Los cuentos de eva luna
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pero incluso en esos tiempos de paz forzosa vivió como un corsario. Era hombre habítuado a la violencia. Cruzaba el país en todas direcciones luchando contra enemigos visibles, cuando los había, y contra las sombras, cuando debía inventarlos, y así habría continuado sí su partido no gana las elecciones presidenciales. De la noche a la mañana pasó de la clandestinidad a hacerse cargo del poder y se le terminaron los pretextos para seguir alborotando.
La última misión de Tadeo Cérpedes fue la expedición punitiva a Santa Teresa. Con ciento veinte hombres entró al pueblo de noche para dar un escarmiento y eliminar a los cabecillas de la oposición. Balearon las ventanas de los edificios públicos, destrozaron la puerta de la iglesia y se metieron a caballo hasta el altar mayor, aplastando al Padre Clemente que se les plantó por delante, y siguieron al galope con un estrépito de guerra en dirección a la villa del Senador Orellano, que se alzaba plena de orgullo sobre la colina.
A la cabeza de una docena de sirvientes leales, el Senador esperó a Tadeo Céspedes, después de encerrar a su hija en la última habitación del patio y soltar a los perros. En ese momento lamentó, como tantas otras veces en su vida, no tener descendientes varones que lo ayudaran a empuñar las armas y defender el honor de su casa. Se sintió muy viejo, pero no tuvo tiempo de pensar en ello, porque vio en las laderas del cerro el destello terrible de ciento veinte antorchas que se aproximaban espantando a la noche. Repartió las últimas municiones en silencio. Todo estaba dicho y cada uno sabía que antes del amanecer debería morir como un macho en su puesto de pelea.
— El último tomará la llave del cuarto donde está mí hija y cumplirá con su deber–dijo el Senador al oír los primeros tiros.
Todos esos hombres habían visto nacer a Dulce Rosa y la tuvieron en sus rodillas cuando apenas caminaba, le contaron cuentos de aparecidos en las tardes de invierno, la oyeron tocar el piano y la aplaudieron emocionados el día de su coronación como
Reina del Carnaval. Su padre podía morir tranquilo, pues la niña nunca caería viva en las manos de Tadeo Céspedes. Lo único que jamás pensó el Senador Orellano fue que a pesar de su temeridad en la batalla, el último en morir sería él. Vio caer uno a uno a sus amigos y comprendíóó> por fin la inutilidad de seguir resistiendo. Tenía una bala en el vientre y la vista difusa, apenas distinguía las sombras trepando por las altas murallas de su propiedad, pero no le falló el entendimiento para arrastrarse hasta el tercer patio. Los perros reconocieron su olor por encima del sudor, la sangre y la tristeza que lo cubrían y se apartaron para dejarlo pasar. Introdujo la llave en la cerradura, abrió la pesada puerta y a través de la niebla metida en sus ojos vio a Dulce Rosa aguardándolo. La niña llevaba el mismo vestido de organza usado en la fiesta de Carnaval y había adornado su peinado con las flores de la corona.
— Es la hora, hija–dijo gatillando el arma mientras a sus pies crecía un charco de sangre.
— No me mate, padre–replicó ella con voz firme-. Déjeme viva, para vengarlo y para vengarme.
El Senador Anselmo Orellano observó el rostro de quince años de su hija e imaginó lo que haría con ella Tadeo Céspedes, pero había gran fortaleza en los ojos transparentes de Dulce Rosa y supo que podría sobrevivir para castigar a su verdugo. La muchacha se sentó sobre la cama y él tomó lugar a su lado, apuntando la puerta.
Cuando se calló el bullicio de los perros moribundos, cedió la tranca, saltó el pestillo y los primeros hombres írrumpieron en la habitación, el Senador alcanzó a hacer seis disparos antes de perder el conocimiento. Tadeo Céspedes creyó estar soñando al ver un ángel coronado de jazmines que sostenía en los brazos a un viejo agonizante, mientras su blanco vestido se empapaba de rojo, pero no le alcanzó la piedad para una segunda mirada, porque venía borracho de violencia y enervado por varias horas de combate.
— La mujer es para mí–dijo antes de que sus hombres le pusieran las manos encima.
Amaneció un viernes plomizo, teñido por el resplandor del incendio. El silencio era denso en la colina. Los últimos gemidos se habían callado cuando Dulce Rosa pudo ponerse de pie y caminar hacia la fuente del jardín, que el día anterior estaba rodeada de magnolias y ahora era sólo un charco tumultuoso en medio de los escombros. Del vestido no quedaban sino jirones de organza, que ella se quitó lentamente para quedar desnuda. Se sumergió en el agua fría. El sol apareció entre los abedules y la muchacha pudo ver el agua volverse rosada al lavar la sangre que le brotaba entre las piernas y la de su padre, que se había secado en su cabello. Una vez limpia, serena y sin lágrimas, volvió a la casa en ruinas, buscó algo para cubrirse, tomó una sábana de bramante y salió al camino a recoger los restos del Senador. Lo habían atado de los pies para arrastrarlo al galope por las laderas de la colina hasta convertirlo en un guiñapo de lástima, pero guiada por el amor, su hija pudo reconocerlo sin vacilar. Lo envolvió en el paño y se sentó a su lado a ver crecer el día. Así la encontraron los vecinos de Santa Teresa cuando se atrevieron a subir a la villa de los Orellano. Ayudaron a Dulce Rosa a enterrar a sus muertos y a apagar los vestigios del incendio y le suplicaron que se fuera a vivir con su madrina a otro pueblo, donde nadie conociera su historia, pero ella se negó. Entonces formaron cuadrillas para reconstruir la casa y le regalaron seis perros bravos para cuidarla.
Desde el mismo instante en que se llevaron a su padre aún vivo, y Tadeo Céspedes cerró la puerta a su espalda y se soltó el cinturón de cuero, Dulce Rosa vivió para vengarse. En los años siguientes ese pensamiento la mantuvo despierta por las noches y ocupó sus días, pero no borró del todo su risa ni secó su buena voluntad. Aumentó su reputación de belleza, porque los cantores fueron por todas partes pregonando sus encantos imaginarios, hasta convertirla en una leyenda viviente. Ella se levantaba cada día a las cuatro de la madrugada para dirigir las faenas del campo y de la casa, recorrer su propiedad a lomo de bestía, comprar y vender con regateos de sirio, criar animales y cultivar las magnolias y los jazmines de su jardín. Al caer la tarde se quitaba los pantalones, las botas y las armas y se colocaba los vestidos primorosos,
traídos de la capital en baúles aromáticos. Al anochecer comenzaban a llegar sus visitas y la encontraban tocando el piano, mientras las sirvientas preparaban las bandejas de pasteles y los vasos de horchata. Al principio muchos se preguntaron cómo era posible que la joven no hubiera acabado en una camisa de fuerza en el sanatorio o de novicia en las monjas carmelitas, sin embargo, como había fiestas frecuentes en la villa de los Orellano, con el tiempo la gente dejó de hablar de la tragedia y se borró el recuerdo del Senador asesinado. Algunos caballeros de renombre y fortuna lograron sobreponerse al estigma de la violación y, atraídos por el prestigio de belleza y sensatez de Dulce Rosa, le propusieron matrimonio. Ella los rechazó a todos, porque su misión en este mundo era la venganza.
Tadeo Céspedes tampoco pudo quitarse de la memoria esa noche aciaga. La resaca de la matanza y la euforia de la violación se le pasaron a las pocas horas, cuando iba camino a la capital a rendir cuentas de su expedición de castigo. Entonces acudió a su mente la niña vestida de baile y coronada de jazrnines, que lo soportó en silencio en aquella habitación oscura donde el aire estaba impregnado de olor a pólvora. Volvió a verla en el momento final, tirada en el suelo, mal cubierta por sus harapos enrojecidos, hundida en el sueño compasivo de la inconsciencia y así siguió viéndola cada noche en el instante de dormir, durante el resto de su vida. La paz, el ejercicio del gobierno y el uso del poder, lo convirtieron en un hombre reposado y laborioso. Con el transcurso del tiempo se perdieron los recuerdos de la Guerra Civil y la gente empezó a llamarlo don Tadeo. Se compró una hacienda al otro lado de la sierra, se dedicó a administrar justicia y acabó de alcalde. Si no hubiera sido por el fantasma incansable de Dulce Rosa Orellano, tal vez habría alcanzado cierta felicidad, pero en todas las mujeres que se cruzaron en su camino, en todas las que abrazó en busca de consuelo y en todos los amores perseguidos a lo largo de los años, se le aparecía el rostro de la Reina del Carnaval. Y para mayor desgracia suya, las canciones que a veces traían su nombre en versos de poetas populares no le permitían apartarla de su corazón. La imagen de la joven creció dentro de él, ocupándolo enteramente, hasta que un día no aguantó más. Estaba en la cabecera de una larga mesa de banquete celebrando sus cincuenta y siete años, rodeado de amigos y colaboradores, cuando creyó ver sobre el mantel a una criatura desnuda entre capullos de jazmines y comprendió que esa pesadilla no lo dejaría en paz ni después de muerto. Dio un golpe de puño que hizo temblar la vajilla y pidió su sombrero y su bastón.