. Yo me voy a dormir, estoy rendido con la tensión de estos dos días. Y esta noche, si me da el cuerpo, me voy a desquitar con una farra. Tú no tendrás ánimos ¿no?
– No, no ha despertado; don Cayo, desde Chaclacayo como usted lo ve -dijo Ludovico, señalando a Hipólito-. Perdóneme que vaya tan despacio, pero es que yo también estoy hecho polvo de sueño y no quiero chocar. Llegaremos al aeropuerto antes de las once, no se preocupe.
– El avión llega dentro de diez minutos, don Cayo -dijo Lozano, con voz ronca y extenuada-. Traje dos patrulleros y algunos hombres. Como viene en un avión de pasajeros, no sabía en qué forma…
– Landa no está detenido -dijo él-. Lo recibiré yo solo y lo llevaré a su casa. No quiero que el senador vea este despliegue policial, llévese a la gente. ¿Todo lo demás en orden?
– Todas las detenciones sin problemas -dijo Lozano, sobándose la cara sin afeitar, bostezando-. Lo único, un pequeño incidente en Arequipa. El doctor Velarde, ese apristón. Alguien le pasó la voz y escapó. Estará tratando de llegar a Bolivia. La frontera está advertida.
– Está bien, puede irse, Lozano -dijo él-. Mire a Ludovico y a Hipólito. Ya están roncando de nuevo.
– Ese par han pedido su traslado, don Cayo -dijo Lozano-. Usted dirá.
– No me extraña, ya están hartos de las malas noches -sonrió él-. Está bien, búsqueme otro par, que sean menos dormilones. Hasta luego, Lozano.
– ¿Quiere entrar al puesto a sentarse, señor Bermúdez? -dijo un teniente, saludando.
– No, Teniente, gracias, prefiero tomar un poco de aire -dijo él-. Además, ahí está el avión. Despiérteme a ese par, más bien, y que acerquen el auto. Yo voy a adelantarme. Por aquí, senador, aquí está mi coche. Suba, por favor. A San Isidro, Ludovico, a la casa del senador Landa.
– Me alegro que vayamos a mi casa y no a la cárcel -murmuró el senador Landa, sin mirarlo-. Espero que podré cambiarme de ropa y darme un baño, siquiera.
– Sí -dijo él-. Siento mucho todas estas molestias. No tuve más remedio, senador.
– Como si se tratara de asaltar una fortaleza, con ametralladoras y sirenas -susurró Landa, la boca pegada a la ventanilla-. Faltó poco para que a mi mujer le diera un síncope cuando se presentaron en "Olave". ¿También ordenó que me hicieran pasar la noche en una silla, pese a mis sesenta años, Bermúdez?
– Es esta casa grande, la del jardín, ¿no señor? -dijo Ludovico.
– Usted primero, senador -dijo él, señalando el amplio, frondoso jardín, y un instante, alcanzó a verlas: blancas, desnudas, correteándose entre los laureles, riéndose, sus talones blancos y rápidos sobre el césped húmedo-. Siga, siga, senador.
– ¡Papá, papacito! -gritó la muchacha, abriendo los brazos, y él vio su cara de porcelana, sus ojos grandes y asombrados, sus cabellos cortos, castaños-. Acabo de hablar por teléfono con la mami y está muerta de susto. ¿Qué pasó, qué pasó, papi?
– Buenos días -murmuró él y rápidamente la desnudó y empujó hacia las sábanas donde dos formas femeninas la recibieron, ávidas.
– Ya te explicaré, corazón -Landa se desprendió de su hija, se volvió hacia él-. Pase, Bermúdez. Llama a Chiclayo y tranquiliza a tu madre, Cristina, dile que estoy bien. Que no nos moleste nadie. Asiento, Bermúdez.
– Le voy a hablar con toda sinceridad, senador -dijo él-. Haga usted lo mismo y así ganaremos tiempo los dos.
– La recomendación está demás -dijo Landa-. Yo no miento nunca.
– El general Espina fue detenido, todos los oficiales que le habían prometido ayuda se han reconciliado con el régimen -dijo él-. No queremos que esto trascienda, senador. Concretamente, vengo a proponerle que reafirme su lealtad al régimen y que mantenga su, posición de líder parlamentario. En dos palabras, que se olvide de lo que ha ocurrido.
– Primero tengo que saber qué ha ocurrido -dijo Landa; tenía las manos en las rodillas, permanecía absolutamente inmóvil.
– Usted está cansado, yo estoy cansado -murmuró él-. ¿No podemos ganar tiempo, senador?
– Saber de qué se me acusa, primero -repitió Landa, secamente.
– De haber servido de enlace entre Espina y los jefes de las guarniciones comprometidas -dijo él con un dejo resignado-. De haber conseguido dinero y haber invertido su propio dinero en este asunto. De haber reunido, en esta casa y en "Olave” a la veintena de conspiradores civiles que ahora están detenidos.
Tenemos declaraciones firmadas, cintas grabadas. Todas las pruebas que usted quiera. Pero ya no se trata de eso. No queremos explicaciones. El Presidente está dispuesto a olvidar todo esto.
– Se trata de no tener en el Senado a un enemigo que conoce al régimen en cuerpo y alma -murmuró Landa. mirándolo fijamente a los ojos.
– Se trata de no quebrar la mayoría parlamentaria -dijo él-. Además, su prestigio, su nombre y sus influencias son necesarias al régimen. Sólo hace falta que usted acepte, senador, y no ha pasado nada.