Conversaci?n En La Catedral
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Zavalita y el zambo Ambrosio conversan en La Catedral. Estamos en Per?, durante el ochenio dictatorial del general Manuel A. Odr?a. Unas cuantas cervezas y un r?o de palabras en libertad para responder a la palabra amordazada por la dictadura.Los personajes, las historias que ?stos cuentan, los fragmentos que van encajando, conforman la descripci?n minuciosa de un envilecimiento colectivo, el repaso de todos los caminos que hacen desembocar a un pueblo entero en la frustraci?n.
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– O puede ser que no lo haya querido saber -dijo Santiago-. Que no haya querido darme cuenta.
– No te estoy consolando, no hay ninguna razón, tú no estás en la salsa -dijo Carlitos, eructando.
Habría que consolarlo a él, más bien. Si es mentira, por haberle clavado eso, y si es verdad, porque su vida debe ser bastante jodida. No pienses más.
– Pero lo otro no puede ser cierto, Carlitos -dijo Santiago-. Lo otro tiene que ser una calumnia. Eso no puede ser, Carlitos. -La puta le debe tener odio por algo, ha inventado esa historia para vengarse de él por algo -dijo Carlitos-. Algún enredo de cama, algún chantaje para sacarle plata, quizás. No sé cómo se lo puedes advertir. Sobre todo que hace años que no lo ves ¿no?
– ¿Advertírselo yo? ¿Se te ocurre que voy a verle la cara después de esto? -dijo Santiago-Me moriría de vergüenza, Carlitos.
– Nadie se muere de vergüenza -sonrió Carlitos, y eructó de nuevo-. En fin, tú sabrás lo que haces. De todos modos, esa historia quedará enterrada de una manera o de otra.
– Tú conoces a Becerrita -dijo Santiago-. No está enterrada. Tú sabes lo que va a hacer.
– Consultar con Arispe y Arispe con el Directorio, claro que sé -dijo Carlitos-. ¿Crees que Becerrita es cojudo, que Arispe es cojudo? La gente bien no aparece nunca en la página policial. ¿Te preocupaba eso, el escándalo? Sigues siendo un burgués, Zavalita.
Eructó y se echó a reír y siguió hablando, desvariando cada vez más: esta noche te hiciste hombre, Zavalita, o nunca jamás. Sí, había sido una suerte: verlo emborracharse, piensa, oírlo eructar, delirar, tener que sacarlo a rastras del “Negro Negro”, sujetarlo en el Portal mientras un chiquillo llamaba un taxi.
Una suerte haber tenido que llevarlo hasta Chorrillos, subirlo colgado del hombro por la viejísima escalera de su casa, y desnudarlo y acostarlo, Zavalita. Sabiendo que no estaba borracho, piensa, que se hacía para distraerte y ocuparte, para que pensaras en él y no en ti. Piensa: te llevaré un libro, mañana iré. Pese al mal sabor en la boca, a la bruma en el cerebro y a la descomposición del cuerpo, a la mañana siguiente se había sentido mejor. Adolorido y al mismo tiempo más fuerte, piensa, los músculos entumecidos por el incómodo sillón donde durmió vestido, más tranquilo, cambiado por la pesadilla, mayor. Ahí estaba la pequeña ducha apretada entre el lavatorio y el excusado del cuarto de Carlitos, el agua fría que te hizo estremecer y acabó de despertarte. Se vistió, despacio. Carlitos seguía durmiendo de barriga, la cabeza colgando fuera de la cama, en calzoncillos y medias. Ahí la calle y la luz del sol que la neblina de la mañana no conseguía ocultar, sólo estropear, ahí el cafetín de esa esquina y el grupo de tranviarios, con gorras azules, hablando de fútbol junto al mostrador. Pidió un café con leche, preguntó la hora, eran las diez, ya estaría en la oficina, no te sentías nervioso ni conmovido, Zavalita.
Para llegar hasta el teléfono tuvo que pasar bajo el mostrador, atravesar un corredor con costales y cajas, mientras marcaba el número vio una columna de hormigas subiendo por una viga. Sus manos se humedecieron de golpe al reconocer la voz del Chispas: ¿sí, aló?
– Hola, Chispas -ahí las cosquillas en todo el cuerpo, la impresión de que el suelo se ablandaba-. Sí, soy yo, Santiago.
– Hay moros en la costa -ahí la voz susurrante y casi inaudible del Chispas, su tono cómplice-. Llámame más tarde, el viejo está aquí.
– Quiero hablar con él -dijo Santiago-. Sí, con el viejo. Pásamelo, es urgente.
Ahí el largo silencio estupefacto o consternado o maravillado, el remoto tableteo de una máquina de escribir, y la tosecita desquiciada del Chispas que estaría tragándose el teléfono con los ojos y no sabría qué decir, qué hacer, y ahí su alarido teatral: pero si era el flaco, pero si era el supersabio, y la máquina de escribir que callaba en el acto. ¿Dónde andabas metido tú, flaco, de dónde resucitabas tú, supersabio, qué esperabas tú para venir a la casa? Sí papá, el flaco papá, quería hablar contigo papá. Voces que se superponían a la del Chispas y la apagaban y ahí la oleada de calor en la cara, Zavalita.
– ¿Aló, aló, flaco? -ahí la idéntica voz de años atrás que se quebraba, Zavalita, llena de angustia, de alegría, su voz atolondrada que gritaba-. ¿Hijito? ¿Flaco? ¿Estás ahí?
– Hola, papá -ahí, al fondo del corredor, detrás del mostrador, los tranviarios que se reían, y a tu lado una hilera de botellas de Pasteurina y las hormigas que desaparecían entre latas de galletas-. Sí, aquí estoy, papá. ¿Cómo está la mamá, cómo están todos, papá?
– Enojados contigo, flaco, esperándote todos los días, flaco -la voz terriblemente esperanzada, Zavalita, turbada, atropellada-, ¿Y tú, estás bien? ¿De dónde llamas, flaco?
– De Chorrillos, papá -pensando mentiras, no era, piensa, calumnias, no podía ser-. Quiero hablar contigo de algo, papá. ¿No estás ocupado ahora, podría verte en la mañana?
– Sí, ahora mismo, voy para allá -y de repente alarmada, ansiosa-. ¿No te pasa nada, no es cierto, flaco? ¿No te habrás metido en ningún lío, no?
– No, papá, ningún lío. Si quieres, te espero en la puerta del Regatas. Estoy aquí cerca.
– Ahora mismo, flaco. Una media hora, a lo más. Salgo en este instante. Aquí te paso al Chispas, flaco.
Ahí los ruidos adivinables de sillas, puertas, y la máquina de escribir otra vez, y a lo lejos bocinas y motores de autos.
– El viejo ha rejuvenecido veinte años en un segundo -dijo el Chispas, eufórico-. Ha salido como alma que lleva el diablo. Y yo que no sabía cómo disimular, hombre. ¿Qué te pasa, estás en un lío?
– No, nada -dijo Santiago. Ha pasado mucho tiempo ya. Voy a amistarme con él.
– Ya era hora, ya era hora -repetía el Chispas, feliz, todavía incrédulo-. Espérate, voy a llamar a la mamá. No vayas a la casa hasta que le avise. Para que no le dé un síncope cuando te vea.
– No voy a ir a la casa ahora, Chispas -ahí su voz que comenzaba a protestar, pero hombre, tú no puedes-. El domingo, dile que voy a ir el domingo a almorzar.
– Está bien, el domingo, la Teté y yo la prepararemos -dijo el Chispas-. Está bien, niño caprichoso. Le diré que te haga chupe de camarones.
– ¿Te acuerdas la última vez que nos vimos? -dice Santiago-. Hará unos diez años, en la puerta del "Regatas".
Salió del cafetín, bajó por la avenida hasta el Malecón, y en vez de tomar la escalera que descendía hacia el Regatas, siguió por la pista, despacio, distraído, piensa asombrado de lo que acababas de hacer. Veía allá abajo las dos playitas vacías del Club. La marea estaba alta, el mar se había comido la arena, las olitas rompían contra los diques, algunas lenguas de espuma lamían la plataforma ahora desierta donde en verano había tantas sombrillas y bañistas. ¿Cuántos años que no te bañabas en el Regatas, Zavalita? Desde antes de entrar a San Marcos, cinco o seis años que ya entonces parecían cien. Piensa: ahora mil.
– Claro que me acuerdo, niño -dice Ambrosio-. El día que usted se amistó con su papá.
¿Estaban construyendo una piscina? En la cancha de básquet, dos hombres en buzos azules tiraban a la canasta; la poza donde se entrenaban los bogas parecía seca, ¿seguía siendo boga el Chispas en esa época?
Ya eras un extraño para la familia, Zavalita, ya no sabías cómo eran tus hermanos, qué hacían, en qué y cuánto habían cambiado. Llegó a la entrada del Club, se sentó en el poyo que sujetaba la cadena, también la garita del guardián estaba vacía. Podía ver Agua Dulce desde allí, la playa sin carpas, los quioscos cerrados, la neblina que ocultaba los acantilados de Barranco y Miraflores. En la playita rocosa que separaba Agua Dulce del "Regatas", los cholos de la gente diría la mamá piensa, había unos botes varados, uno de ellos con el cascarón enteramente agujereado. Hacía frío, el viento le revolvía los cabellos y sentía un gusto salado en los labios. Dio unos pasos por la playita, se sentó en un bote, encendió un cigarrillo: si no me hubiera ido de la casa no hubiera sabido nunca, papá.
Las gaviotas volaban en círculos, se posaban un instante en las rocas y partían, los patillos se zambullían y a veces emergían con un pescadito casi invisible retorciéndose en el pico. El color verde plomizo del mar, piensa, la espuma terrosa de las olitas que se despedazaban en las rocas, a veces divisaba una colonia brillante de malaguas, madejas de muimuis, nunca debí entrar a San Marcos papá. No llorabas, Zavalita, no te temblaban las piernas, vendría y te portarías como un hombre, no correrías a echarte en sus brazos, dime que es mentira papá, dime que no es cierto papá. El auto apareció al fondo, zigzagueando para sortear los baches de Agua Dulce, levantando polvo, y él se paró y fue a su encuentro. ¿Tengo que disimular, que no se me note nada, no debo llorar?
No, piensa, más bien ¿venía manejando él, vería la cara de él? Sí, ahí estaba la gran sonrisa de Ambrosio en la ventanilla, ahí su voz, niño Santiago cómo está, y ahí la figura del viejo. Cuántas canas más, piensa, cuántas arrugas y había adelgazado tanto, ahí su voz rota: flaco. No dijo nada más, piensa, había abierto los brazos, lo tuvo un largo rato apretado contra él, ahí su boca en tu mejilla, Zavalita, el olor a colonia, ahí tu voz rota, hola papá, cómo estás papá: mentiras, calumnias, nada era verdad.
– Usted no sabe qué contento se puso el señor -dice Ambrosio-. No se imagina lo que fue para él que se amistaran al fin.
– Te debes haber muerto de frío esperando aquí, con este día tan feo -su mano en tu hombro, Zavalita, hablaba tan despacio para que no se notara su emoción, te empujaba hacia el Regatas-. Ven, entremos, tienes que tomar algo caliente.
Cruzaron las canchas de básquet, caminando lentamente y silenciosos, entraron al edificio del Club por una puerta lateral. No había nadie en el comedor, las mesas no estaban puestas. Don Fermín dio unas palmadas y al rato apareció un mozo, apresurado, abotonándose el saco. Pidieron cafés.
– Al poco tiempo dejaste de trabajar en la casa ¿no? -dice Santiago.
– No sé para qué sigo siendo socio de esto, no vengo jamás -hablaba con la boca de una cosa, piensa, y con los ojos cómo estás, cómo has estado, estuve esperando cada día, cada mes, cada año, flaco-. Creo que ya ni tus hermanos vienen. Un día de éstos voy a vender mi acción. Ahora valen treinta mil soles. A mí me costó sólo tres mil.
– No me acuerdo bien -dice Ambrosio-. Sí, creo que poco después.