Diablo Guardian
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El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde ni?a, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocaci?n de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la pr?ctica). La ni?a vive en un ambiente de mentira (su padre ti?e de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros a?os de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El pap? planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el cl?set. La jovencita-ni?a empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil d?lares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avi?n y a partir de ese momento, manipular? a los dem?s. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig tambi?n es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observaci?n de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto art?stico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalizaci?n.
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.-Quiero treinta mil pesos. Era una estafa, y Pig no lo ignoraba. Sólo un descaro así podía garantizarle que en cinco minutos volvería a la calle, donde lo aguardaría su dichoso desempleo. Su tiempo insobornable. Su falsa dignidad: Yo no me vendo, ni me alquilo, ni tengo más tarifa que la del placer. Sonaba muy bonito, tenía ritmo, pero nunca tanto como la respuesta del jefe del jefe:
.-Veinte para empezar, treinta dentro de un mes. Puta madre, pensó, aunque lo que es pensar no lo lograba, preocupado por el temor creciente de que aquel doble jefe descubriera en sus ojos el brillo de avidez que sin duda tenían. Miró hacia atrás de nuevo: el cine, las reseñas, las redactoras, el sueldo, el arcón navideño lleno de muestras gratis, los correctores, jefes, coordinadores, el director-y-dueño con quien nunca se topó, la papada inminente de Noemi, que moriría como un pelicano en el exilio. Quiso no sonreír, conservarse impasible, incluso alzar los hombros y adornarse con un «Voy a pensarlo», pero las sombras del periódico, grotescas, miserables, no se lo permitieron, y de hecho le obligaron a soltar la sonrisa, junto a un «sí» tan rotundo, seguido de un «de acuerdo» en tal modo resonante, que ya no le importó delatar su entusiasmo ante una dignidad de pronto recobrada por obra de aquel golpe de fortuna. Y mientras el jefe de su ya jefe le hablaba de clientes, compañeros, diseño, redacción, él lo miraba fijo y calculaba: 500%. Más que un aumento de sueldo, una reevaluación de sus capacidades. Un acto de justicia. Una seguridad de súbito serena, no tanto en su persona -que, como había dicho el jefe de su jefe, estaría un mes a prueba, sin contrato- sino en el hecho claro de que ahora podía mirar hacia los viejos compañeros y jefes y rumiar en silencio, con la sonrisa tiesa y la quijada de repente chueca: Pandilla de jodidos.
Se sintió libre, al fin inalcanzable por la mediocridad que desde tiempo atrás lo perseguía por sueños y vigilias. ¿Qué le decía el jefe de su jefe? ¿Por qué se levantaba de su silla? ¿Eso era todo, así de fácil? ¿Cuál era el nombre de ese Jefe Mayor al que llevaba rato oyendo sin oír, en cuyos ojos no podía ver sino la retirada de esas olvidables jodideces que nunca más vendrían a danzar en sus sueños? Cuando volvió a la calle descubrió que todo -nombres, clientes, normas, compañeros- era un amasijo de datos sin sentido que no recordaba, o que nunca escuchó porque adelante, encima, por sobre todo lo visible y lo invisible, se hallaban las dos cifras mágicas cuya invencible mística nada podía ya opacar: $20.000,00 – $30.000,00. Aunque, si ha de empeñarse en ser estricto, Pig tendría que aclarar que se trataba de un vértigo inducido, como cuando de niño se ahorcaba con el cinturón y entraba dando tumbos a la recámara de Mamita. Si pensaba en dinero, estrictamente, el sueldo prometido era apenas bastante para sostener la casa, y eventualmente comprarle algunos muebles; a la postre, habría renunciado a escribir novelas en el nombre de una casa, un coche y unos muebles. Por eso hay que insistir: si Pig cedía al vértigo de las cifras era para evitar la danza del espectro cuyo nombre apuntó ese día con tinta verde sobre su antebrazo, mientras el jefe de su jefe le explicaba un par de soporíferos aspectos contractuales. Leyó el nombre completo, de cabeza, impreso en una suerte de listado de nómina: Rosalba Rosas Valdivia.
Un vértigo sintético: eso era lo que Pig quería creer sentir, cada vez que pensaba en cifras y porcentajes para ya no seguirle dando vueltas al recuerdo de esos ojos antipáticos, mucho más inquietantes que aquellas cantidades cuya sola irrealidad anunciaba un futuro de reclusión y trabajos forzados: nadie da más de dos mil dólares al mes por alquilar a un hijo de Mamita. ¿Qué clase de ironía del destino lo obligaría a probar en la publicidad lo que no pudo demostrar en la literatura? Sintió otra vez calor en las mejillas de sólo repetir, con estilo impostado y desprecio irrestricto, la última frase de Noemí en el teléfono: Tampoco me agradezcas, después de todo no eres estrictamente un bueno para nada. En la noche del día de su contratación, Pig calculó la cantidad de horas que mediaba para el próximo lunes a las nueve: 98. Y no quiso desear, pero deseó -lo pensó rápido, sin mucha tolerancia- que el destino premiara su docilidad con unos ojos así de insolentes: la clase de mirada que se atreve a mentir con la verdad, cínicamente. Y esa mueca mordaz, de reina emputecida y desdeñosa. ¿Miraría de ese modo a todo el mundo ahí, o lo habría distinguido a él con el performance?
En la mañana del lunes, apenas despertó y vio que eran las ocho, calculó que difícilmente llegaría a la agencia antes de las nueve y diez: razón más que bastante para tenderse diez minutos más a reposar y, si todo salía bien, llegar en punto de las nueve y veinte. Pensó que, de cualquier manera, recibiría completo el sueldo del día. Una idea poco civilizada, si se la examinaba a partir de una mínima ética profesional, pero Pig no podía escuchar, tendido ahí en la cama a las ocho y cuarto, el llamado de la civilización; básicamente porque estaba concentrado en atender al grito de la selva. Cuando cruzó las puertas del elevador-el reloj de la recepción marcando nueve veintiséis- llevaba en el semblante una insolencia ensayada en el espejo: la que Mamita parodiaba como cara de no-me-digan-lo que-tengo-que-hacer. Pero no bien entró, los ojos pachorrudos de Lerdo lo ubicaron:
.-Espérate en la entrada hasta que llegue el jefe, para que de una vez te diga lo que vas a hacer -le sonrió el comemierda y se dio media vuelta, mientras Pig asumía su reciente falta de combatividad, luego de tantos meses de no enfrentarse a las redactoras de sociales: pinches brujitas frígidas, qué tal de caro les había salido. Dio unos pasos atrás, se acomodó en la orilla del sillón de la entrada y esperó su momento con la vista en el techo, cavilando. Entre tantas incógnitas, tenía un dato claro: no sabían a quién habían reclutado.