El Amor En Los Tiempos Del Colera

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El Amor En Los Tiempos Del Colera
Название: El Amor En Los Tiempos Del Colera
Дата добавления: 16 январь 2020
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El Amor En Los Tiempos Del Colera - читать бесплатно онлайн , автор Marquez Gabriel Garcia

La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de m?s de sesenta a?os, podr?a parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que Garc?a M?rquez se complace en utilizar los m?s cl?sicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del tr?pico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasi?n llega al puerto oscilante del final feliz.

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Pero aparte de esas ocasiones raras, uno de los dos estaba siempre más cansado que el otro a la hora de acostarse. Ella se demoraba en el baño enrollando sus cigarrillos de papel perfumado, fumando sola, reincidiendo en sus amores de consolación como cuando era joven y libre en su casa, dueña única de su cuerpo. Siempre le dolía la cabeza, o hacía demasiado calor, siempre, o se hacía la dormida, o tenía la regla otra vez, la regla, siempre la regla. Tanto, que el doctor Urbino se había atrevido a decir en clase, sólo por el alivio de un desahogo sin confesión, que después de diez años de casadas las mujeres tenían la regla hasta tres veces por semana.

Desgracias sobre desgracias, Fermina Daza tuvo que afrontar en el peor de sus años lo que había de ocurrir tarde o temprano sin remedio: la verdad de los negocios fabulosos y nunca conocidos de su padre. El gobernador provincial que citó a Juvenal Urbino en su despacho para ponerlo al corriente de los desmanes del suegro, los resumió en una frase: “No hay ley divina ni humana que ese tipo no se haya llevado por delante”. Algunas de sus trapisondas más graves las había hecho a la sombra del poder del yerno, y habría sido difícil no pensar que éste y su esposa no estuvieran al corriente. Sabiendo que la única reputación para proteger era la suya, por ser la única que quedaba en pie, el doctor Juvenal Urbino interpuso todo el peso de su poder, y logró cubrir el escándalo con su palabra de honor. Así que Lorenzo Daza salió del país en el primer barco para no regresar jamás. Volvió a su tierra de origen como si fuera uno de esos viajecitos que se hacen de vez en cuando para engañar a la nostalgia, y en el fondo de esa apariencia había algo de verdad: desde hacía un tiempo subía a los barcos de su patria sólo por tomarse un vaso del agua de las cisternas abastecidas en los manantiales de su pueblo natal. Se fue sin dar el brazo a torcer, protestando inocencia, y todavía tratando de convencer al yerno de que había sido víctima de una confabulación política. Se fue llorando por la niña, como llamaba a Fermina Daza desde que se casó, llorando por el nieto, por la tierra en que se hizo rico y libre, y donde logró la proeza de convertir a la hija en una dama exquisita a base de negocios turbios. Se fue envejecido y enfermo, pero todavía vivió mucho más de lo que ninguna de sus víctimas hubiera deseado. Fermina Daza no pudo reprimir un suspiro de alivio cuando le llegó la noticia de la muerte, y no le guardó luto para evitar preguntas, pero durante varios meses lloraba con una rabia sorda sin saber por qué cuando se encerraba a fumar en el baño, y era que lloraba por él.

Lo más absurdo de la situación de ambos era que nunca parecieron tan felices en público como en aquellos años de infortunio. Pues en realidad fueron los años de sus victorias mayores sobre la hostilidad soterrada de un medio que no se resignaba a admitirlos como eran: distintos y novedosos, y por tanto transgresores del orden tradicional. Sin embargo, esa había sido la parte fácil para Fermina Daza. La vida mundana, que tantas incertidumbres le causaba antes de conocerla, no era más que un sistema de pactos atávicos, de ceremonias banales, de palabras previstas, con el cual se entretenían en sociedad unos a otros para no asesinarse. El signo dominante de ese paraíso de la frivolidad provinciana era el miedo a lo desconocido. Ella lo había definido de un modo más simple: “El problema de la vida pública es aprender a dominar el terror, el problema de la vida conyugal es aprender a dominar el tedio”. Ella lo había descubierto de pronto con la nitidez de una revelación desde que entró arrastrando la interminable cola de novia en el vasto salón del Club Social, enrarecido por los vapores revueltos de tantas flores, el brillo de los valses, el tumulto de hombres sudorosos y mujeres trémulas que la miraban sin saber todavía cómo iban a conjurar aquella amenaza deslumbrante que les mandaba el mundo exterior. Acababa de cumplir los veintiún años y apenas si había salido de su casa para el colegio, pero le bastó con una mirada circular para comprender que sus adversarios no estaban sobrecogidos de odio sino paralizados por el miedo. En vez de asustarlos más, como lo estaba ella, les hizo la caridad de ayudarlos a conocerla. Nadie fue distinto de como ella quiso que fuera, tal como le ocurría con las ciudades, que no le parecían mejores ni peores, sino como ella las hizo en su corazón. A París, a pesar de su lluvia perpetua, de sus tenderos sórdidos y la grosería homérica de sus cocheros, había de recordarla siempre como la ciudad más hermosa del mundo, no porque en realidad lo fuera o no lo fuera, sino porque se quedó vinculada a la nostalgia de sus años más felices. El doctor Urbino, por su parte, se impuso con armas iguales a las que usaban contra él, sólo que manejadas con más inteligencia, y con una solemnidad calculada. Nada ocurría sin ellos: los paseos cívicos, los Juegos Florales, los acontecimientos artísticos, las tómbolas de caridad, los actos patrióticos, el primer viaje en globo. En todo estaban ellos, y casi siempre en el origen y al frente de todo. Nadie podía imaginarse, en sus años de desgracias, que pudiera haber alguien más feliz que ellos ni un matrimonio tan armónico como el suyo

La casa abandonada por el padre le dio a Fermina Daza un refugio propio contra la asfixia del palacio familiar. Tan pronto como escapaba a la vista pública, se iba a escondidas al parque de Los Evangelios, y allí recibía las amigas nuevas y algunas antiguas del colegio o de las clases de pintura: un sustituto inocente de la infidelidad. Vivía horas apacibles de madre soltera con lo mucho que aún le quedaba de sus recuerdos de niña. Volvió a comprar los cuervos perfumados, recogió gatos de la calle y los puso al cuidado de Gala Placidia, ya vieja y un poco impedida por el reumatismo, pero todavía con ánimos para resucitar la casa. Volvió a abrir el costurero donde Florentino Ariza la vio por primera vez, donde el doctor Juvenal Urbino le hizo sacar la lengua para tratar de conocerle el corazón, y lo convirtió en un santuario del pasado. Una tarde invernal fue a cerrar el balcón, antes de que se desempedrara la tormenta, y vio a Florentino Ariza en su escaño bajo los almendros del parquecito, con el traje de su padre reducido para él y el libro abierto en el regazo, pero. no lo vio como entonces lo había visto por casualidad varias veces, sino a la edad con que se le quedó en la memoria. Tuvo el temor de que aquella visión fuera un aviso de la muerte, y le dolió. Se atrevió a decirse que tal vez hubiera sido feliz con él, sola con él en aquella casa que ella había restaurado para él con tanto amor como él había restaurado la suya para ella, y la simple suposición la asustó, porque le permitió darse cuenta de los extremos de desdicha a que había llegado. Entonces apeló a sus últimas fuerzas y obligó al marido a discutir sin evasivas, a enfrentarse con ella, a pelear con ella, a llorar juntos de rabia por la pérdida del paraíso, hasta que oyeron cantar los últimos gallos, y se hizo la luz por entre los encajes del palacio, y se encendió el sol, y el marido abotagado de tanto hablar, agotado de no dormir, con el corazón fortalecido de tanto llorar, se apretó los cordones de los botines, se apretó el cinturón, se apretó todo lo que todavía le quedaba de hombre, y le dijo que sí, mi amor, que se iban a buscar el amor que se les había perdido en Europa: mañana mismo y para siempre. Fue una decisión tan cierta, que acordó con el Banco del Tesoro, su administrador universal, la liquidación inmediata de la vasta fortuna familiar, desperdigada desde sus orígenes en toda clase de negocios, inversiones y papeles sagrados y lentos, y de la cual sólo sabía él a ciencia cierta que no era tan desmedida como decía la leyenda: apenas lo justo para no tener que pensar en ella. Lo que fuera, convertido en oro sellado, debía ser girado poco a poco a sus bancos del exterior, hasta que no les quedara a él y a su esposa en esta patria inclemente ni un palmo de tierra donde caerse muertos.

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