Terrorista
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Ahmad ha nacido en New Prospect, una ciudad industrial venida a menos del ?rea de Nueva York. Es hijo de una norteamericana de origen irland?s y de un estudiante egipcio que desapareci? de sus vidas cuando ten?a tres a?os. A los once, con el benepl?cito de su madre, se convirti? al Islam y, siguiendo las ense?anzas de su rigorista imam, el Sheij Rashid, lo fue asumiendo como identidad y escudo frente a la sociedad decadente, materialista y hedonista que le rodeaba.
Ahora, a los dieciocho, acuciado por los agobios y angustias sexuales y morales propios de un adolescente despierto, Ahmad se debate entre su conciencia religiosa, los consejos de Jack Levy el desencantado asesor escolar que ha sabido reconocer sus cualidades humanas e inteligencia, y las insinuaciones cada vez m?s expl?citas de implicaci?n en actos terroristas de Rashid. Hasta que se encuentra al volante de una furgoneta cargada de explosivos camino de volar por los aires uno de los t?neles de acceso a la Gran Manzana.
Con una obra literaria impecable a sus espaldas, Updike asume el riesgo de abordar un tema tan delicado como la sociedad estadounidense inmediatamente posterior al 11 de Septiembre. Y lo hace desde el filo m?s escarpado del abismo: con su habitual mezcla de crueldad y empat?a hacia sus personajes, se mete en la piel del «otro», de un adolescente ?rabe-americano que parece destinado a convertirse en un «m?rtir» inmisericorde, a cometer un acto espeluznante con la beat?fica confianza del que se cree merecedor de un para?so de hur?es y miel.
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Al día siguiente, un miércoles, se levanta temprano, como obedeciendo a un grito que enseguida se desvanece. En la cocina, sumida en la oscuridad de antes de las seis, se encuentra con su madre, que vuelve a estar en el turno de mañana del Saint Francis. Viste castamente: ropas de calle color beis y una rebeca azul echada sobre los hombros; sus pasos suenan amortiguados por las Nike blancas que calza para recorrer, en el hospital, kilómetros de pasillos de duro suelo. Ahmad percibe con agrado que el mal humor que gastaba últimamente -arrebatos de mal genio y descuidos causados por uno de esos misteriosos desengaños cuyas repercusiones atmosféricas él ha soportado desde su tierna infancia- está desapareciendo. No se ha maquillado; la piel de las ojeras se ve pálida, y los ojos, enrojecidos por el baño en las aguas del sueño. Lo saluda con sorpresa:
– ¡Vaya, uno que madruga!
– Madre…
– ¿Qué, cariño? Que sea breve, en cuarenta minutos tengo que estar en el trabajo.
– Quería darte las gracias por aguantarme todos estos años.
– Anda, ¡con qué cosas más raras me sales ahora! Una madre no aguanta a su hijo: él es su razón para vivir.
– Sin mí habrías tenido más libertad para ser artista, o lo que quisieras.
– Oh, de artista tengo lo que da de sí mi talento. Si no me hubiera visto obligada a cuidar de ti, podría haberme hundido en la autocompasión y los malos hábitos. Y tú has sido muy buen chico, de verdad… Nunca me has dado quebraderos de cabeza, a diferencia de lo que oigo en el hospital todos los días. Y no sólo a las otras auxiliares, sino a los médicos, que mira que tienen formación y hogares agradables. Les dan todo a sus hijos, y sin embargo les salen fatal: destructivos consigo mismos y con los demás. No sé qué parte de mérito ha de llevarse también el que seas mahometano. De hecho, de pequeño ya se podía confiar en ti y no eras nada revoltoso. Todo lo que te proponía te parecía buena idea. Incluso llegué a preocuparme, pensé que eras demasiado manejable; temía que al crecer pudieras caer bajo la influencia de las personas equivocadas. Pero ¡mírate! Un hombre de mundo, que gana mucho dinero, como dijiste que harías, y además guapo. Tienes el atractivo porte larguirucho de tu padre, y sus ojos y su sensual boca, pero nada de su cobardía; él que siempre buscaba atajos para todo.
No le explica nada sobre el atajo al Paraíso que está a punto de tomar. En lugar de eso, dice:
– No nos llamamos mahometanos, madre. Suena como si adorásemos a Mahoma. Él nunca se atribuyó ser Dios; simplemente era Su Profeta. El único milagro que se atribuyó fue el propio Corán.
– Sí, bueno, cariño, el catolicismo también está lleno de distinciones confusas acerca de todas esas cosas que nadie puede ver. La gente se las inventa por pura histeria y luego se van retransmitiendo como un evangelio. Que si las medallas de san Cristóbal o lo de no tocar la hostia consagrada con los dientes, que si decir misa en latín y no comer carne en viernes y santiguarse constantemente; y luego va el Vaticano Segundo, todo lo enrollado que tú quieras, y dice que basta ya, que eso se ha acabado: ¡lo que la gente había creído durante dos mil años! Con lo ridículamente que las monjas habían confiado en todo eso, esperando además que nosotras las niñas también nos lo tragáramos; pero yo lo único que veía era un mundo precioso a mi alrededor, por fugaz que fuera, y quise reproducir en imágenes esa belleza.
– En el islam se considera blasfemia, es un intento de usurpación de la prerrogativa de Dios para crear.
– Sí, lo sé. Por eso no hay estatuas ni cuadros en las mezquitas. A mí me parecen innecesariamente inhóspitas. ¿Para qué nos dio ojos Dios, si no?
Habla a la vez que enjuaga su bol de cereales y lo pone en el escurreplatos, y luego saca antes de hora el pan de la tostadora y lo unta de mermelada mientras bebe el café a grandes tragos. Ahmad dice:
– Se supone que Dios es indescriptible. ¿No te explicaron eso las monjas?
– Creo que no, la verdad. Pero sólo estuve tres años en la escuela confesional, luego pasé a la pública, donde en teoría no se podía hablar de Dios, por miedo a que algún niño judío, al volver a casa, se lo explicara a sus padres, ateos y abogados. -Consulta su reloj, de esfera grande como los de submarinista, con números grandes para verlos bien mientras le toma el pulso a alguien-. Cariño, me encanta tener conversaciones serias contigo, quizá podrías convertirme, aunque no, luego te hacen llevar esas ropas holgadas y calurosas, pero es que al final voy a llegar tarde de verdad y debo darme prisa. Ni siquiera tengo tiempo de dejarte en el trabajo, lo siento, pero de todas formas serías el primero en llegar. ¿Por qué no terminas el desayuno, lavas los platos y luego vas andando a la tienda? ¿O corriendo? Son sólo diez manzanas.
– Doce.
– ¿Te acuerdas de cuando solías ir corriendo a todas partes con esos diminutos pantalones de atletismo? Estaba muy orgullosa, mi hijo parecía tan sexy.
– Madre, te quiero.
Emocionada, incluso angustiada al percibir cierto abismo de necesidad en su hijo, pero solamente capaz de salir pitando, Teresa le da un beso en la mejilla a Ahmad y le dice:
– Pues claro, cariño, y yo a ti. ¿Qué es lo que dicen los franceses? Ça va sans dire. No hace falta ni decirlo.
Se está poniendo colorado, como un idiota; odia su propia cara ruborizada. Pero no puede quedarse con esto dentro:
– O sea, quería decir que todos estos años me he estado obsesionando con mi padre cuando eras tú quien me cuidaba. -«Nuestra madre es la misma Tierra, la que nos otorgó la existencia», recuerda.
Ella se palpa el cuerpo para comprobar que lo lleva todo encima, vuelve a consultar el reloj y él nota que la mente de su madre se aleja volando. Su respuesta lo hace dudar de que haya oído lo que le ha dicho.
– Lo sé, querido… todos cometemos errores en nuestras relaciones. ¿Podrás prepararte tú mismo la cena? Se ha vuelto a montar el grupo de dibujo de los miércoles por la noche, hoy tenemos una modelo; ya sabes, cada uno pone diez dólares para pagarle y que nos haga poses de cinco minutos, seguidas de una sesión más larga, se pueden llevar pasteles pero no recomiendan óleos. En fin, Leo Wilde llamó el otro día y le prometí que iría con él. Te acuerdas de Leo, ¿no? Salí con él, un tiempo. Fornido, lleva el pelo recogido en una coleta, unas gafas monas como de abuela…
– Sí, le recuerdo, madre -dice Ahmad fríamente-. Uno de tus fracasados.
La observa salir a toda prisa por la puerta, oye sus pasos rápidos en el vestíbulo y el esfuerzo sordo del ascensor respondiendo a su llamada. En el fregadero, Ahmad lava el plato que ha usado y el vaso de zumo de naranja con entusiasmo renovado, con la meticulosidad de la última vez. Los pone a secar en el escurreplatos. Están perfectamente limpios, como una mañana en el desierto, en la que una medialuna comparte el cielo con Venus.
En el aparcamiento de la Excellency, con el camión naranja recién cargado situado entre ellos y la ventana de los despachos, desde la que el viejo y calvo señor Chehab podría verlos hablando y sospechar que conspiran, Ahmad le dice a Charlie:
– Lo haré.
– Me lo han dicho. Bien. -Charlie mira al muchacho y es como si esos ojos libaneses, esa parte de nosotros que no es del todo carne, le resultaran nuevos, de una complejidad cristalina, quebradizos con sus rayos ambarinos y sus granulosidades; la zona que rodea a la pupila, más clara que el anillo marrón oscuro que bordea el iris. Ahmad se da cuenta de que Charlie tiene esposa, hijos y padre, ataduras a este mundo que a él en cambio no le afectan. A Charlie lo sustentan muchos más lazos-. ¿Estás seguro, campeón?
– A Dios pongo por testigo -responde Ahmad-. Ardo en deseos.
Siempre lo incomoda ligeramente, no sabe por qué, que Dios surja entre Charlie y él. El hombre hace una de sus intrincadas muecas, aprieta los labios y después los separa resoplando, como si hubiera retenido a desgana algo en su interior.