Los cuentos de eva luna
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tirse un hueso, no tanto por orgullo como para acostumbrarse lo antes posible a esa nueva limitación. Filomena le dio secretas instrucciones al chófer para que desviara el rumbo y los llevara a la Clínica Alemana, pero su hermano, que conocía demasiado bien el olor de la miseria, entró en sospechas apenas cruzaron el umbral del edificio y las confirmó cuando escuchó música en el ascensor, Debieron sacarlo de allí a toda prisa, antes que se desencadenara una trifulca. En el hospital esperaron durante cuatro horas, tiempo que Miguel aprovechó para indagar las desgracias de los demás
pacientes de la sala, Filomena para iniciar otro chaleco y Gilberto para componer el poema sobre las antenas por lo negro que había surgido en su corazón el día anterior.
— El ojo derecho no tiene remedio y para devolver algo de visión al izquierdo habría que operarlo de nuevo–dijo el médico que por fin los atendió-. Ya ha tenido tres operaciones y los tejidos están muy debilitados, esto requiere técnicas e instrumentos especiales. Creo que el único lugar donde pueden intentarlo es en el Hospital Militar…
— ¡Jamás! — lo interrumpió Miguel-. ¡No pondré nunca mis pies en ese antro de desalmados! Sobresaltado, el médico le hizo un guiño de disculpa a la enfermera, quien se lo devolvió con una sonrisa cómplice.
— No seas mañoso, Miguel. Será sólo por un par de días, no creo que eso sea una traición a tus principios. ¡Nadie se va al infierno por eso! — apuntó Filomena, pero su hermano replicó que prefería quedarse ciego para el resto de sus días, que darles a los militares el gusto de devolverle la vista. En la puerta el médico lo retuvo un instante por el brazo. _Mire, Padre…. ¿ Ha oído hablar de la clínica del Opus De¡? Allí también tienen recursos muy modernos.
— ¿Opus De¡? — exclamó el cura-. ¿Dijo Opus De¡? Filomena trató de conducirlo fuera del consultorio, pero él se trancó en el umbral para informar al doctor que a esa gente tampoco iría a pedirles un favor.
— Pero cómo…, ¿no son católicos? — Son unos fariseos reaccionarios. — Disculpe–balbuceó el médico. Una vez en el coche Miguel le zampó a sus hermanos y al chófer que el Opus De¡ era una organización fatídica, más ocupada en tranquilizar la conciencia de las clases altas que en alimentar a los que se mueren de hambre, y que más fácilmente entra un camello por el ojo de una aguja que un rico al Reino de los cielos, o algo por el estilo. Agregó que lo sucedido era una prueba más de lo mal que estaban
las cosas en el país, donde sólo los privilegiados podían curarse con dignidad y los demás se debían conformar con yerbas de misericordia y cataplasmas de humillación. Por último pidió que lo llevaran directo a su casa porque debía regar los geranios y preparar el sermón del domingo.
— Estoy de acuerdo–comentó Gilberto, deprimido por las horas de espera y por la visión de tanta desgracia y tanta fealdad en el hospital. No estaba acostumbrado a esas diligencias.
— ¿De acuerdo con qué? — preguntó Filomena. — Que no podemos ir al Hospital Militar, sería una barrabasada. Pero podríamos darle una oportunidad al Opus De¡, ¿no les parece? — ¡Pero de qué estás hablando! — replicó su hermano-. Ya te dije lo que pienso de ellos.
— ¡Cualquiera diría que no podemos pagar! — agregó Filomena, a punto de perder la paciencia.
— No se pierde nada con preguntar–sugirió Gilberto pasándose su pañuelo perfumado por el cuello.
— Esa gente está tan ocupada moviendo fortunas en los bancos y bordando casullas de cura con hilos de oro, que no les queda ánimo para ver las necesidades ajenas. El cielo no se gana con genuflexiones, sino con…
— Pero usted no es pobre, don Miguelito–interrumpió Sebastián Canuto aferrado al volante.
— No me insultes, Cuchillo. Soy tan pobre como tú. Da media vuelta y llévanos a la clínica esa, para probarle al poeta que, como siempre, anda en la luna.
Fueron recibidos por una señora amable, que los hizo llenar un formulario y les ofreció café. Quince minutos después pasaban los tres al consultorio.
— Antes que nada, doctor, quiero saber si usted también es del Opus De¡ o si sólo trabaja aquí–dijo el sacerdote.
— Pertenezco a la Obra–sonrió blandamente el médico. — ¿Cuánto cuesta la consulta? — El tono del cura no disimulaba el sarcasmo.
— tiene problemas financieros, Padre? — Dígame cuánto. — Nada, si no puede pagar. Las donaciones son voluntarias. Por un breve instante el Padre Boulton perdió el aplomo, pero el desconcierto no le duró mucho.
— Esto no parece una obra de beneficencia. — Es una clínica privada. — Ajá… Aquí vienen sólo los que pueden hacer donaciones. — Mire, Padre, si no le gusta le sugiero que se vaya–replicó el doctor-. Pero no se irá sin que yo lo examine. Si quiere me trae a todos sus protegidos, que aquí se los atenderemos lo mejor posible, para eso pagan los que tienen. Y ahora no se mueva y abra bien los ojos.
Después de una meticulosa revisión el médico confirmó el diagnóstico previo, pero no se mostró optimista.
— Aquí contamos con un equipo excelente, pero se trata de una operación muy delicada.
No puedo engañarlo, Padre, sólo un milagro puede devolverle la vista–concluyó.
Miguel estaba tan apabullado que apenas lo escuchó, pero Filomena se aferró a esa esperanza.
— ¿Un milagro, dijo? — Bueno, es una manera de hablar, señora. La verdad es que nadie puede garantizarle que volverá a ver.
— Si lo que usted quiere es un milagro, yo sé dónde conseguirlo–dijo Filomena colocando el tejido en su bolsa-. Muchas gracias, doctor. Vaya preparando todo para la operación, pronto estaremos de vuelta.
De nuevo en el coche, con Miguel mudo por primera vez en mucho tiempo y Gilberto extenuado por los sobresaltos del día, Filomena le ordenó a Sebastián Canuto que enfilara hacia la montaña. El hombre le lanzó una mirada de reojo y sonrió entusiasmado. Había conducido otras veces a su patrona por esos rumbos y nunca lo hacía de buen grado, porque el camino era una serpiente retorcída, pero esta vez lo animaba la idea de ayudar al hombre que más apreciaba en este mundo. _¿Dónde vamos ahora? — murmuró Gilberto echando mano de su educación británica para no desplomarse de cansancio.
— Es mejor que te duermas, el viaje es largo. Vamos a la gruta de Juana de los Lirios–le explicó su hermana.
— ¡Debes estar loca! — exclamó el cura sorprendido.
— Es santa. — Ésos son puros disparates. La Iglesia no se ha pronunciado sobre ella.
— El Vaticano se demora como cien años en reconocer un santo. No podemos esperar tanto–concluyó Filomena.
— Si Miguel no cree en ángeles, menos creerá en beatas criollas, sobre todo si esa Juana proviene de una familia de terratenientes–suspiró Gilberto.
— Eso no tiene nada que ver, ella vivió en la pobreza. No le metas ideas en la cabeza a Miguel–dijo Filomena.
— Si no fuera porque su familia está dispuesta a gastar una fortuna para tener un santo propio, nadie sabría de su existencia–interrumpió el cura.
— Es más milagrosa que cualquiera de tus santos extranjeros.
— En todo caso, me parece mucha petulancia esto de pedir un trato especial. Mal que mal, yo no soy nadie y no tengo derecho a movilizar al cielo con demandas personales–refunfuñó el ciego.
El prestigio de Juana había comenzado después de su muerte a una edad prematura, porque los campesinos de la región, impresionados por su vida piadosa y sus obras de caridad, le rezaban pidiendo favores. Pronto se corrió la voz de que la difunta era capaz de realizar prodigios y el asunto fue subiendo de tono hasta culmínar en el Milagro del Explorador, como lo llamaron. El hombre estuvo perdido en la cordillera durante dos semanas, y cuando ya los equípos de rescate habían abandonado la
búsqueda y estaban a punto de declararlo muerto, apareció agotado y hambriento, pero intacto. En sus declaraciones a la prensa contó que en un sueño había visto la imagen de una muchacha vestida de largo con un ramo de flores en los brazos. Al despertar sintió un fuerte aroma de lirios y supo sin lugar a dudas que se trataba de un mensaje celestial. Siguiendo el penetrante perfume de las flores logró salir de aquel laberinto de desfiladeros y abismos y llegar por fin a las cercanías de un camino. Al comparar su visión con un retrato de Juana, atestiguó que eran idénticas. La familia de la joven se encargó de divulgar la historia, de construir una gruta en el sitio donde apareció el explorador y de movilizar todos los recursos a su alcance para llevar el caso al Vaticano. Hasta ese momento, sin embargo, no había respuesta del jurado cardenalicio. La Santa Sede no creía en resoluciones precipitadas, llevaba muchos siglos de parsimonioso ejercicio del poder y esperaba disponer de muchos más en el futuro, de modo que no se daba prisa para nada y mucho menos para las beatificaciones. Recibía numerosos testimonios provenientes del continente sudamericano, donde cada tanto aparecían profetas, santones, predicadores, estilitas, mártires, vírgenes, anacoretas y otros originales personajes a quienes la gente veneraba, pero no era cosa de entusiasmarse con cada uno. Se requería una gran cautela en estos asuntos, porque cualquier traspié podía conducir al ridículo, sobre todo en estos tiempos de pragmatismo, cuando la incredulidad prevalecía sobre la fe. Sin embargo, los devotos de Juana no aguardaron el veredicto de Roma para darle trato de santa. Se vendían estampitas y medallas con su retrato y todos los días se publicaban avisos en los periódicos agradeciéndole algún favor concedido. En la gruta plantaron tantos lirios que el olor aturdía a los peregrinos y volvía estériles a los animales domésticos de los alrededores. Las lámparas de aceite, los cirios y las antorchas llenaron el aire de una humareda contumaz y el eco de los cánticos y las oraciones robotaban entre los cerros confundiendo a los cóndores en vuelo. En poco tiempo el lugar se llenó de placas recordatorias, toda clase de aparatos ortopédicos y réplicas de órganos humanos en miniatura, que los creyentes dejaban como prueba de alguna curación sobrenatural. Mediante una colecta pública se juntó dinero para pavimentar la ruta y en un par de años había un camino lleno de curvas, pero transitable, que unía la capital con la capilla.