Gringo Viejo
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«En 1913, el escritor norteamericano Ambrose Bierce, mis?ntropo, periodista de la cadena Hearst y autor de hermosos cuentos sobre la Guerra de Secesi?n, se despidi? de sus amigos con algunas cartas en las que, desmintiendo su reconocido vigor, se declaraba viejo y cansado». Sin embargo, en todas ellas se reservaba el derecho de escoger su manera de morir. La enfermedad y el accidente -por ejemplo, caerse por una escalera- le parec?an indignas de ?l. En cambio, ser ajusticiado ante un pared?n mexicano… Ah -escribi? en su ?ltima carta-, ser un gringo en M?xico, eso es eutanasia.
«Entr? en M?xico en noviembre y no se volvi? a saber de ?l. El resto es ficci?n.»
?sta es la asombrosa reconstrucci?n de lo que podr?a haber sido la trayectoria del anciano novelista. Elaborada como una larga vuelta atr?s, esta novela es ante todo una reflexi?n sobre la identidad, la b?squeda del padre, el concepto de frontera como «cicatriz», uni?n y separaci?n.
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Cerró los ojos pero no aceleró el paso.
Entonces el desierto le decía que la muerte es sólo una fatiga de las leyes de la naturaleza: la vida es la regla del juego, no su excepción, y hasta el desierto que parecía muerto escondía toda una minuciosa vida que prolongaba, originaba o remedaba las leyes de la existencia humana. El no podía sustraerse, aunque fuese otra su voluntad, al imperio vital del yermo al que había llegado por si mismo, sin que alguien se lo ordenara: gringo viejo, lárgate al desierto.
La arena acude al mezquital. El horizonte se mueve y sube hasta los ojos. Las sombras implacables de las nubes visten a la tierra con velos de lunares. La tierra huele fuerte. El arco iris se desparrama como un espejo de sí mismo. Las matas de la bistorta se incendian en ramilletes amarillos. Sopla el viento álcali.
El gringo viejo tose, se cubre la cara con la bufanda negra. La respiración se le va como las aguas se retiraron un día de la tierra, creando el desierto. Las gotas de su respiración son como la sed del taray que crece junto a los ríos escasos, atesorando lujosamente la humedad.
Tiene que detenerse, ahogado por el asma, descender con pena de la yegua, asfixiándose, y hundir piadosamente el rostro en el lomo de su montadura. Pero a pesar de todo dice:
– Mi destino es mío.
