Terrorista
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Ahmad ha nacido en New Prospect, una ciudad industrial venida a menos del ?rea de Nueva York. Es hijo de una norteamericana de origen irland?s y de un estudiante egipcio que desapareci? de sus vidas cuando ten?a tres a?os. A los once, con el benepl?cito de su madre, se convirti? al Islam y, siguiendo las ense?anzas de su rigorista imam, el Sheij Rashid, lo fue asumiendo como identidad y escudo frente a la sociedad decadente, materialista y hedonista que le rodeaba.
Ahora, a los dieciocho, acuciado por los agobios y angustias sexuales y morales propios de un adolescente despierto, Ahmad se debate entre su conciencia religiosa, los consejos de Jack Levy el desencantado asesor escolar que ha sabido reconocer sus cualidades humanas e inteligencia, y las insinuaciones cada vez m?s expl?citas de implicaci?n en actos terroristas de Rashid. Hasta que se encuentra al volante de una furgoneta cargada de explosivos camino de volar por los aires uno de los t?neles de acceso a la Gran Manzana.
Con una obra literaria impecable a sus espaldas, Updike asume el riesgo de abordar un tema tan delicado como la sociedad estadounidense inmediatamente posterior al 11 de Septiembre. Y lo hace desde el filo m?s escarpado del abismo: con su habitual mezcla de crueldad y empat?a hacia sus personajes, se mete en la piel del «otro», de un adolescente ?rabe-americano que parece destinado a convertirse en un «m?rtir» inmisericorde, a cometer un acto espeluznante con la beat?fica confianza del que se cree merecedor de un para?so de hur?es y miel.
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– ¡Y tanto! Ahora veo la vida a través de un nuevo velo. De una nueva lente, debería decir.
– Genial. ¡Genial! Hasta tu primer revolcón, realmente es como si no hubieras vivido. El mío fue a los dieciséis. Bueno, de hecho fueron dos: con una profesional, con goma, y luego con una chica del barrio, a pelo. Pero en aquellos tiempos todo era más loco, antes del sida. Suerte que los de tu generación sois precavidos.
– Sí, lo hicimos con protección.
Ocultar su secreto -que seguía siendo puro- a Charlie lo hizo sonrojarse. No tenía la menor intención de defraudar a su mentor contándole la verdad. Quizá ya habían compartido demasiadas cosas en la intimidad de la cabina mientras el Excellency desfilaba por New Jersey al son zumbante de sus ruedas. El consejo de Joryleen de apartarse de ese camión lo seguía lacerando.
Esa mañana, Charlie tenía un aire angustiado, se ocupaba con nerviosismo de varias cosas a la vez. Las arrugas se dibujaban permanentemente en su cara, las fugaces muecas de su expresiva boca parecían excesivas en el escenario donde se encontraba: su despacho tras la sala de exposición, el lugar donde toma el café todas las mañanas y prepara el plan del día. Ahí esperaban los monos verde oliva sin lavar y los impermeables amarillos para días de reparto con lluvia; estaban colgados como pellejos en las perchas. Charlie le hizo saber:
– Durante el fin de semana largo me topé con el sheij Rachid.
– ¿Ah, sí? -Tras pensarlo, a Ahmad le pareció normal, teniendo en cuenta que los Chehab son miembros importantes de la mezquita.
– Dice que le gustaría verte en el centro islámico.
– Para castigarme, supongo. Ahora que trabajo, descuido el Corán y también asistir a los servicios del viernes, aunque eso sí, siempre cumplo con el salat, no me salto ni uno de los cinco rezos diarios, esté donde esté, mientras sea un lugar impoluto.
Charlie frunció el ceño.
– No es sólo un asunto entre tú y Dios, campeón. Él envió a Su profeta, y el Profeta fundó una comunidad. Sin la umma, el conjunto de saberes teóricos y prácticos con que se gobiernan en grupo los justos, la fe es una semilla que no da fruto.
– ¿Te pidió el sheij Rachid que me dijeras eso? -Había sonado más al imán que a Charlie.
Con ese gesto suyo repentino y contagioso con que muestra los dientes, el tipo sonrió, como un niño al que hubieran pillado en alguna travesura.
– El sheij Rachid no necesita que nadie hable por él. Y no, no te quiere ver para regañarte; todo lo contrario, te quiere ofrecer una oportunidad. Vaya, cierra esa bocaza, ya estás hablando más de la cuenta. En fin, que sea él mismo quien te lo diga. Hoy terminaremos pronto el reparto y te dejaré en la mezquita.
Y así ha llegado ante su maestro, el imán yemení. En el salón de belleza de debajo de la mezquita, pese a estar bien provisto de sillas de trabajo, sólo hay una manicura vietnamita leyendo una revista; y por un resquicio de la larga persiana del escaparate del se cambian cheques también puede vislumbrar que tras la alta ventanilla, protegida con una reja, hay un corpulento hombre blanco bostezando. Ahmad abre la puerta que se encuentra entre estos dos negocios, la roñosa puerta verde del número 2781½, y sube el estrecho tramo de escaleras que lleva al vestíbulo donde antiguamente los clientes del viejo estudio de danza esperaban para empezar sus clases. En el tablón de anuncios junto a la puerta del despacho del imán siguen colgadas las hojas impresas de ordenador que anuncian clases de árabe, de orientación al sagrado, correcto y decoroso matrimonio en la era moderna, y de conferencias sobre historia de Oriente Medio pronunciadas por algún que otro mulá que estuviera de visita. El sheij Rachid, en su caftán con bordados de plata, le sale al paso y estrecha la mano de su pupilo con inusitados fervor y ceremonia; parece que el verano no haya pasado por él, aunque en su barba han aparecido quizás algunas canas más, a juego con sus ojos gris paloma.
Al saludo inicial, cuyo significado aún anda rumiando Ahmad, el sheij Rachid añade: «wa la 'l-akhiratu kbayrun laka mina 'l-ūld. wa la-sawfayu'tika rabbukafa-tardā». Ahmad reconoce vagamente el fragmento, que pertenece a una de las breves suras mequíes a las que su maestro tiene tanto apego, quizá de la titulada «La mañana», que manifiesta que el futuro, la otra vida, merece mayor estima que el pasado. «Tu Señor te dará y quedarás satisfecho.» Y el sheij Rachid dice luego, en inglés:
– Querido muchacho, he echado de menos nuestras horas de estudio compartido de las Escrituras, hablando de grandes asuntos. También yo aprendía. La simplicidad y la fuerza de tu fe instruía y fortalecía la mía. Hay muy pocos como tú. -Acompaña al joven hasta el despacho y se sienta en la alta butaca desde la que imparte sus lecciones-. Bueno, Ahmad -le dice, cuando ya ambos han tomado asiento en el lugar acostumbrado, alrededor del escritorio, en cuya superficie no hay más que un ejemplar gastado, de tapas verdes, del Corán-, has viajado al amplio mundo de los infieles, lo que nuestros amigos musulmanes negros llaman «el mundo muerto». ¿Han cambiado tus creencias?
– Señor, no soy consciente de que hayan variado. Aún siento que Dios está a mi lado, tan cerca de mí como la vena de mi cuello, y que vela por mí como sólo Él puede.
– ¿Y no viste, en las ciudades que has visitado, pobreza y miseria que te llevaran a cuestionar Su misericordia, ni desigualdades de riqueza y poder que arrojaran dudas sobre Su justicia? ¿No has descubierto que del mundo, de su parte americana al menos, emana un hedor a desperdicios y codicia, a sensualidad y futilidad, a desesperación y lasitud, que proviene del desconocimiento de la sabiduría inspirada del Profeta?
Las fiorituras mordaces de la retórica de este imán, proferidas por una voz de doble filo que parece retirarse mientras avanza, afligen a Ahmad con un malestar familiar. Intenta contestar honestamente, hablando casi como Charlie:
– Supongo que no es la parte más elegante del planeta, y que en buena medida está llena de fracasados; pero, a decir verdad, disfruté recorriéndola. La gente es bastante amable, en su mayoría. Por supuesto es porque les llevábamos cosas que deseaban, y que ellos creían que mejorarían sus vidas. Ha sido divertido trabajar con Charlie. Conoce muy bien la historia de este estado.
El sheij Rachid se inclina hacia delante, apoya los pies en el suelo y, uniendo las pequeñas y delicadas manos, junta las puntas de todos los dedos, quizá para disimular sus temblores. Ahmad se pregunta por qué podía estar nervioso su profesor. A lo mejor siente celos de la influencia de otro hombre en su alumno.
– Sí -dice-. Charlie es «divertido», pero también tiene preocupaciones serias. Me ha informado de que has expresado tu voluntad de morir por hyihad.
– ¿Lo hice?
– En una entrevista en el Liberty State Park, frente a la parte baja de Manhattan, donde las torres gemelas de la opresión capitalista fueron triunfalmente abatidas.
– ¿Eso fue una entrevista? -Qué extraño, piensa Ahmad, aquella conversación al aire libre ha llegado hasta aquí, al espacio cerrado de esta mezquita del centro, desde cuyas ventanas sólo pueden verse muros de ladrillo y nubarrones. Hoy el cielo está bajo y gris, cortado en finas capas que podrían descargar lluvia. El día de aquella entrevista el cielo era de una claridad áspera, los gritos de los niños que estaban de vacaciones reverberaban entre el brillo de la Upper Bay y el blanco cegador de la cúpula del Liberty Science Center. Globos, gaviotas, sol-. Moriré -confirma, tras el silencio- si ésa es la voluntad de Dios.
– Hay una posibilidad -el maestro apunta con cautela- de asestar un duro golpe contra Sus enemigos.
– ¿Un complot? -pregunta Ahmad.
– Una posibilidad -repite con escrupulosa precisión el sheij Rachid-. Requeriría la intervención de un shahid cuyo amor por Dios sea absoluto, y que esté impaciente y sediento de la gloria del Paraíso. ¿Lo serás tú, Ahmad? -El maestro ha planteado la pregunta casi con pereza, recostándose de nuevo y cerrando los ojos como si la luz fuera demasiado potente-. Sé sincero, por favor.