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Terrorista

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Terrorista
Название: Terrorista
Дата добавления: 15 январь 2020
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Terrorista - читать бесплатно онлайн , автор Апдайк Джон

Ahmad ha nacido en New Prospect, una ciudad industrial venida a menos del ?rea de Nueva York. Es hijo de una norteamericana de origen irland?s y de un estudiante egipcio que desapareci? de sus vidas cuando ten?a tres a?os. A los once, con el benepl?cito de su madre, se convirti? al Islam y, siguiendo las ense?anzas de su rigorista imam, el Sheij Rashid, lo fue asumiendo como identidad y escudo frente a la sociedad decadente, materialista y hedonista que le rodeaba.

Ahora, a los dieciocho, acuciado por los agobios y angustias sexuales y morales propios de un adolescente despierto, Ahmad se debate entre su conciencia religiosa, los consejos de Jack Levy el desencantado asesor escolar que ha sabido reconocer sus cualidades humanas e inteligencia, y las insinuaciones cada vez m?s expl?citas de implicaci?n en actos terroristas de Rashid. Hasta que se encuentra al volante de una furgoneta cargada de explosivos camino de volar por los aires uno de los t?neles de acceso a la Gran Manzana.

Con una obra literaria impecable a sus espaldas, Updike asume el riesgo de abordar un tema tan delicado como la sociedad estadounidense inmediatamente posterior al 11 de Septiembre. Y lo hace desde el filo m?s escarpado del abismo: con su habitual mezcla de crueldad y empat?a hacia sus personajes, se mete en la piel del «otro», de un adolescente ?rabe-americano que parece destinado a convertirse en un «m?rtir» inmisericorde, a cometer un acto espeluznante con la beat?fica confianza del que se cree merecedor de un para?so de hur?es y miel.

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– Será mejor que controles todas esas ideas locas que tienes, o te vas a volver majara.

Los labios de Ahmad se acercan a su frente.

– A veces siento el anhelo de unirme a Dios, de aliviar su soledad. -En cuanto termina de pronunciar estas palabras las reconoce como blasfemas; en la sura veintinueve está escrito: «Dios, ciertamente, puede prescindir de sus criaturas».

– ¿Te refieres a morir? Me estás asustando otra vez, Ahmad. ¿Qué hace esa polla que se me está clavando? ¿Con tanto hablar no se habrá cansado? -Lo toca con mano rápida, experta-. No, tío, ahí está, aún desea lo suyo. No puedo soportarlo, no puedo estar en vilo. Tú no hagas nada. Que Alá me eche a mí la culpa. La acepto, sólo soy una mujer, pase lo que pase seguiré siendo sucia.

Joryleen coloca una mano en cada nalga del chico, a través de los vaqueros negros, y apretándolo rítmicamente contra sus turgencias lo va elevando y elevando hasta transfigurarlo, en una convulsión, hasta un revés de la bóveda de su yo repleto de nudos, al igual que lo que tal vez ocurra cuando el alma accede, tras la muerte, al Paraíso.

Los dos cuerpos jóvenes quedan juntos, dos alpinistas jadeantes que han subido hasta un saliente. Joryleen dice:

– Vaya, pues mira. En los pantalones te ha quedado una mancha, pero no hemos tenido que usar condón y te mantienes virgen para esa novia tuya con el pañuelo en la cabeza.

– Una hiyab. Puede que esa novia nunca llegue a existir.

– ¿Por qué dices eso? El aparato te funciona, y además estás de buen ver.

– Es un presentimiento -responde él-. Quizá tú seas lo más parecido a una novia que yo pueda tener. -En leve tono acusador añade-: No te he pedido que lo hicieras, que me corriera.

– Me gusta ganarme el dinero -contesta Joryleen. A él le sabe mal que ella empiece una conversación relajada, que se aleje de la sutura tensa y húmeda que los ha unido en un solo cuerpo-. No sé de dónde sacas esos malos presentimientos, pero ese amigo tuyo, Charlie, parece que trama algo. ¿Por qué había de prepararte este casquete, si tú no se lo habías pedido?

– Pensaba que yo lo necesitaba. Y quizá tuviera razón. Gracias, Joryleen. Aunque, como has dicho, ha sido impuro.

– Es casi como si te estuvieran cebando.

– ¿Quién? ¿Para qué?

– Y yo qué sé, tontín. Pero quédate con mi consejo. Apártate de ese camión.

– Y tú supón que yo te digo que te mantengas alejada de Tylenol.

– No es tan fácil. Es mi hombre. Ahmad intenta comprenderla:

– Los dos buscamos unirnos, aunque sea con mala fortuna.

– Tú lo has dicho.

La mancha en sus calzoncillos empieza a secarse, se pone pegajosa; con todo, él se resiste cuando Joryleen intenta quitar su brazo de encima.

– Tengo que irme -dice.

Él la abraza más fuerte, con cierta ferocidad.

– ¿Te has ganado tu dinero?

– ¿Ah, no? A mí me parece que aquí alguien ha soltado un buen chorro.

Él quiere unirse a su impureza.

– No hemos follado. Quizá deberíamos. Es lo que Charlie querría.

– Ya te vas haciendo a la idea, ¿eh? Esta vez es demasiado tarde. De momento te dejamos puro.

La noche ha caído fuera de la tienda de muebles. Están a dos camas de la solitaria lámpara de noche encendida, y a su tenue luz el rostro de Joryleen, apoyado en el cojín de felpilla blanca, es un óvalo negro, un óvalo perfecto que contiene los destellos y los pequeños movimientos de sus labios y sus párpados. A ojos de Dios está perdida, pero da su vida por otro, para que Tylenol, ese matón patético, pueda vivir.

– Haz una cosa más por mí -suplica Ahmad-. Joryleen, no puedo soportar que te vayas.

– ¿Qué quieres que haga?

– Cántame.

– Tío. Sí, claro, eres un hombre. Siempre queréis alguna cosa más.

– Sólo una canción. Allá en la iglesia me encantó ser capaz de distinguir tu voz entre todas las demás.

– Y ahora alguien te ha enseñado a camelar. Tengo que sentarme. No puedo cantar tumbada. Tumbarse sólo es para otras cosas.

Eso ha sido innecesariamente grosero por su parte. A la luz solitaria de la lámpara en ese océano de camas, surgen medias lunas crecientes de sombra en la parte inferior de sus contundentes pechos. Tiene dieciocho años, pero la gravedad ya tira de ellos. Él siente la necesidad de alargar el brazo y palpar las prominencias de sus pezones color carne, incluso de pellizcarlos, pues es una puta y está acostumbrada a cosas peores; él mismo se asombra del arrebato de crueldad que le ha salido, en liza con esa ternura que, seduciéndolo, lo apartaría de su fidelidad más íntima. «Quien combate por Dios», dice la sura veintinueve, «combate, en realidad, en provecho propio.» Ahmad cierra los ojos cuando ve, por la tensión de los diminutos músculos de sus labios, con esa delicada orla de carne alrededor de sus bordes, que Joryleen está a punto de cantar.

– «Oh, qué amigo nos es Cristo» -canturrea, con voz trémula y sin las inquietas síncopas de la versión que oyó en la iglesia-. «Él sintió nuestra aflicción…» -Mientras canta, estira la mano, la palma pálida, y lo toca en la frente, una frente amplia e íntegra doblada bajo el peso de más fe de la que muchos hombres pueden soportar, y desviando los dedos, con sus uñas a dos colores, pellizca el lóbulo de la oreja de Ahmad al terminar-: «… díselo en oración.»

La observa volver a vestirse con brío: primero el sujetador, luego, con un movimiento divertido, sus breves braguitas, después, el top ajustado, lo bastante corto para dejar descubierta una tira del vientre, y la minifalda escarlata. Se sienta al borde de la cama para ponerse las botas de puntera, encima de unos finos calcetines blancos que no la había visto quitarse. Para proteger el cuero del sudor, y a sus pies del olor.

¿Qué hora es? Cada día oscurece más temprano. No más tarde de las siete; ha estado con ella menos de una hora. Su madre ya debe de estar en casa, esperándolo para darle de comer. Últimamente le dedica más tiempo. Pero la realidad tiene otras urgencias: debe levantarse y borrar cualquier huella de sus cuerpos en el colchón envuelto en plástico, devolver la alfombra y los cojines a su lugar en el piso de abajo y conducir a Joryleen entre las mesas y butacas, pasar el mostrador y la fuente de agua fría, y salir por la puerta de atrás a la noche, asaltada por los faros de los coches ya no tanto de trabajadores que vuelven a casa como de personas a la caza de algo, de una cena o de amor. La canción de Joryleen y el haber eyaculado lo han dejado tan adormecido que la idea, mientras recorre las doce manzanas que lo separan de casa, de meterse en la cama y no volver a despertar no le parece terrorífica.

El sheij Rachid lo saluda con una expresión coránica: «fa-inna ma'a 'l-'usri yusrā». Ahmad, tras tres meses sin acudir a clase en la mezquita y con su árabe clásico un poco oxidado, tiene que descifrar la cita mentalmente y considerar sus posibles significados ocultos. «La adversidad y la felicidad van a una.» La identifica como una aleya de «El consuelo», una de las primitivas suras mequíes que están hacia el final del Libro por su brevedad pero apreciadas por el maestro a causa de su naturaleza lacónica y enigmática. A veces se la ha titulado también «La abertura», y en ella Dios se dirige al propio Profeta: «¿No te hemos infundido ánimo y liberado de la carga que agobiaba tu espalda?».

Su encuentro con Joryleen había sido el viernes previo al día del Trabajo, así que no fue hasta el martes siguiente cuando Charlie Chehab le preguntó en el trabajo:

– ¿Qué tal fue?

– Bien -dijo Ahmad por toda respuesta-. Resulta que la conocía, un poco, del Central High. Desde entonces se ha ido extraviando.

– ¿Hizo su trabajo?

– Oh, sí. Cumplió.

– Fantástico. Su chulo me prometió que lo haría bien. Qué alivio. Para mí, quiero decir. No me sentía a gusto, contigo sin estrenar. No sé por qué me lo tomé como algo personal, pero así fue. ¿Te sientes un hombre nuevo?

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