Desgracia
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A los cincuenta y dos a?os, David Lurie tiene poco de lo que enorgullecerse. Con dos divorcios a sus espaldas, apaciguar el deseo es su ?nica aspiraci?n, sus clases en la universidad son un mero tr?mite para ?l y para los estudiantes. Cuando se destapa su relaci?n con una alumna, David, en un acto de soberbia, preferir? renunciar a su puesto antes que disculparse en p?blico. Rechazado por todos, abandona Ciudad del Cabo y va a visitar la granja de su hija Lucy. All?, en una sociedad donde los c?digos de comportamiento, sean de blancos o de negros, han cambiado, donde el idioma es una herramienta viciada que no sirve a este mundo naciente, David ver? hacerse a?icos todas sus creencias en una tarde de violencia implacable. Una historia profunda, extraordinaria, que por momentos atenaza el coraz?n, y siempre, hasta el final, subyuga.
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Está gastando el dinero como si fuera agua. Da igual.
En una tienda de artículos de acampada compra un calentador por inmersión, un hornillo de gas, un perol de aluminio. Cuando vuelve a su habitación con las compras, se encuentra a la dueña en la escalera.
– No está permitido cocinar en las habitaciones, señor Lourie -le dice-. Es por el riesgo de incendio.
La habitación es oscura y sofocante, está amueblada en exceso, y el colchón de la cama tiene bultos más duros que otros. Se habrá de acostumbrar, como a tantas otras cosas.
En la casa vive otro realquilado, un maestro de escuela ya jubilado. Se saludan al desayunar, pero no se dirigen la palabra durante el resto del día. Después del desayuno se marcha a la clínica y allí pasa el día entero, domingos incluidos.
Más que la pensión, la clínica se convierte en su hogar. En el solar desierto que hay tras el edificio construye una especie de nido con una mesa y un sillón viejo que le regalan los Shaw, así como una sombrilla de playa para resguardarse durante las horas más inclementes del sol. Se lleva el hornillo para hacerse un té o calentar alguna lata de comida: espaguetis y albóndigas, snoek con cebolla. Dos veces al día da de comer a los animales, limpia las perreras y de vez en cuando les habla; el resto del tiempo lo pasa leyendo, dormitando o, cuando se halla a solas en el recinto, ensayando con el viejo banjo de Lucy la música que va a dar a Teresa Guiccioli.
Hasta que nazca el niño, así ha de ser su vida.
Una mañana levanta la mirada y se encuentra con las caras de tres chiquillos que lo observan encaramados a la tapia de cemento. Se levanta; oye ladrar a los perros; los chiquillos saltan de la tapia y se dan a la fuga, gritando de excitación. Vaya cuento para contarlo en sus casas: un viejo medio loco que se sienta entre los perros y se pone a cantar cuando está solo.
Y tan loco. ¿Cómo podría explicarles a los chiquillos o a sus padres, a todos los habitantes de D Village, lo que han hecho Teresa y su amante para merecer que alguien, él en este caso, los devuelva a este mundo?
