Diablo Guardian
Diablo Guardian читать книгу онлайн
El sepelio de Violetta o Rosa del Alba Rosas Valdivia es observado por Pig, escritor compulsivo, perfeccionista, y sin carrera literaria. Pig cede la palabra a la muerta y hace narrar a Violetta, que cuenta su historia en primera persona. Desde ni?a, el personaje tiene dos diferentes apelativos y una vocaci?n de lo que ella entiende por la palabra puta que cobra diferentes significados durante toda su vida (mismos que ella lleva a la pr?ctica). La ni?a vive en un ambiente de mentira (su padre ti?e de rubio la cabellera de cada uno de los integrantes de la familia desde los primeros a?os de la infancia). Las apariencias rigen a la familia de Violetta. El pap? planea un robo a la madre, que a su vez ha estado robando a la Cruz Roja y guarda el dinero en una caja fuerte en el cl?set. La jovencita-ni?a empieza a vivir aventuras desde que se escapa de su casa con los cien mil d?lares robados. Contrata a un taxista anciano para que viaje con ella por avi?n y a partir de ese momento, manipular? a los dem?s. Cruza la frontera con los Estados Unidos, siempre usando a alguien, comprando favores y voluntades. Como todos los hombres que se topan con Violetta, Pig tambi?n es usado por ella, que lo domina como escritor y le exige escribir la novela en que ella aparece. Una obra divertida, sin concesiones, despiadada como observaci?n de la sociedad y de los individuos, que tiene el buen gusto art?stico de no caer en sentimentalismos o en?denuncias?. Una novela de la globalizaci?n.
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
Dear Urich: Went back to Texas. Blessyou loveyou. Eric. No escribió más, sólo eso. Dear Urich: pendejo. Pero había funcionado, por encima de mis buenos dizque propósitos. Me sentía como una cirujana que tuvo éxito amputándose la pierna. Quería felicitarme y estaba llorando. Como niña otra vez. Y chillaba por eso, por la niña que se me estaba yendo con Eric. Por el único ser viviente que me creía no sé, esencialmente buena. Esentially, decía, con la cara de enamorado que me encargué de irle borrando. Y después con su jeta de padre de familia y de la iglesia y de la tribu. Mi papá en esteroides, made in Texas. Pobrecito de Supermán: no daba pa New York. Teníamos que habernos despedido en Houston. 0 igual fue mi fortuna la que no dio el ancho. Cómo convertir más de cien mil dólares en mierda, por Violetta la Compulsiva. Capítulo uno: kep up to you, New York. Atención: Éste es un libro no apto para jodidos. Texanos, absténganse. Mexicans, ni lo sueñen.
Luego también lloraba porque pensaba: Soy una jodida. No puedo entrar a Saks, podría soltarme berreando en la puerta de Bloomingdales, pertenezco para siempre a Macys.
O a Sears. O a Woolworth. Lloraba porque no quería ser carne de Woolworth. Lloraba porque ni con cien mil dólares había logrado quitarme mi carita de Sears. Violetta Roebuck, a sus órdenes. Y lloraba por todo, carajo. Hasta pensaba en regresarme a México, irme a vivir a cualquier pueblo mendigo con el dinero. Rentar una casita con gallinero, hacerme trenzas y vestirme con ropa de sirvienta. Todo eso lo pensé, parecía que estuviera inventando penitencias. Yo soy la que está mal decía. Y lo peor era que Eric se había llevado sus cosas, pero no la chamarra de los Yankees. Abría el closet y zas: a chillar otra vez. Sentenciada a vivir en compañía del muerto. También estaban sus tenis viejos, su cepillo de dientes, su uniforme de Superman, que era una bata que yo le había comprado en Houston. Los muertos frescos siempre están en todas partes.
No había muchas cosas en el refrigerador, pero igual la libré por cuatro días. No podía soportar la idea de que Merry New York me embarrara sus Christmas en la jeta. Faltaban pocos días para el veinticuatro y yo sentía que iba a romper un récord: si no hacía algo pronto, me iba a pasar la Navidad más agria de mi vida. Y mira que había competencia: las navidades con mis tías y mis primos y toda la manada eran de a tiro pestilentes. No tienes una idea. Pero no podían ser peores que estar solita y pobre en un octavo piso, sin perro que te ladre. Ilegal, además. Ni siquiera podía escaparme a una playa, porque igual me agarraban y no volvía nunca. Era menor de edad, ¿ajá? Y mi único papel era un pinche pasaporte robado. Escaparme, qué bruta. Yo era mi propia cárcel, ¡cómo me iba a escapar! Estaba ahí guardada, escondidita igual que mi dinero. Pero tenía hambre. Y sed. No quedaba una puta cocacola y yo de plano me negaba a tomar agua. Una noche bajé a buscar una tiendita, pero estaban cerradas. Caminé muchas cuadras, por West End, y no había nada abierto. Me moví para Broadway. Una zona asquerosa. Gente hablando español y de repente algún McDonalds cochambroso. O como tú decías: chancroléptico. Detesto los McDonald’s. Un día mis papás nos tuvieron horas haciendo cola para entrar a uno, creo que era el primero que ponían en México. Yo tenía no se, como doce años. Y estaba segurísima de que la eme tenía el mismo amarillo de las vomitadas de los dientes. Ya sé que no tiene sentido: la chica cheesy no se halla en McDonald’s. La gringa de mentiras que estudia inglés como si fuera catecismo, pero no quiere ser rubia. La que va y hace cantidad de cosas con tal de convertirse en la que no quiere ser. Pero bueno: ¿qué es lo que yo quería ser? ¿Qué quiero ser ahora? El problema es que siempre ando queriendo cosas que no van, tengo una colección de deseos contradictorios. Y encima urgentes todos. Tengo esta prisa que me come las entrañas y que lo mismo sirve para pinche hundirme que para rescatarme. Esta puta premura carroñera.
New York es como yo: tiene prisa por ser. ¿Ser qué? Lo que tú quieras. 0 lo que tú no quieras, pero no va a haber términos medios. Puedes vivir alejada de la calle y no enterarte y ser todo lo desgraciada que decidas, pero sal y verás: New York te jala. Ven para acá, putita. Y tú dices: Yo no, te estás equivocando, cómo puedes creer. Pero New York siempre te llega al precio. Lo que no alcanza a pagar con Broadway lo compra con la Quinta, con Park, con la Séptima, con Bowery ¿Qué veneno buscabas? New York te lo regala. En New York puedes ser la porquería que tú gustes. En New York comes mierda a la carta. Y si te duele el alma todavía mejor, porque a New York le encantan las ratas vulnerables. Y esa noche Violetta era algo así como la Más Hipersensible de las Ratas. La que necesitaba urgentemente sobornar a un taxista o insultar a un mesero. Dejarme corromper por la ciudad en la que de cualquier manera iba a vivir. No creo que nadie olvide su noche de bodas con New York. Aunque tampoco puedo recordar detalles. Debo haberme bajado del taxi por ahí de la 48. Íbamos por la Séptima, pero hacia ningún lado. Le decía: Turn right. Turn left. Go straíght ahead, Y cada vez que hablaba me sentía un poquito menos extranjera. En un momento dije: Violetta, bájate. Llevaba ya casi dos meses en New York y ni siquiera conocía la Séptima de noche. No sabía lo que era ese olor a pecado que no resiste nadie. No había logrado sincronizar no sé, la prisa de las calles con la mía. Total que me bajé y empecé a caminar. Al principio tenía tanto miedo que iba viendo nomás el puro suelo. Colillas de cigarro, zapatos, papeles arrugados con viejas desnudas. Pero igual seguía oyendo a los gritones y a los merolicos y a los negros que me pasaban a los lados: coke-and-smoke, coke-and-smoke. Como si todos estuvieran de acuerdo en espantarme. Claro que en un ratito entré en razón. ¿Quién se iba a interesar en asustar a una extranjera sin papeles, ni edad, que no podía entrar a ver todas esas películas y muñecas y libros y revistas y mamadas de todos los tamaños? Yo pensaba: Esas viejas de las fotos empezaron como yo. En la calle y solitas. En la calle y calientes. En la calle, que es a donde pertenecen. Se metieron a una tienda, o compraron coke, o les dieron su smoke. Pero también había un chingo de dinero. Y la lana calienta. Un hombre con dinero sabe que puede hacer lo que se le ocurra. No tiene que pedir ningún permiso. Lo más siniestro de las sex shops de la Séptima era oler todas esas seguridades juntas. Güeyes que van de tienda en tienda buscando quien les quite la comezón. Tipas metidas en covachas chiquititas, listas para enseñarle el cordón del támpax al primer infeliz que le eche unas monedas a la alcancía. Dinero que se mueve todo el tiempo. Dinero en erección. Dinero con una prisa insoportable por cambiar de manos. Y yo ahí, con doscientos veinte bucks en el zapato. Con ganas de comprar una película, una porquería de esas que sacan a la gente sola de su casa a medianoche. Quería una rebanada de la acción, ¿ajá? Necesitaba un poco de contagio; que New York me encajara su aguijón.