Desgracia
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A los cincuenta y dos a?os, David Lurie tiene poco de lo que enorgullecerse. Con dos divorcios a sus espaldas, apaciguar el deseo es su ?nica aspiraci?n, sus clases en la universidad son un mero tr?mite para ?l y para los estudiantes. Cuando se destapa su relaci?n con una alumna, David, en un acto de soberbia, preferir? renunciar a su puesto antes que disculparse en p?blico. Rechazado por todos, abandona Ciudad del Cabo y va a visitar la granja de su hija Lucy. All?, en una sociedad donde los c?digos de comportamiento, sean de blancos o de negros, han cambiado, donde el idioma es una herramienta viciada que no sirve a este mundo naciente, David ver? hacerse a?icos todas sus creencias en una tarde de violencia implacable. Una historia profunda, extraordinaria, que por momentos atenaza el coraz?n, y siempre, hasta el final, subyuga.
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Lo cierto es que él nunca ha tenido una gran sensibilidad para la vida rural, a pesar de lo mucho que ha leído a Wordsworth. Nunca ha tenido una gran sensibilidad para otra cosa que las chicas guapas, ¿y adónde le ha llevado eso?
¿Es ya demasiado tarde para educar su sensibilidad? Carraspea.
– Lucy -dice en voz más alta.
Se rompe el hechizo. Lucy se yergue, se da casi la vuelta, sonríe.
– Ah, hola -dice-. No te había oído.
Katy alza la cabeza y mira, miope, hacia donde él se encuentra.
Atraviesa la verja. Katy se acerca y le olisquea los zapatos.
– ¿Y la camioneta? -pregunta Lucy. Está colorada por el esfuerzo, y tal vez algo quemada por el sol. De repente parece la imagen misma de la salud.
– La aparqué más abajo y di un paseo. -¿Quieres venir a tomar un té?
Hace la invitación como si fuera una visita. Está bien.
Una visita, una visitación: un nuevo arranque, un nuevo punto de partida.
Vuelve a ser domingo. Bev Shaw y él están de lleno en una de sus sesiones de Lósung. Uno por uno, él lleva primero a los gatos y luego a los perros: los viejos, los ciegos, los tullidos, los impedidos, los tarados… pero también a los jóvenes, a los sanos: a todos aquellos a los que les ha llegado la hora. Uno por uno Bev los toca, les habla, los acaricia, los consuela y los despacha, y se aparta un poco a contemplar cómo sella él los restos en un sudario de plástico.
Bev y él no cruzan palabra. Él ha aprendido a estas alturas, gracias a ella, a concentrar toda su atención en el animal que van a matar, a darle lo que él ya no tiene dificultad alguna en llamar por su nombre propio: amor.
Sella la última bolsa y se la lleva a la puerta. Veintitrés. Solo queda el perro joven, el perro que ama la música, el que, de haber tenido la posibilidad, habría acudido cojeando tras sus camaradas hasta el edificio de la clínica, hasta el teatro de operaciones y la encimera de zinc, donde todavía penden olores intensos, mezclados, incluido uno con el que todavía no se ha topado a lo largo de su vida: el olor del último hálito, el olor suave y efímero del alma liberada del cuerpo.
Lo que el perro jamás llegará a saber (¡ni siquiera de chiripa lo sabría nunca!, se dice él), lo que su olfato no le dirá jamás, es cómo se puede entrar en lo que parece una habitación normal y corriente y no salir jamás de ella. Algo sucede en esa estancia, algo innombrable: ahí es donde se arranca el alma del cuerpo, donde brevemente pende en el aire, retorciéndose y contorsionándose; ahí es donde luego es succionada y desaparece. Lejos está de entender que esa estancia no es una estancia, sino un agujero en el que uno deja atrás la existencia gota a gota.
Cada vez es más dó cil, le dijo Bev Shaw una vez. Más difícil, pero también más sencillo. Uno se acostumbra a que las cosas sean cada vez más difíciles, ya no se sorprende de que lo que era todo lo difícil que podía ser pueda ser más difícil todavía. Si quiere, puede dejarle al perro joven una semana más, pero habrá de llegar un momento, no hay forma de evitarlo, en que haya de llevarlo a presencia de Bev Shaw, a su quirófano (tal vez lo lleve en brazos, tal vez eso es algo que pueda hacer por él), y acariciarlo y cepillarle el pelaje a contrapelo hasta que la aguja encuentre la vena, y susurrarle y consolarlo en el momento en que, desconcertantemente, las patas cedan bajo su peso; entonces, cuando el alma haya salido del cuerpo, podrá doblarlo en dos e introducirlo en su bolsa, y al día siguiente llevarse la bolsa a las llamas y comprobar que termine quemada, requemada. Todo eso es algo que hará por él cuando le llegue el momento. De poca cosa habrá de servir, de menos aún: de nada.
Atraviesa el quirófano.
– ¿Era el último? -pregunta Bev Shaw.
– Queda uno más.
Abre la puerta de la jaula.
– Ven -dice, y se agacha y abre los brazos. El perro menea el trasero inválido, le olisquea la cara, le lame las mejillas, los labios, las orejas. Él no hace nada por impedírselo-. Ven.
Llevándolo en brazos como si fuera un cordero, vuelve a entrar en el quirófano.
– Pensé que preferirías dejarlo para la próxima semana -dice Bev Shaw-. ¿Vas a renunciar a él?
– Sí, voy a renunciar a él.
