El Amor En Los Tiempos Del Colera
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La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de m?s de sesenta a?os, podr?a parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que Garc?a M?rquez se complace en utilizar los m?s cl?sicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del tr?pico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasi?n llega al puerto oscilante del final feliz.
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Pues Florentino Ariza existía, en efecto, al contrario de lo que ella se había propuesto creer. Estaba en el muelle del transatlántico de Francia cuando ella llegó con el marido y el hijo en el landó 'de los caballos de oro, y los vio bajar como tantas veces los había visto en los actos públicos: perfectos. Iban con el hijo, educado de un modo que ya permitía saber cómo sería de adulto: tal como fue. Juvenal Urbino saludó a Florentino Ariza con un sombrero alegre: “Nos vamos a la conquista de Flandes”. Fermina Daza le hizo una inclinación de cabeza, y Florentino Ariza se descubrió, hizo una reverencia leve, y ella se fijó en él sin un gesto de compasión por los estragos prematuros de su calvicie. Era él, tal como ella lo veía: la sombra de alguien a quien nunca conoció.
Tampoco Florentino Ariza estaba en su mejor momento. Al trabajo cada día más intenso, a sus hastíos de cazador furtivo, a la calma chicha de los años, se había agregado la crisis final de Tránsito Ariza, cuya memoria había terminado sin recuerdos: casi en blanco. Hasta el punto de que a veces se volvía hacia él, lo veía leyendo en el sillón de siempre, y le prejuntaba sorprendida: “¿Y tú eres hijo de quién?”. El le contestaba siempre la verdad, pero ella volvía a interrumpirlo en seguida.
– Y dime una cosa, hijo -le preguntaba-: ¿yo quién soy?
Había engordado tanto que no podía moverse' y se pasaba el día en la mercería donde ya no quedaba nada que vender, acicalándose desde que se levantaba con los primeros gallos hasta la madrugada del día siguiente, pues dormía muy pocas horas. Se ponía guirnaldas de flores en la cabeza, se pintaba los labios, se empolvaba la cara y los brazos, y al final le preguntaba a quien estuviera con ella cómo había quedado. Los vecinos sabían que esperaba siempre la misma respuesta: “Eres la Cucarachita Martínez”. Esta identidad, usurpada al personaje de un cuento para niños, era la única que la dejaba conforme. Seguía meciéndose, abanicándose con el ramillete de grandes plumas rosadas, hasta que volvía a empezar de nuevo: la corona de flores de papel, el almizcle en los párpados, el carmín en los labios, la costra de albayalde en la cara. Y otra vez la pregunta a quien estuviera cerca: “¿Cómo quedé?”. Cuando se convirtió en la reina de burlas del vecindario, Florentino Ariza hizo desmontar en una noche el mostrador y los armarios de gavetas de la antigua mercería, clausuró la puerta de la calle, arregló el local como le había oído a ella describir el dormitorio de Cucarachita Martínez, y nunca más volvió a preguntar quién era.
Por sugerencia del tío León XII había buscado una mujer mayor que se ocupara de ella, pero la pobre andaba siempre más dormida que despierta, y a veces daba la impresión de que también ella se olvidaba de quién era. De modo que Florentino Ariza se quedaba en casa desde que salía de la oficina hasta que lograba dormir a la madre. No volvió a jugar dominó en el Club del Comercio, ni volvió a ver en mucho tiempo las pocas amigas antiguas que había seguido frecuentando, pues algo muy profundo había cambiado en su corazón después de su encuentro de horror con Olimpia Zuleta.
Había sido fulminante. Florentino Ariza acababa de llevar al tío León XII hasta su casa, en medio de una de aquellas tormentas de octubre que nos dejaban en convalecencia, cuando vio desde el coche una muchacha menuda, muy ágil, con un traje lleno de volantes de organza que más bien parecía un vestido de novia. La vio corriendo azorada de un lado para otro, porque el viento le había arrebatado la sombrilla y se la había llevado volando por el mar. Él la rescató en el coche y se desvió de su camino para llevarla hasta su casa, una antigua ermita adaptada para vivir frente al mar abierto, cuyo patio lleno de casitas de palomas se veía desde la calle. Ella le contó en el camino que se había casado hacía menos de un año con un cacharrero del mercado que Florentino Ariza había visto muchas veces en los buques de su empresa, desembarcando cajones con toda clase de cherembecos para vender, y con un mundo de palomas en una jaula de mimbre como la que usaban las madres en los buques fluviales para llevar a los niños recién nacidos. Olimpia Zuleta parecía ser de la familia de las avispas, no sólo por las ancas alzadas y el busto exiguo, sino por toda ella:,el cabello de alambre de cobre, las pecas de sol, los ojos redondos y vivos más separados de lo normal, y una voz afinada que sólo usaba para decir cosas inteligentes y divertidas. A Florentino Ariza le pareció mas graciosa que atractiva y la olvidó tan pronto como la dejó en su casa, donde vivía con el marido, y con el padre de éste y otros miembros de la familia.
Unos días después, volvió a ver al marido en el puerto, embarcando mercancía en vez de desembarcarla, y cuando el buque zarpó, Florentino Ariza oyó muy clara en el oído la voz del diablo. Esa tarde, después de acompañar al tío León XII, pasó como por casualidad por la casa de Olimpia Zuleta, y la vio por encima de la cerca dándoles de comer a las palomas alborotadas. Le gritó desde el coche por encima de la cerca: “¿Cuánto cuesta una paloma?”. Ella lo reconoció y le contestó con voz alegre: “No se venden”. Él le preguntó: “¿Entonces cómo se hace para tener una?”. Sin dejar de echarles comida a las palomas, ella le contestó: “Se lleva en coche a la palomera cuando se la encuentra perdida en el aguacero”. Así que Florentino Ariza llegó a su casa aquella noche con un regalo de gratitud de Olimpia Zuleta: una paloma mensajera con un anillo de metal en la canilla.
La tarde siguiente, a la misma hora de la comida, la bella palomera vio la paloma regalada de regreso en el palomar, y pensó que se había escapado. Pero cuando la cogió para examinarla se dio cuenta de que tenía un papelito enrollado en el anillo: una declaración de amor. Era la primera vez que Florentino Ariza dejaba una huella escrita, y no sería la última, aunque en esta ocasión había tenido la prudencia de no firmar. Iba entrando en su casa la tarde siguiente, miércoles, cuando un niño de la calle le entregó la misma paloma dentro de una jaula, con el recado de memoria de que aquí le manda esto la señora de las palomas, y le manda a decir que por favor la guarde bien en la jaula cerrada porque si no se le vuelve a volar y esta es la última vez que se la devuelve. No supo cómo interpretarlo: o bien la paloma había perdido la carta en el camino, o la palomera había resuelto hacerse la tonta, o mandaba la paloma para que él volviera a mandarla. En este óltimo caso, sin embargo, lo natural hubiera sido que ella devolviera la paloma con una respuesta.
El sábado por la mañana, después de mucho pensarlo, Florentino Ariza volvió a mandar la paloma con otra carta sin firma. Esa vez no tuvo que esperar al día siguiente. Por la tarde, el mismo niño volvió a llevársela en otra jaula, con el recado de que aquí le manda otra vez la paloma que se le volvió a volar, que antier se la devolvió por buena educación y que esta se la devuelve por lástima, pero que ahora sí es verdad que no se la manda más si se le vuelve a volar. Tránsito Ariza se entretuvo hasta muy tarde con la paloma, la sacó de la jaula, la arrulló en los brazos, trató de dormirla con canciones de niños, y de pronto se dio cuenta de que tenía en el anillo de la pata un papelito con una sola línea: No acepto anónimos. Florentino Ariza lo leyó con el corazón enloquecido, como si fuera la culminación de su primera aventura, y apenas si pudo dormir esa noche dando saltos de impaciencia. Al día siguiente muy temprano, antes de irse a la oficina, soltó otra vez la paloma con un papel de amor firmado con su nombre muy claro, y le puso además en el anillo la rosa más fresca, más encendida y fragante de su jardín.
No fue tan fácil. Al cabo de tres meses de asedios, la bella palomera seguía contestando lo mismo: “Yo no soy de esas”. Pero nunca dejó de recibir los mensajes o de acudir a las citas que Florentino Ariza arreglaba de manera que parecieran encuentros casuales. Estaba desconocido: el amante que nunca dio la cara, el más ávido de amor pero también el más mezquino, el que no daba nada y todo lo quería, el que no permitió que nadie le dejara en el corazón una huella de su paso, el cazador agazapado se echó por la calle de en medio en un arrebato de cartas firmadas, de regalos galantes, de rondas imprudentes a la casa de la palomera, aun en dos ocasiones en que el marido no andaba de viaje ni estaba en el mercado. Fue la única vez, desde los primeros tiempos del primer amor, en que se sintió atravesado por una lanza.