Tentacion
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Como cualquier guionista de Hollywood, David Armitage aspira convertirse en rico y famoso para huir de la mediocridad de su vida. Cuando est? a punto de dar por muerta su carrera, se produce el milagro: la televisi?n compra uno de sus guiones y se convierte en un rotundo ?xito. Pasado un tiempo, el millonario Philip Fleck le propone ir a su isla privada para trabajar en un nuevo gui?n cinematogr?fico. David se lleva una desagradable sorpresa cuando descubre que se trata de uno de sus propios guiones, escrito unos a?os antes, copiado palabra por palabra. Furioso, David se niega a colaborar con el millonario. Pero su decisi?n le costar? cara…
***
«?Esto es una novela!: flechazos, dilemas, pesares, y la certeza de que el ?xito se conjuga siempre con el condicional o el imperfecto.» Le Figaro.
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– ¿Has dimitido? -pregunté, mirando a Tracy estupefacto.
– No he tenido más remedio -dijo ella bajito-. Ahora que se ha hecho pública mi relación con Craig Clark…
– Pero habíais terminado.
– Hace dos años. Y es verdad que estaba separado de su esposa en aquella época. Pero eso no importa, ahora que el daño está hecho.
– No has hecho nada malo, Tracy -dije.
– Puede ser, pero lo que se entenderá es que yo llamé a un novio casado para que escribiera un artículo comprensivo en tu nombre.
– Pero fue él quien te llamó.
– No importa, se dará por hecho que fue al revés.
– ¿Qué dice Craig de todo esto? -pregunté.
– Tiene sus propios problemas -dijo Tracy-. Variety le ha despedido a él también.
– No te hemos despedido -dijo Bob secamente.
– No, sólo me habéis dado la botella de whisky y la pistola con una bala, y me habéis dicho que me comporte con honor.
Tracy parecía estar a punto de echarse a llorar otra vez. Brad le apretó un brazo como gesto de apoyo, pero ella le apartó.
– No necesito la compasión de nadie -dijo-. He cometido una estupidez y ahora me toca pagar.
– Estoy consternado -dije.
– No me extraña -replicó Tracy.
– No puedo expresar cuánto lo siento. Pero, como he dicho mil veces, no ha habido mala intención.
– Entendido, entendido -dijo Bob-. Pero también tienes que entender nuestra difícil posición ahora mismo, y que si no te dejamos marchar…
A pesar de que ya me lo esperaba, la noticia me golpeó como un bofetón en toda la cara.
– ¿Me estás despidiendo del programa? -pregunté en un susurro.
– Sí, David, damos por terminada tu colaboración con nosotros. Lamentándolo mucho, debería añadir, pero…
– No es justo -dije.
– Puede que no sea justo -dijo Brad-, pero tenemos que pensar en nuestra credibilidad.
– Tengo un contrato con vosotros.
Bob revolvió unos papeles y sacó el documento que yo acababa de mencionar.
– Sí, lo tienes, y seguro que Alison te explicará que hay una cláusula que anula el contrato en caso de que falsees tu trabajo de cualquier modo. El plagio se incluye sin duda como un grave falseamiento…
– Lo que haces no está bien -insistí.
– Lo que hacemos puede ser desagradable, pero es necesario -dijo Bob-. Por el bien de la serie, tienes que dejarla.
– ¿Y si Alison y yo os demandamos?
– Haz lo que te parezca, David -dijo Bob-. Pero ten en cuenta que los bolsillos de la corporación son mucho más hondos que los tuyos. Y no ganarás.
– Ya lo veremos -dije, poniéndome de pie.
– ¿Te crees que esto nos hace gracia? -intervino Brad-. ¿Crees que alguien en esta habitación está encantado con esta situación? Sé que eres el creador del programa… y seguirás saliendo en los créditos y contarás en el presupuesto. Pero el hecho es que hay setenta personas más trabajando en Te vendo, y no pienso poner en peligro sus puestos para pelear por ti. Sobre todo porque tu posición no tiene defensa. No sólo te pillaron con el arma en la mano, David, esta vez era una bazuca.
– Gracias por tu lealtad.
Un largo silencio. La mano de Brad apretó con fuerza la pluma. Respiró hondo para calmarse y dijo:
– David, voy a achacar ese comentario a la temperatura emocional elevada que sufrimos todos ahora. Pero ha sido un comentario completamente estúpido, sobre todo porque te he demostrado mi lealtad siempre que ha hecho falta. Antes de que empieces a azotar a otro, recuerda una cosa: en el fondo, este lío te lo has buscado tú sólito.
Estaba a punto de decir algo fuerte, apasionado e incoherente, pero al final me limité a salir de la habitación como una tromba, a salir del edificio, subir al coche y conducir.
Conduje durante horas, vagando por las autopistas, sin rumbo ni destino. Hice tiempo en la 10, en la 330, en la 12 y en la 8 5. Mi itinerario fue una obra maestra de la falta de lógica geográfica: de Manhattan Beach a Van Nuys, a Ventura, a Santa Mónica, a Newport Beach, a…
Y entonces, de pronto, sonó mi móvil. Al cogerlo del asiento del pasajero, miré el salpicadero y vi que eran las tres y diez. Había estado conduciendo sin rumbo durante cinco horas, y no me había dado cuenta ni una sola vez de que el tiempo pasaba.
Respondí.
– David, ¿cómo estás?
Era Alison, medio dormida, pero muy preocupada.
– No cuelgues -dije-. Voy a parar.
Aparqué en un área de descanso y apagué el motor.
– ¿Estás fuera? ¿Conduciendo?
– Eso parece.
– Pero si es de noche…
– Sí.
– Acabo de levantarme y he oído tu mensaje. ¿Dónde estás?
– No lo sé.
– ¿Cómo que no lo sabes? ¿Cómo se llama la carretera o la autopista?
– No lo sé.
– Ahora sí que me preocupas. ¿Qué pasa?
Entonces fue cuando me eché a llorar: cuando todo el horror de lo que había pasado se abatió finalmente sobre mí, y de repente ya no pude negar más su enormidad. Debí de estar llorando un buen minuto. Cuando logré recuperar el control, Alison habló con la voz muy temblorosa.
– David, por Dios, cuéntamelo, por favor…, ¿qué demonios te ha pasado?
Entonces se lo conté todo, desde las largas acusaciones de plagio de la nueva columna de MacAnna, a la reacción hostil de Sally, hasta que Bob y Brad me habían despedido.
– ¡Dios bendito! -dijo Alison cuando acabé de hablar-. Esto se ha desmadrado.
– Me siento como si hubiera abierto una puerta y me hubiera caído de un rascacielos.
– De acuerdo, lo primero es lo primero. ¿Sabes dónde estás ahora mismo?
– En la ciudad, no sé dónde.
– ¿Estás seguro de que estás en Los Ángeles?
– Creo que sí.
– ¿Te sientes en condiciones de conducir?
– Creo que sí.
– De acuerdo, quiero que hagas lo siguiente. Vete a casa. Y conduce con cuidado, por favor. Si estás en Los Ángeles, deberías llegar en menos de una hora. En cuanto llegues, mándame la columna de MacAnna por correo electrónico. Yo me voy al Kennedy a ver si puedo coger el vuelo de las nueve a Los Ángeles. En el aeropuerto intentaré conectarme y leer la columna, y después utilizaré el AirPhone de a bordo hasta que despeguemos. Si todo va bien, aterrizaré sobre mediodía, hora de Los Ángeles, de modo que podríamos quedar en mi oficina a las dos. Mientras tanto, quiero que hagas algo: dormir. ¿Tienes algo en casa para quedarte frito?
– Creo que diacepam.
– No tomes las dos que recomiendan: tómate tres. Creo que necesitas desconectar un buen rato.
– Por favor, no me digas que todo esto parecerá mucho mejor después de dormir. Porque no lo parecerá.
– Ya lo sé. Pero al menos habrás descansado. En cambio sí te diré otro tópico: intenta no dejarte dominar por el pánico.
Llegué a casa en cuarenta minutos. Le mandé el artículo a Alison por correo electrónico. Mientras estaba sentado ante el ordenador, se abrió la puerta del dormitorio y salió Sally. Sólo llevaba la parte de arriba del pijama. Lo primero que pensé fue: está guapísima. Y lo segundo: ¿será ésta la última vez que la veo en una situación tan íntima?
– Estaba preocupada por ti -dijo.
Seguí mirando la pantalla.
– ¿Te importaría explicarme dónde has estado durante las últimas siete horas? -preguntó.
– He estado en la oficina y después conduciendo.
– ¿Conduciendo dónde?
– Sólo conduciendo.
– Podrías haberme llamado. Deberías haberme llamado.
– Lo siento.
– ¿Qué ha pasado?
– He estado conduciendo la mitad de la noche, ya sabes lo que ha pasado.
– ¿Te han despedido?
– Sí, me han despedido.
– Ya -dijo en tono inexpresivo.
– A Tracy Weiss también le han dado el pasaporte.
– ¿Por darle la entrevista en exclusiva a su ex novio?
– Ése era el delito.
– No fue una buena idea.
– De todos modos el castigo es demasiado severo.
– Éste es un negocio despiadado.
– Gracias por esta lección iluminadora de lo evidente.