El Amor En Los Tiempos Del Colera
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La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de m?s de sesenta a?os, podr?a parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que Garc?a M?rquez se complace en utilizar los m?s cl?sicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del tr?pico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasi?n llega al puerto oscilante del final feliz.
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Seis meses después del primer encuentro, se vieron por fin en el camarote de un buque fluvial que estaba en reparación de pintura en los muelles fluviales. Fue una tarde maravillosa. Olimpia Zuleta tenía un amor alegre, de palomera alborotada, y le gustaba permanecer desnuda por varias horas, en un reposo lento que tenía para ella tanto amor como el amor. El camarote estaba desmantelado, pintado a medias, y el olor de la trementina era bueno para llevárselo en el recuerdo de una tarde feliz. De pronto, a instancias de una inspiración insólita, Florentino Ariza destapó un tarro de pintura roja que estaba al alcance de la litera, se mojó el índice, y pintó en el pubis de la bella palomera una flecha de sangre dirigida hacia el sur' y le escribió un letrero en el vientre: Esta cuca es mía. Esa misma noche, Olimpia Zuleta se desnudó delante del marido sin acordarse del letrero, y él no dijo una palabra, ni siquiera le cambió el aliento, nada, sino que fue al baño por la navaja barbera mientras ella se ponía la camisa de dormir, y la degolló de un tajo.
Florentino Ariza no lo supo hasta muchos días después, cuando el esposo fugitivo fue capturado y relató a los periódicos las razones y la forma del crimen. Durante muchos años pensó con temor en las cartas firmadas, llevó la cuenta de los años de cárcel del asesino que lo conocía muy bien por sus negocios en los buques, pero no le temía tanto al navajazo en el cuello, ni al escándalo público, como a la mala suerte de que Fermina Daza se enterara de su deslealtad. En los años de espera, la mujer que cuidaba a Tránsito Ariza tuvo que demorarse en el mercado más de lo previsto por causa de un aguacero fuera de estación, y cuando volvió a la casa la encontró muerta. Estaba sentada en el mecedor, pintorreteada y floral, como siempre, y con los ojos tan vivos y una sonrisa tan maliciosa que su guardiana no se dio cuenta de que estaba muerta sino al cabo de dos horas. Poco antes había repartido entre los niños del vecindario la fortuna en oros y pedrerías de las múcuras enterradas debajo de la cama, diciéndoles que se podían comer como caramelos, y no fue posible recuperar algunas de las más valiosas. Florentino Ariza la enterró en la antigua hacienda de La Mano de Dios, que todavía era conocida como el Cementerio del Cólera, y le sembró sobre la tumba una mata de rosas.
Desde las primeras visitas al cementerio, Florentino Ariza descubrió que muy cerca de allí estaba enterrada Olimpia Zuleta, sin lápida, pero con el nombre y la fecha escritos con el dedo en el cemento fresco de la cripta, y pensó horrorizado que era una burla sangrienta del esposo. Cuando el rosal floreció le dejaba una rosa en la tumba, si no había nadie a la vista, y más tarde le plantó una cepa cortada del rosal de la madre. Ambos rosales proliferaban con tanto alborozo, que Florentino Ariza tenía que llevar las cizallas y otros hierros de jardín para mantenerlos en orden. Pero fue superior a sus fuerzas: a la vuelta de unos años los dos rosales se habían extendido como maleza por entre las tumbas, y el buen cementerio de la peste se llamó desde entonces el Cementerio de las Rosas, hasta que algún alcalde menos realista que la sabiduría popular arrasó en una noche con los rosales y le colgó un letrero republicano en el arco de la entrada: Cementerio Universal.
La muerte de la madre dejó a Florentino Ariza condenado otra vez a sus compromisos maniáticos: la oficina, los encuentros por turnos estrictos con las amantes crónicas, las partidas de dominó en el Club del Comercio, los mismos libros de amor, las visitas dominicales al cementerio. Era el óxido de la rutina, tan denigrado y tan temido, pero que a él lo había protegido de la conciencia de la edad. Sin embargo, un domingo de diciembre, cuando ya los rosales de las tumbas les habían ganado a las cizallas, vio las golondrinas en los cables de la luz eléctrica recién instalada, y se dio cuenta de golpe de cuánto tiempo había pasado desde la muerte de su madre, y cuánto desde el asesinato de Olimpia Zuleta, y tantos cuántos desde aquella otra tarde del diciembre lejano en que Fermina Daza le mandó una carta diciéndole que sí, que lo amaría hasta siempre. Hasta entonces se había comportado como si el tiempo no pasara para él sino para los otros. Apenas la semana anterior se había encontrado en la calle con una de las tantas parejas que se casaron gracias a las cartas escritas por él, y no reconoció al hijo mayor, que era su ahijado. Resolvió el bochorno con el aspaviento convencional: “¡Carajo, si ya es un hombre!”. Seguía siendo así, aun después de que el cuerpo empezó a mandarle las primeras señales de alarma, porque siempre había tenido la salud de piedra de los enfermizos. Tránsito Ariza solía decir: “De lo único que mi hijo ha estado enfermo es del cólera”. Confundía el cólera con el amor, por supuesto, desde mucho antes de que se le embrollara la memoria. Pero de todos modos se equivocaba, porque el hijo había tenido en secreto seis blenorragias, si bien el médico decía que no eran seis sino la misma y única que volvía a aparecer después de cada batalla perdida. Había tenido además un incordio, cuatro crestas y seis empeines, pero ni a él ni a ningún hombre se le hubiera ocurrido contarlos como enfermedades sino como trofeos de guerra.
Apenas cumplidos los cuarenta años había tenido que acudir al médico con dolores indefinidos en distintas partes del cuerpo. Después de muchos exámenes, el médico le había dicho: “Son cosas de la edad”. Él volvía siempre a casa sin preguntarse siquiera si todo eso tenía algo que ver con él. Pues el único punto de referencia de su pasado eran sus amores efímeros con Fermina Daza, y sólo lo que tuviera algo que ver con ella tenía algo que ver con las cuentas de su vida. De modo que la tarde en que vio las golondrinas en los cables de luz repasó su pasado desde el recuerdo más antiguo, repasó sus amores de ocasión, los incontables escollos que había tenido que sortear para alcanzar un puesto de mando, los incidentes sin cuento que le había causado su determinación encarnizada de que Fermina Daza fuera suya, y él de ella por encima de todo y contra todo, y sólo entonces descubrió que se le estaba pasando la vida. Lo estremeció un escalofrío de las vísceras que lo dejó sin luz, y tuvo que soltar las herramientas de jardín y apoyarse en el muro del cementerio para que no lo derribara el primer zarpazo de la vejez.
– ¡Carajo -se dijo aterrado-, todo hace treinta años!
Así era. Treinta años que habían pasado también para Fermina Daza, desde luego, pero que habían sido para ella los mas gratos y reparadores de su vida. Los días de horror del Palacio de Casalduero estaban relegados en el basurero de la memoria. Vivía en su nueva casa de La Manga, dueña absoluta de su destino, con un marido que volvería a preferir entre todos los hombres del mundo si hubiera tenido que escoger otra vez, con un hijo que prolongaba la tradición de la estirpe en la Escuela de Medicina, y una hija tan parecida a ella cuando tenía su edad, que a veces la perturbaba la impresión de sentirse repetida. Había vuelto tres veces a Europa después del viaje desgraciado que había previsto para no volver jamás por no vivir en el espanto perpetuo.
Dios debió escuchar por fin las oraciones de alguien: a los dos años de estancia en París, cuando Fermina Daza y Juvenal Urbino empezaban apenas a buscar lo que quedara del amor entre los escombros, un telegrama de media noche los despertó con la noticia de que doña Blanca de Urbino estaba enferma de gravedad, y fue casi alcanzado por otro con la noticia de la muerte. Regresaron de inmediato. Fermina Daza desembarcó con una túnica de luto cuya amplitud no alcanzaba a disimular su estado. Estaba encinta otra vez, en efecto, y la noticia dio origen a una canción popular más maliciosa que maligna, cuyo estribillo estuvo de moda el resto del año: Qué será lo que tiene la bella en Pans, que siempre que va regresa a parir. A pesar de la ordinariez de la letra, el doctor Juvenal Urbino la ordenaba hasta muchos años después en las fiestas del Club Social como una prueba de su buen talante.