Gringo Viejo
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«En 1913, el escritor norteamericano Ambrose Bierce, mis?ntropo, periodista de la cadena Hearst y autor de hermosos cuentos sobre la Guerra de Secesi?n, se despidi? de sus amigos con algunas cartas en las que, desmintiendo su reconocido vigor, se declaraba viejo y cansado». Sin embargo, en todas ellas se reservaba el derecho de escoger su manera de morir. La enfermedad y el accidente -por ejemplo, caerse por una escalera- le parec?an indignas de ?l. En cambio, ser ajusticiado ante un pared?n mexicano… Ah -escribi? en su ?ltima carta-, ser un gringo en M?xico, eso es eutanasia.
«Entr? en M?xico en noviembre y no se volvi? a saber de ?l. El resto es ficci?n.»
?sta es la asombrosa reconstrucci?n de lo que podr?a haber sido la trayectoria del anciano novelista. Elaborada como una larga vuelta atr?s, esta novela es ante todo una reflexi?n sobre la identidad, la b?squeda del padre, el concepto de frontera como «cicatriz», uni?n y separaci?n.
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I
Ella se sienta sola y recuerda.
Vio una y otra vez los espectros de Arroyo y la mujer con cara de luna y el gringo viejo, cruzando frente a su ventana. No eran fantasmas. Sencillamente, habían movilizado sus propios pasados, con la esperanza de que ella haría lo mismo reuniéndose con ellos.
Pero a ella le tomó largo tiempo hacerlo.
Primero tuvo que dejar de odiar a Tomás Arroyo por enseñarle lo que pudo ser y luego prohibirle que jamás fuese lo que ella pudo ser:
Él siempre supo que ella regresaría a su casa.
Pero le permitió verse como sería si hubiera permanecido; y esto es lo que ella nunca podría ser.
Este odio tuvo que purgarse dentro de ella, y le tomó muchos años hacerlo. El gringo viejo ya no estaba allí para ayudarla. Tomás Arroyo ya no estaba allí. Tom Brook. Pudo haberle dado un hijo así nombrado. No tenía derecho a pensarlo. La mujer de la cara de luna se lo había llevado con ella a un destino sin nombre. Tomás Arroyo había terminado.
Los únicos momentos que le quedaban eran aquellos cuando ella cruzó la frontera y miró hacia atrás y vio a los dos hombres, el soldado Inocencio y el niño Pedrito, y detrás de ellos, lo piensa ahora, vio al polvo organizarse en una especie de cronología silenciosa que le impedía recordar, ella fue a México y regresó a su tierra sin memoria y México ya no estaba al alcance de la mano. México había desaparecido para siempre, pero cruzando el puente, del otro lado del río, un polvo memorioso insistía en organizarse sólo para ella y atravesar la frontera y barrer sobre el mezquite y los trigales, los llanos y los montes humeantes, los largos ríos hondos y verdes que el gringo viejo había anhelado, hasta llegar a su apartamento en Washington en la ribera del Potomac, el Atlántico, el centro del mundo.
El polvo se esparció y le dijo que ahora ella estaba sola.
Y recordaba.
Sola.
