Los cuentos de eva luna
Los cuentos de eva luna читать книгу онлайн
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
para soportar una nieve que jamás caería. Para llegar donde los Blaum había que atravesar todo el pueblo, que a esa hora parecía desierto. Su cabaña era similar a todas las demás, de madera oscura, con aleros tallados y ventanas con cortinas de encaje, al frente florecía un jardín bien cuidado y atrás se extendía un pequeño huerto de fresas. Corría una ventisca fría que silbaba entre los árboles, pero no vi humo en la chimenea. El perro, que los había acompañado durante años, estaba echado en el porche y no se movió cuando lo llamé, levantó la cabeza y me miró sin mover la cola, como si no me reconociera, pero me siguió cuando abrí la puerta, que estaba sin llave, y crucé el umbral. Estaba oscuro. Tanteé la pared buscando el interruptor y encendí las luces. Todo se veía en orden, había ramas frescas de eucalipto en los jarrones, que llenaban el aire de un olor limpio. Atravesé la sala de esa vivienda de alquiler, donde nada delataba la presencia de los Blaum, salvo las pilas de libros y el violín, y me extrañó de que en año y medio mis amigos no hubieran implantado sus personalidades al lugar donde vivían.
Subí la escalera al ático, donde estaba el dormitorio principal, una pieza amplia, con altos techos de vigas rústicas, papel desteñido en los muros y muebles ordinarios de vago estilo provenzal. Una lámpara de velador alumbraba la cama, sobre la cual yacía Ana, con el vestido de seda azul y el collar de corales que tantas veces le vi usar. Tenía en la muerte la misma expresión de inocencia con que aparece en la fotografía de su boda, tomada mucho tiempo atrás, cuando el capitán del barco la casó con Roberto a setenta millas de la costa, esa tarde espléndida en que los peces voladores salieron del mar para anunciarles a los refugiados que la tierra prometida estaba cerca. El perro que me había seguido, se encogió en un rincón gimiendo suavemente.
Sobre la mesa de noche, junto a un bordado inconcluso y al diario de vida de Ana, encontré una nota de Roberto dirigida a mí, en la cual me pedía que me hiciera cargo de su perro y que los enterrara en el mismo ataúd en el cementerio de esa aldea de cuentos. Habían decidido morir juntos, porque ella estaba en la última fase de un cáncer y preferían viajar a otra etapa tomados de la mano, como siempre habían estado, para que en el instante fugaz en que el espíritu se desprende no corrieran el riesgo de perderse en algún vericueto del vasto universo.
Recorrí la casa en busca de Roberto. Lo encontré en una pequeña habitación detrás de la cocina, donde tenía su estudio, sentado ante un escritorio de madera clara, con la cabeza entre las manos, sollozando. Sobre la mesa estaba la jeringa con que inyectó el veneno a su mujer, cargada con la dosis destinada para él. Le acaricié la nuca, evantó a vista y me miró largamente. Supongo que quiso evitarle a Ana los sufrimientos del final y preparó la partida de ambos de modo que nada alterara la serenidad de ese instante, límpíó la casa, cortó ramas para los jarrones, vistió y peinó a su mujer y cuando estuvo todo dispuesto le colocó la inyección. Consolándola con la promesa de que pocos minutos después se reuniría con ella, se acostó a su lado y la abrazó hasta tener la certeza de que ya no vivía. Llenó de nuevo la jeringa, se subió la manga de la camisa y tanteó la vena, pero las cosas no resultaron como las había planeado. Entonces me llamó.
— No puedo hacerlo, Eva. Sólo a ti puedo pedírtelo… Por favor, ayúdame a morir.
UN DISCRETO MILAGRO
La familia Boulton provenía de un comerciante de Liverpool, que emigró a mediados del siglo diecinueve con su tremenda ambición como única fortuna, y se hizo rico con una flotilla de barcos de carga en el país más austral y lejano del mundo. Los Boulton eran miembros prominentes de la colonia británica, y como tantos ingleses fuera de su isla preservaron sus tradiciones y su lengua con una tenacidad absurda, hasta que la mezcla con sangre criolla les tumbó la arrogancia y les cambió los nombres anglosajones por otros más castizos.
Gilberto, Filomena y Miguel nacieron en el apogeo de la fortuna de los Boulton, pero a lo largo de sus vidas vieron declinar el tráfico marítimo y esfumarse una parte sustancial de sus ingresos. Aunque dejaron de ser ricos, pudieron mantener su estilo de vida. Era difícil encontrar tres personas de aspecto y carácter más diferentes que estos tres hermanos. En la vejez se acentuaron los rasgos de cada cual, pero a pesar de sus aparentes disparidades sus almas coincidían en lo fundamental.
Gilberto era un poeta de setenta y tantos años, de facciones delicadas y porte de bailarín, cuya existencia había transcurrido ajena a las necesidades materiales, entre libros de arte y antigüedades. Era el único de sus hermanos que se educó en Inglaterra, experiencia que lo marcó profundamente. Le quedó para siempre el vicio del té. Nunca se casó, en parte porque no encontró a tiempo a la joven pálida que tantas veces surgía en sus versos de juventud, y cuando renunció a esa ilusión ya era demasiado tarde, porque sus hábitos de solterón estaban muy arraigados. Se burlaba de sus ojos azules, su pelo amarillo y su ancestro, diciendo que casi todos los Boulton eran unos comerciantes vulgares, quienes de tanto fingirse aristócratas habían terminado convencidos de que lo eran. Sin embargo, usaba chaquetas de tweed con parches de cuero en los codos, jugaba bridge, leía el Times con tres semanas de atraso y cultivaba la ironía y la flema atribuidas a los intelectuales británicos.
Filomena, rotunda y simple como una campesina, era víuda y abuela de varios nietos. Estaba dotada de una gran tolerancia, que le permitía aceptar tanto las veleidades anglófilas de Gilberto como el hecho de que Miguel anduviera con huecos en los zapatos y el cuello de la camisa en hilachas. Nunca le faltaba ánimo para atender los achaques de Gilberto o escucharlo recitar sus extraños versos, ni para colaborar en los innumerables proyectos de Miguel. Tejía incansablemente chalecos para su hermano menor, que éste se ponía un par de veces y luego regalaba a otro más necesitado. Los palillos eran una prolongación de sus manos, se movían con un ritmo travieso, un tictac continuo que anunciaba su presencia y la acompañaba siempre, como el aroma de su colonia de jazmín.
Miguel Boulton era sacerdote. A diferencia de sus hermanos, él resultó moreno, de baja estatura, casi enteramente cubierto por un vello negro que le habría dado un aspecto bestial si su rostro no hubiera sido tan bondadoso. Abandonó las ventajas de la residencia familiar a los diecisiete años y sólo regresaba a ella para participar en los almuerzos dominicales con sus parientes, o para que Filomena lo cuidara en las raras ocasiones en que se enfermaba de gravedad. No sentía ni la menor nostalgia por las comodidades de su juventud y a pesar de sus arrebatos de mal humor, se consideraba un hombre afortunado y estaba contento con su existencia. Vivía junto al Basurero Municipal, en una población m'serable de los extramuros de la capital, donde las calles no tenían pavimento, acerancho estaba construido con tablas y ras, ni árboles. Su planchas de cinc. A veces en verano surgian del suelo fumarolas fétidas de los gases que se filtraban bajo tierra desde los depósitos de basura. Su mobiliario consistía en un camastro, una mesa, dos sillas y repisas para libros, y las paredes lucían afiches revolucionarios, cruces de latón fabricadas por los presos políticos, modestas tapicerías bordadas por las madres de los desaparecidos, y banderines de su equipo de fútbol f ayorito. Junto al crucifijo, donde cada mañana comulgaba a solas y cada noche le agradecía a Dios la suerte de estar aún vivo, colgaba una bandera roja. El Padre Miguel era uno de esos seres marcados por la terrible pasión de la justicia. En su larga vida había acumulado tanto sufrimiento ajeno, que era incapaz de pensar en el dolor propio, lo cual, sumado a la certeza de actuar en nombre de Dios, lo hacía temerario. Cada vez que los militares allanaban su casa y se lo llevaban acusándolo de subversivo debían amordazarlo, porque ni a palos lograban evitar que los agobiara de insultos