Desgracia
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A los cincuenta y dos a?os, David Lurie tiene poco de lo que enorgullecerse. Con dos divorcios a sus espaldas, apaciguar el deseo es su ?nica aspiraci?n, sus clases en la universidad son un mero tr?mite para ?l y para los estudiantes. Cuando se destapa su relaci?n con una alumna, David, en un acto de soberbia, preferir? renunciar a su puesto antes que disculparse en p?blico. Rechazado por todos, abandona Ciudad del Cabo y va a visitar la granja de su hija Lucy. All?, en una sociedad donde los c?digos de comportamiento, sean de blancos o de negros, han cambiado, donde el idioma es una herramienta viciada que no sirve a este mundo naciente, David ver? hacerse a?icos todas sus creencias en una tarde de violencia implacable. Una historia profunda, extraordinaria, que por momentos atenaza el coraz?n, y siempre, hasta el final, subyuga.
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¡Así que esto es el arte!, piensa. ¡Así es como funciona! ¡Qué extraño! ¡Qué fascinante!
Se pasa días enteros entregado a Byron y a Teresa, viviendo de café solo y cereales del desayuno. La nevera está vacía, la cama sin hacer; las hojas de los árboles revolotean por el suelo tras colarse por la ventana rota. Da lo mismo, piensa: que los muertos entierren a sus muertos.
De los poetas aprendí a amar, canta Byron con su voz monótona y quebrada, nueve sílabas seguidas en clave de do natural; pero la vida, entiendo (con un descenso cromático hasta el fa), es harina de otro costal. Plinc-plunc plonc, resuenan las cuerdas del banjo. ¿Por qué, ay, por qué hablas así?, canta Teresa trazando un largo arco de notas del que emana su reproche. Plunc plinc-plonc, resuenan las cuerdas.
Ella, Teresa, desea ser amada, ser amada de manera inmortal; desea verse enaltecida hasta estar en compañía de las Lauras y las Floras de antaño. ¿Y Byron? Byron será fiel hasta la muerte, pero no promete nada más. Que los dos estén unidos hasta que uno haya expirado.
Mi amor, canta Teresa hinchando ese grueso monosílabo inglés, love, aprendido en el lecho del poeta. Plinc, es el eco de las cuerdas. Una mujer enamorada, que se revuelca en el amor: una gata que maúlla en un tejado; proteínas complejas y revueltas en la sangre, que distienden los órganos sexuales, hacen que suden las palmas de las manos y que engorde la voz cuando el alma arroja a los cielos sus anhelos. Para eso le sirvieron Soraya y las demás: para sorberle las proteínas y extraérselas de la sangre como si fueran el veneno de una víbora, para dejarlo reseco, con la cabeza despejada. En casa de su padre, en Ravena, Teresa no tiene, para su infortunio, a nadie que le sorba el veneno de la sangre. Ven a mí, mío Byron, exclama: ¡tómame, ámame! Y Byron, exiliado ya de la vida, pálido cual espectro, le devuelve un eco socarrón:
¡Déjame, déjame, déjame en paz!
Años atrás, cuando residió en Italia, visitó ese bosque situado entre Ravena y la costa del Adriático, el mismo en el que paseaban a caballo un siglo y medio antes Byron y Teresa. En algún paraje entre los árboles ha de estar el lugar en el que el inglés levantó por vez primera las faldas de aquella encantadora muchacha de dieciocho añitos, recién casada con otro hombre. Podría tomar un avión mañana mismo, irse a Venecia, tomar un tren a Ravena, recorrer aquellos viejos senderos de monta, pasar por el lugar exacto. Está inventando la música (o es la música la que lo inventa a él), pero no está inventando la historia en sí. Sobre ese lecho de agujas de pino poseyó Byron a su Teresa -«tímida cual gacela», según dejó dicho- arrugándole la falda, llenándole de arena las enaguas (y los caballos en todo momento ahí al lado, desconocedores de la curiosidad), y a raíz de aquello nació una pasión que dejó a Teresa aullando sus anhelos a la luna durante el resto de su vida, presa de una fiebre que a él también le hizo aullar, exactamente a su manera.
Es Teresa quien lleva la voz cantante; página tras página, él sólo la sigue. Un día emerge de las tinieblas otra voz, una voz que no solo no ha oído antes, sino que tampoco contaba con oír. A tenor de las palabras que dice, comprende que pertenece a la hija de Byron, Allegra, pero ¿de qué parte de su propio interior proviene esa nueva voz? ¿Por qué me has abandonado? ¡Ven a apoderarte de mí!, grita Allegra. ¡Qué calor, qué calor, cuánto calor!, entona en un ritmo privativo de ella, un ritmo que atraviesa con insistencia las voces de los dos amantes.
A la llamada de la inoportuna niña de cinco años no acude respuesta alguna. Imposible de amar, jamás amada de hecho, descuidada por su famoso progenitor, ha sido llevada de mano en mano y al final ha terminado con las monjas, que la cuiden ellas. ¡Qué calor, cuánto calor!, gimotea desde su lecho en el convento, donde va a morir por efecto de la malaria. ¿Por qué me has olvidado?
¿Por qué se abstendrá su padre de contestar? Porque está harto de la vida, porque preferiría volver al lugar que le corresponde, a la otra orilla de la muerte, y hundirse en su viejo sopor. ¡Mi pobre chiquilla!, canta Byron titubeante, reacio, tan quedo que ella no lo oye. Sentados en un lateral, a la sombra, el trío de instrumentistas ejecuta esa tonada que avanza cual cangrejo, un verso ascendente y otro descendente, que es la de Byron.
