Conversaci?n En La Catedral
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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Per?, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odr?a. Unas cuantas cervezas y un r?o de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que ?stos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripci?n minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustraci?n.
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– ¿Qué significa todo esto? -estalló la iracunda voz de Landa-. ¿Por qué me han sacado de mi casa con soldados? ¿Y la inmunidad parlamentaria? ¿Quién ha ordenado este atropello, Bermúdez?
– Quería informarle que está detenido el general Espina -dijo él, con calma-. Y el General está empeñado en complicarlo en un asunto muy turbio. Sí, Espina, el general Espina. Asegura que usted está comprometido en un complot contra el régimen. Necesitamos que venga a Lima para aclarar esto, senador.
– ¿Yo, en un complot contra el régimen? -no había ninguna vacilación en la voz de Landa, sólo la misma furia resonante-. Pero si yo soy del régimen, si yo soy el régimen. Qué tontería es ésta, Bermúdez, qué se figura usted.
– Yo no me figuro nada, sino el general Espina -se disculpó él-. Tiene pruebas, dice. Por eso lo necesitamos aquí, senador. Hablaremos mañana y espero que todo se aclare.
– Que me pongan un avión a Lima inmediatamente -rugió el senador-. Yo alquilo un avión, yo lo pago. Esto es completamente absurdo, Bermúdez.
– Muy bien, senador -dijo él-. Páseme a Camino, voy a darle instrucciones.
– He sido tratado como un delincuente por sus soplones -gritó el senador-. A pesar de mi condición de parlamentario, a pesar de mi amistad con el Presidente. Usted es el responsable de todo esto, Bermúdez.
– Guárdeme a Landa ahí toda la noche, Camino -dijo él-. Despáchemelo mañana. No, nada de avión especial. En el vuelo regular de Faucett, sí. Eso es todo, Camino.
– Yo alquilo un avión, yo pago -dijo el comandante Paredes, colgando el teléfono-. A ese señorón le va a hacer bien pasar una noche en el calabozo.
– ¿Una hija de Landa salió elegida Miss Perú el año pasado, no? -dijo él, y la vio, borrosa contra el telón de sombras de la ventana, quitándose un abrigo de piel, descalzándose-. ¿Cristina o algo así, no? Por las fotos parecía una linda muchacha.
– A mí los métodos de usted no me convencen -dijo el general Llerena, mirando la alfombra con malhumor-. Las cosas se resuelven mejor y más rápido con mano dura, Bermúdez.
– Llaman al señor Bermúdez de la Prefectura, mi General -dijo un Teniente, asomando-. El señor Lozano.
– El sujeto acaba de salir de su casa, don Cayo -dijo Lozano-. Sí, lo está siguiendo un patrullero. Rumbo a Chaclacayo, sí.
– Está bien -dijo él-. Llame a Chaclacayo y dígales que Zavala está por llegar. Que lo hagan entrar y que me espere. Que no lo dejen salir hasta que yo llegue. Hasta luego, Lozano.
– ¿El pez gordo está yendo a su casa? -dijo el general Llerena-. ¿Qué significa eso, Bermúdez?
– Que ya se dio cuenta Que la conspiración se fue al agua, General -dijo él.
– ¿Y para Zavala se va a resolver todo tan fácil? -murmuró el comandante Paredes-. Él y Landa son los autores intelectuales de esto, ellos empujaron al Serrano a esta aventura.
– El general Chamorro en el teléfono, mi General -dijo un capitán, desde la puerta-. Sí, los tres teléfonos están conectados con Tumbes, mi General.
– Le habla Cayo Bermúdez, General -con el rabillo del ojo vio la cara arrasada por el desvelo del general Llerena, y la ansiedad de Paredes, que se mordía los labios-. Siento despertarlo a estas horas, pero se trata de algo urgente.
– General Chamorro, mucho gusto -una voz enérgica, sin edad, dueña de sí misma-. Diga, en qué puedo servirlo, señor Bermúdez.
– El general Espina fue detenido esta noche. General -dijo él-. Las guarniciones de Arequipa, de Iquitos y de Cajamarca han reafirmado su lealtad al gobierno. Todos los civiles comprometidos en la conspiración, desde el senador Landa hasta Fermín Zavala, están detenidos. Le voy a leer unos telegramas; General.
– ¿Una conspiración? -susurró, entre ruidos dispares, el general Chamorro-. ¿Contra el gobierno, dice usted?
– Una conspiración sofocada antes de nacer -dijo él-. El Presidente está dispuesto a pasar la esponja, General. Espina saldrá del país, los oficiales comprometidos no serán molestados si actúan razonablemente. Sabemos que usted prometió apoyar al general Espina, pero el Presidente está dispuesto a olvidarlo, General.
– Yo sólo doy cuenta de mis actos a mis superiores, al Ministro de Guerra o al Jefe de Estado Mayor -dijo la voz de Chamorro con altanería, luego de una larga pausa de eructos eléctricos-. Quién se ha creído usted. Yo no doy explicaciones a un subalterno civil.
– ¿Aló, Alberto? -el general Llerena tosió, habló con más fuerza-. Te habla el Ministro de Guerra, no el compañero de armas. Sólo quiero confirmarte lo que has oído. También debes saber que se te da esta oportunidad gracias al Presidente. Yo propuse llevarte ante un Consejo de Guerra y procesarte por alta traición.
– Yo asumo la responsabilidad de mis actos -repuso, con indignación, la voz de Chamorro; pero algo había comenzado a ceder en ella, algo que se traslucía en su mismo ímpetu-. Es falso que yo haya cometido ninguna traición. Respondo ante cualquier tribunal. Siempre he respondido, y tú lo sabes.
– El Presidente sabe que usted es un oficial destacado y por eso quiere disociarlo de esta aventura descabellada -dijo él-. Sí, le habla Bermúdez. El Presidente lo aprecia y lo considera un patriota. No quiere tomar ninguna medida contra usted, General.
– Yo soy un hombre de honor y no permitiré que mi nombre sea manchado -afirmó el general Chamorro con violencia-. Esta es una intriga fraguada mis espaldas. No lo voy a permitir. Yo no tengo nada que hablar con usted, páseme al general Llerena.
– Todos los jefes del Ejército han reafirmado su lealtad al régimen, General -dijo él-. Sólo falta que usted haga lo mismo. El Presidente lo espera de usted, general Chamorro.
– No permitiré que se me calumnie, no permito que se ponga en duda mi honor -repetía con vehemencia la voz de Chamorro-. Esta es una intriga cobarde y canalla contra mí. Le ordeno que me pase al general Llerena.
– Reafirma inquebrantable lealtad gobierno constituido y jefe de estado empeñado patriótica restauración nacional, firmado general Pedro Solano, Comandante en Jefe primera región militar -leyó él-. Comandante en jefe cuarta región y oficiales confirman adhesión simpatía patriótico régimen restauración nacional stop Cumpliremos constitución leyes. Firmado general Antonio Quispe Bulnes: Reitero adhesión patriótico régimen stop. Reafirmo decisión cumplir sagrados deberes patria constitución leyes. Firmado General Manuel Obando Coloma, Comandante en Jefe segunda región.
– ¿Has oído, Alberto? -rugió el general Llerena- ¿Has oído o quieres que yo te lea los telegramas de nuevo?
– El Presidente espera el telegrama de usted, general Chamorro -dijo él-. Me ha pedido que se lo diga personalmente.
– A menos que quieras cometer la locura de alzarte solo -rugió el general Llerena-. Y en ese caso te doy mi palabra que me bastan un par de horas para demostrarte que el Ejército permanece totalmente fiel al régimen, pese a todo lo que te haya hecho creer Espina. Si no envías el telegrama antes del amanecer, consideraré que has entrado en rebelión.
– El Presidente confía en usted, general Chamorro -dijo él.
– No necesito recordarte que estás al mando de una Guarnición de frontera -dijo el general Llerena-. No necesito decirte la responsabilidad que caerá sobre ti si provocas una guerra civil en las puertas mismas del Ecuador.
– Puede usted consultar por radio a los generales Quispe, Obando y Solano -dijo él-. El Presidente espera que usted actúe con el mismo patriotismo que ellos. Eso es todo lo que queríamos decirle. Buenas noches, general Chamorro.
– Chamorro tiene en estos momentos una olla de grillos en la cabeza -murmuró el general Llerena, pasándose el pañuelo por la cara empapada de sudor. Puede hacer cualquier disparate.
– En estos momentos está mentándoles la madre a Espina, a Solano, a Quispe y a Obando -dijo el comandante Paredes-. Puede ser que se escape al Ecuador. Pero no creo que arruine así su carrera.
– Mandará el telegrama antes del amanecer -dijo él-. Es un hombre inteligente.
– Si le da un ataque de locura y se alza puede resistir varios días -dijo el general Llerena, sordamente-. Lo tengo cercado con tropas, pero no me fío mucho de la Aviación. Cuando se planteó la posibilidad de bombardear el cuartel, el Ministro dijo que la idea no haría ninguna gracia a muchos pilotos.
– Nada de eso será necesario, la conspiración ha muerto sin pena ni gloria -dijo él-. Total, un par de días sin dormir, General. Voy a Chaclacayo ahora, a dar la última puntada. Luego iré a Palacio. Cualquier novedad, estaré en mi casa.
– Llaman de Palacio al señor Bermúdez, mi General -dijo un teniente, sin entrar-. El teléfono blanco, mi General.
– Le habla el mayor Tijero, don Cayo -en el cuadrado de la ventana apuntaba al fondo de la masa sombría una irisación azul: el abriguito de piel rodaba hasta sus pies, que eran rosados-. Acaba de llegar un telegrama de Tumbes. En clave, lo están descifrando. Pero ya nos damos cuenta del sentido. Menos mal ¿no, don Cayo?
– Me alegro mucho, Tijero -dijo él, sin alegría, y entrevió las caras estupefactas de Paredes y de Llerena-. No lo pensó ni media hora. Eso es lo que se llama un hombre de acción. Hasta luego, Tijero, iré allá dentro de un par de horas.
– Mejor vamos a Palacio de una vez, mi General -dijo el comandante Paredes-. Este es el punto final.
– Perdone usted, don Cayo -dijo Ludovico-. Nos quedamos secos. Despierta, Hipólito.
– Qué carajo pasa, por qué empujas -tartamudeó Hipólito-. Ah, perdón, don Cayo, me quedé dormido.
– A Chaclacayo -dijo él-. Quiero estar allá en veinte minutos.
– Las luces de la sala están prendidas, tiene usted visita, don Cayo -dijo Ludovico-. Fíjate quién está ahí, Hipólito, en el carro. Es Ambrosio.
– Siento haberlo hecho esperar, don Fermín -dijo él, sonriendo, observando el rostro violáceo, los ojos devastados por la derrota y la larga vigilia, alargando la mano-. Voy a hacer que nos den unos cafés, ojalá esté despierta Anatolia.
– Puro, bien cargado y sin azúcar -dijo don Fermín-. Gracias, don Cayo.
– Dos cafés puros, Anatolia -dijo él-. Nos los llevas a la sala y puedes volver a acostarte.
– Traté de ver al Presidente y no pude, por eso vine hasta aquí -dijo maquinalmente don Fermín-. Algo grave, don Cayo. Sí, una conspiración.
– ¿Otra más? -alargó un cenicero a don Fermín, se sentó a su lado en el sofá-. No pasa una semana sin que se descubra alguna, últimamente.