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Conversaci?n En La Catedral

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Conversaci?n En La Catedral
Название: Conversaci?n En La Catedral
Автор: Llosa Mario Vargas
Дата добавления: 16 январь 2020
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Conversaci?n En La Catedral - читать бесплатно онлайн , автор Llosa Mario Vargas

Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Per?, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odr?a. Unas cuantas cervezas y un r?o de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que ?stos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripci?n minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustraci?n.

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– ¿Entregó el comunicado a la prensa y a las radios? -dijo él.

– Lo estoy esperando desde las ocho de la mañana y son las nueve de la noche -dijo la mujer-. Tiene usted que recibirme aunque sea sólo diez minutos, señor Bermúdez.

– Le he explicado a la señora Ferro que usted está muy ocupado -dijo el doctor Alcibíades-. Pero ella no…

– Está bien, diez minutos, señora -dijo él-. ¿Quiere venir un momento a mi oficina, doctorcito?

– Ha estado en el pasillo cerca de cuatro horas -dijo el doctor Alcibíades-. Ni por las buenas ni por las malas, don Cayo, no ha habido forma.

– Le dije que la sacara con los guardias -dijo él.

– Lo iba a hacer, pero como me llegó el comunicado anunciando el nombramiento del general Espina, pensé que la situación había cambiado -dijo el doctor Alcibíades-. Que a lo mejor el doctor Ferro sería puesto en libertad.

– Sí, ha cambiado, y habrá que soltar a Ferrito también -dijo él-. ¿Hizo circular el comunicado?

– A todos los diarios, agencias y radios -dijo el doctor Alcibíades-. Radio Nacional lo ha pasado ya. ¿Le digo a la señora que su esposo va a salir y la despacho?

– Yo le daré la buena noticia -dijo él-. Bueno, esta vez sí está terminado el asunto. Debe estar rendido, doctorcito.

– La verdad que sí, don Cayo -dijo el doctor Alcibíades-. Llevo casi tres días sin dormir.

– Los que nos ocupamos de la seguridad, somos los únicos que trabajan de veras en este Gobierno -dijo él.

– ¿De veras que el senador Landa asistió a la reunión de parlamentarios en Palacio? -dijo el doctor Alcibíades.

– Estuvo cinco horas en Palacio y mañana saldrá una foto de él saludando al Presidente -dijo él-. Costó trabajo pero, en fin, lo conseguimos. Haga pasar a esa dama y váyase a descansar, doctorcito.

– Quiero saber qué pasa con mi esposo -dijo resueltamente la mujer y él pensó no viene a pedir ni a lloriquear, viene a pelear-. Por qué lo ha hecho usted detener, señor Bermúdez.

– Si las miradas mataran ya sería yo cadáver -sonrió él-. Calma, señora. Asiento. No sabía que el amigo Ferro era casado. Y menos que tan bien casado.

– Respóndame ¿por qué lo ha hecho detener? -repitió con vehemencia la mujer y él ¿qué es lo que pasa?-. ¿Por qué no me han dejado verlo?

– La va a sorprender, pero, con el mayor respeto, voy a preguntarle algo ¿un revólver en la cartera?, ¿sabe algo que yo no sé?. ¿Cómo puede estar casada con el amigo Ferro una mujer como usted, señora?

– Mucho cuidado, señor Bermúdez, no se equivoque conmigo -alzó la voz la mujer: no estaría acostumbrada, seria la primera vez-. No le permito que me falte, ni que hable mal de mi esposo.

– No hablo mal de él, estoy hablando bien de usted -dijo él y pensó está aquí casi a la fuerza, asqueada de haber venido, la han mandado-. Disculpe, no quería ofenderla.

– Por qué está preso, cuándo lo va a soltar -repitió la mujer-. Dígame qué van a hacer con mi marido.

– A esta oficina sólo vienen policías y funcionarios -dijo él-. Rara vez una mujer, y nunca una cómo usted. Por eso estoy tan impresionado con su visita, señora.

– ¿Va a seguir burlándose de mí? -murmuró, trémula, la mujer-. No sea usted prepotente, no abuse, señor Bermúdez.

– Está bien, señora, su esposo le explicará por qué fue detenido -¿qué es lo Que quería, en el fondo; a qué no se atrevía?-. No se preocupe por él. Se lo trata con toda consideración, no le falta nada. Bueno, le falta usted, y eso sí que no podemos reemplazárselo, desgraciadamente.

– Basta de groserías, está hablando con una señora -dijo la mujer y él se decidió, ahora lo va a decir, hacer-. Trate de portarse como un caballero.

– No soy un caballero, y usted no ha venido a enseñarme modales sino a otra cosa -murmuró él-. Sabe de sobra por qué está detenido su esposo. Dígame de una vez a qué ha venido.

– He venido a proponerle un negocio -balbuceó la mujer-. Mi esposo tiene que salir del país mañana. Quiero saber sus condiciones.

– Ahora está más claro -asintió él-. ¿Mis condiciones para soltar a Ferrito? ¿Es decir cuánto dinero?

– Le he traído los pasajes para que los vea -dijo ella, con ímpetu-. El avión a Nueva York, mañana a las diez. Tiene que soltarlo esta misma noche. Ya sé que usted no acepta cheques. Es todo lo que he podido reunir.

– No está mal, señora -me estás matando a fuego lento, clavándome alfileres en los ojos, despellejándome con las uñas: la desnudó, amarró, acuclilló y pidió el látigo-. Y, además, en dólares. ¿Cuánto hay aquí? ¿Mil, dos mil?

– No tengo más en efectivo, no tenemos más -dijo la mujer-. Podemos firmarle un documento, lo que usted diga.

– Dígame francamente lo que ocurre y así podremos entendernos -dijo él-. Conozco a Ferrito hace años, señora. Usted no está haciendo esto por el asunto de Espina. Hábleme con franqueza. ¿Cuál es el problema?

– Tiene que salir del Perú, tiene que tomar ese avión mañana y usted sabe por qué -dijo rápidamente la mujer-. Está entre la espada y la pared y usted lo sabe. No es un favor, señor Bermúdez, es un negocio. Cuáles son sus condiciones, qué otra cosa debemos hacer.

– No sacó esos pasajes por si la revolución fallaba, no es un viaje de turismo -dijo él-. Ya veo está metido en algo mucho peor. No es el contrabando tampoco, eso se arregló, yo lo ayudé a tapar la cosa. Ya voy entendiendo, señora.

– Abusaron de su buena fe, prestó su nombre y ahora todo recae sobre él -dijo la mujer-. Me cuesta mucho hacer esto, señor Bermúdez. Tiene que salir del país, usted lo sabe de sobra.

– Las Urbanizaciones del Sur Chico -dijo él-. Claro, señora, ahora sí. Ahora veo por qué se metió Ferrito a conspirar con Espina. ¿Espina le ofreció sacarlo del apuro si lo ayudaba?

– Han sentado ya las denuncias, los miserables que lo metieron en esto se mandaron mudar -dijo la mujer, con la voz rota-. Son millones de soles, señor Bermúdez.

– Sí sabía, señora, pero no que la catástrofe estaba tan cerca -asintió él-. ¿Los argentinos que eran sus socios se largaron? Y Ferrito se iba a ir, también, dejando colgados a los cientos de tipos que compraron esas casas que no existen. Millones de soles, claro. Ya sé por qué se metió a conspirar, ya sé por qué vino usted.

– Él no puede cargar con la responsabilidad de todo, a él lo engañaron también -dijo la mujer y él pensó va a llorar. Si no toma el avión…

– Se quedará adentro mucho tiempo, y no como conspirador, sino como estafador -se apenó él, asintiendo-. Y todo el dinero que ha sacado se pudrirá en el extranjero.

– No ha sacado ni un medio -alzó la voz la mujer-. Abusaron de su buena fe. Este negocio lo ha arruinado.

– Ya entiendo por qué se atrevió a venir -repitió él, suavemente-. Una señora como usted a venir donde mí, a rebajarse así. Para no estar aquí cuando estalle el escándalo, para no ver su apellido en las páginas policiales.

– No por mí, sino por mis hijos -rugió la mujer; pero respiró hondo y bajó la voz-. No he podido reunir más. Acepte esto como un adelanto, entonces. Le firmaremos un documento, lo que usted diga.

– Guárdese esos dólares para el viaje, Ferrito y usted los necesitan más que yo -dijo él, muy lentamente, y vio inmovilizarse a la mujer y vio sus ojos, sus dientes-. Además, usted vale mucho más que todo ese dinero. Está bien, es un negocio. No grite, no llore, dígame sí o no. Pasamos un rato juntos, vamos a sacar a Ferro, mañana toman el avión.

– Cómo se atreve, canalla -y vio su nariz, sus manos, sus hombros y pensó no grita, no llora, no se asombra, no se va-. Cholo miserable, cobarde.

– No soy un caballero, ése es el precio, esto lo sabía usted también -murmuró él-. Puedo garantizarle la más absoluta discreción, desde luego. No es una conquista, es un negocio, tómelo así. Y decídase de una vez, ya se pasaron los diez minutos, señora.

– ¿A Chaclacayo? -dijo Ludovico-. Muy bien, don Cayo, a San Miguel.

– Sí, me quedo aquí -dijo él-. Váyanse a dormir, vengan a buscarme a las siete. Por aquí, señora. Se va a helar si sigue en el jardín. Entre un momento, cuando quiera irse llamaré un taxi y la acompañaré a su casa.

– Buenas noches, señor, perdóneme la faena, estaba acostándome -dijo Carlota-. La señora no está, salió temprano con la señorita Queta.

– Saca un poco de hielo y anda a acostarte, Carlota -dijo él-. Pase, no se quede en la puerta, siéntese, voy a prepararle una copa. ¿Con agua, con soda? Puro, entonces, igual que yo.

– ¿Qué significa esto? -articuló por fin la mujer, rígida-. ¿Dónde me ha traído?

– ¿No le gusta la casa? -sonrió él-. Bueno, usted debe estar acostumbrada a sitios más elegantes.

– ¿Quién es esa mujer por la que usted ha preguntado? -susurró la mujer, ahogándose.

– Mi querida, se llama Hortensia -dijo él-.¿Un cubito de hielo, dos? Salud, señora. Vaya, no quería usted beber y se vació la copa de golpe. Le preparo otro, entonces.

– Ya sabía, ya me habían advertido, es la persona más vil y canalla que existe -dijo la mujer, a media voz-. ¿Qué es lo que quiere? ¿Humillarme? ¿Para eso me trajo aquí?

– Para que tomemos unos tragos y charlemos -dijo él-. Hortensia no es una chola grosera, como yo. No es tan refinada y decente como usted, pero es bastante presentable.

– Siga, qué más -dijo la mujer-. Hasta dónde más. Siga.

– Esto la asquea por tratarse de mí, sobre todo -dijo él-. Si yo hubiera sido alguien como usted quizá no tendría tanta repugnancia ¿no?

– Sí -los dientes de la mujer dejaron de chocar un segundo, sus labios de temblar-. Pero un hombre decente no hubiera hecho una canallada así.

– No es la idea de acostarse con otro lo que le da náuseas, es la idea de acostarse con un cholo -dijo él, bebiendo-. Espere, voy a llenarle el vaso.

– ¿Qué espera? Ya basta, dónde tiene la cama en la que cubra sus chantajes -dijo la mujer -.¿Cree que si sigo tomando voy a sentir menos asco?

– Ahí llega Hortensia -dijo él-. No se levante, no es necesario. Hola, chola. Te presento a la dama sin nombre. Esta es Hortensia, señora. Un poco borrachita, pero ya ve, bastante presentable.

– ¿Un poco? La verdad es que me estoy cayendo -se rió Hortensia-. Encantada, dama sin nombre, mucho gusto. ¿Llegaron hace mucho rato?

– Hace un momento -dijo él-. Siéntate, te voy a servir un trago.

– No creas que lo pregunto por celos, dama sin nombre, sólo por curiosidad -se rió Hortensia-. De las mujeres guapas nunca tengo celos. Uy, estoy rendida. ¿Quieres fumar?

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