Gringo Viejo
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«En 1913, el escritor norteamericano Ambrose Bierce, mis?ntropo, periodista de la cadena Hearst y autor de hermosos cuentos sobre la Guerra de Secesi?n, se despidi? de sus amigos con algunas cartas en las que, desmintiendo su reconocido vigor, se declaraba viejo y cansado». Sin embargo, en todas ellas se reservaba el derecho de escoger su manera de morir. La enfermedad y el accidente -por ejemplo, caerse por una escalera- le parec?an indignas de ?l. En cambio, ser ajusticiado ante un pared?n mexicano… Ah -escribi? en su ?ltima carta-, ser un gringo en M?xico, eso es eutanasia.
«Entr? en M?xico en noviembre y no se volvi? a saber de ?l. El resto es ficci?n.»
?sta es la asombrosa reconstrucci?n de lo que podr?a haber sido la trayectoria del anciano novelista. Elaborada como una larga vuelta atr?s, esta novela es ante todo una reflexi?n sobre la identidad, la b?squeda del padre, el concepto de frontera como «cicatriz», uni?n y separaci?n.
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No fue el sol lo que, ausentemente, quemó la mejilla del gringo viejo junto a la ventana. Era un fuego en el llano. El sol ya se había puesto. El fuego tomó su lugar.
– Ah qué los muchachos -suspiró con una especie de orgullo el general Arroyo.
Corrió hasta la plataforma trasera del carro y el viejo lo siguió con toda la dignidad posible.
– Ah qué los muchachos. Se me adelantaron.
Señaló hacia el incendio y le dijo, mira viejo, la gloria de los Miranda convertida en puritito humo. Les había dicho a los muchachos que llegaría al atardecer. Se le adelantaron. Pero no le quitaron su placer, sabían que éste era su placer, llegar cuando la hacienda agarraba fuego.
– Buen cálculo, gringo.
– Mal negocio, general.
La banda tocó la marcha Zacatecas cuando el tren entró a la estación de la Hacienda Miranda. El gringo no pudo distinguir el olor de hacienda quemada del olor de tortilla quemada. Una niebla espesa y cenicienta envolvía a hombres y mujeres, niños y cocinas improvisadas, caballos y ganado suelto, trenes y carretas abandonadas. El griterío de las órdenes del coronelito Frutos García e Inocencio Mansalvo se dejaba oír encima del otro tumulto, insensible y casi natural:
– Convoy, alt…!
– ¡El maíz del caballo de mi general!
– !Brigada alerta!
– ¡Vamos a echarnos un zarampahuilo!
Ladraron los perros cuando el general Arroyo descendió del carro y se puso su sombrerote cuajado de parrería de plata como una corona de guerra sobre su faz ensombrecida. Levantó la mirada y vio al gringo. Por primera vez, el viejo mostraba miedo. Los perros le ladraban al extranjero que no se atrevía a dar el siguiente paso sobre el peldaño para bajar a tierra.
– A ver -le ordenó a Inocencio Mansalvo-, espántele los perros aquí al general gringo -luego le sonrió-. Ah, qué mi gringo valiente. Los federales son más bravos que cualquier canijo perrito de éstos.
No había placer en la cara de Arroyo mientras el gringo viejo lo siguió, alto y desgarbado, contrastando con la forma más baja, joven, muscular y dramática del general, caminando por el llano polvoso más allá de la estación al vasto caserío en llamas con un clamor metálico de espuelas y cinturones y pistolas y artillería rápidamente retirada y el murmullo tardío del viento del desierto sobre las únicas hojas a la mano: las del sombrero de mi general.
Un silbido colectivo se impuso a todos y el gringo viejo miró, con un temblor atávico, las filas de los colgados de los postes de telégrafo, con las bocas abiertas y las lenguas de fuera. Todos silbaban, meciéndose en el suave viento desértico, desde la alameda que progresaba hacia la hacienda incendiada.
