El Lado Activo Del Infinito
El Lado Activo Del Infinito читать книгу онлайн
"Generalmente los eventos que cambian el curso de nuestra senda son asuntos impersonales que, sin embargo, son extremadamente personales".
Esto fue lo que don Juan le se?al? a Carlos Castaneda mientras lo iba guiando para cumplir con una tarea de cham?n: formar una colecci?n a la que don Juan llamaba un ?lbum de eventos memorables – los acontecimientos que cambiaron su vida y los sucesos que iluminaron su senda.
"Los eventos memorables del ?lbum de un cham?n son asuntos que resisten la prueba del tiempo", don Juan le indica a su disc?pulo, "ya que nada tienen que ver con ?l y, no obstante, ?l est? inmerso en ellos. Siempre lo estar?, por el resto de su vida, y tal vez a?n m?s all?, pero de una manera no del todo personal".
Este es el ?lbum de eventos memorables de Carlos Castaneda, historias que sorprender?n, sacudir?n e iluminar?n con su belleza. Nos acercar?n como nunca antes a Carlos Castaneda, el hombre, y a su lucha ?pica por encontrarle sentido – y trascender- a toda una vida.
"Don Juan describi? la meta total del conocimiento chamanico que ?l manejaba, como la preparaci?n para encarar el viaje definitivo: un viaje que cada ser humano tiene que emprender al final de su vida. Se?al? que cuando el hombre moderno se refiere vagamente a algo que denomina la vida despu?s de la muerte, esto mismo era, para aquellos chamanes, una regi?n concreta llena hasta el tope con asuntos pr?cticos de un orden distinto a los asuntos pr?cticos de la vida cotidiana. Sin embargo, ambos tienen una funcionalidad pr?ctica similar. Para los chamanes, coleccionar los eventos memorables de sus propias vidas era una entrada a esa regi?n concreta, a la que se refer?an como el lado activo del infinito".
Внимание! Книга может содержать контент только для совершеннолетних. Для несовершеннолетних чтение данного контента СТРОГО ЗАПРЕЩЕНО! Если в книге присутствует наличие пропаганды ЛГБТ и другого, запрещенного контента - просьба написать на почту [email protected] для удаления материала
– ¿Me va a dar café y pasteles daneses como los de hoy? -le dije.
– ¡Claro que sí, niño! -me respondió-. Si vienes a jugar para mí, hasta te compro la pastelería. Voy a pedirle al pastelero que los haga exclusivamente para ti. Te doy mi palabra.
Le advertí a Falelo Quiroga que el único inconveniente era mi incapacidad de salirme de la casa; tenía demasiadas tías que me vigilaban como halcones y además, mi alcoba estaba en el primer piso.
– Eso no es problema -me aseguró Falelo Quiroga-. Eres bastante pequeño. El señor Falcón te va a agarrar si tú saltas por la ventana a sus brazos. ¡Es tan grande como una casa! Te recomiendo que te acuestes temprano esta noche. El señor Falcón va a despertarte con un silbido y tirando piedritas a tu ventana. ¡Pero tienes que estar alerta! Él es muy impaciente.
Me fui a casa sacudido por una gran excitación. No podía dormir. Me encontraba bien despierto cuando oí que el señor Falcón silbaba y tiraba piedritas contra los vidrios de la ventana. La abrí. El señor Falcón estaba justamente debajo de mí, en la calle.
– Salta a mis brazos, chico -me dijo con voz contenida que trataba de modular en un fuerte susurro-. Si no apuntas hacia mis brazos, te voy a dejar caer y te vas a matar. Acuérdate; no me hagas correr en círculos. Apunta a mis brazos. ¡Salta! ¡Salta!
Salté y me agarró con la facilidad de alguien que agarra un saco de algodón. Me puso en el suelo y me dijo que echara a correr. Dijo que era un niño que acababa de despertar de un sueño profundo y que tenía que hacerme correr para que estuviera totalmente despierto al llegar a la casa de billar.
Jugué esa noche contra dos hombres y gané las dos partidas. Me dieron el café y los pasteles más deliciosos que se pudiera uno imaginar. Estaba en el cielo. Eran como las siete de la mañana cuando llegué a casa. Nadie me había extrañado. Era hora de irme al colegio. Todo funcionaba normalmente, sólo que estaba tan cansado que los ojos se me cerraban solos durante todo el día.
Desde ese día, Falelo Quiroga mandaba al señor Falcón por mí dos o tres veces por semana, y gané cada partida que me hacía jugar. Y fiel a su promesa, él me pagaba todo lo que compraba, incluso las comidas en el restaurante chino que más me gustaba y donde iba a diario. A veces hasta invitaba a mis amigos, y los mortificaba, porque salía corriendo y gritando del restaurant cuando el mesero me traía la cuenta. Se asombraban de que nunca los llevaba la policía por comer y no pagar la cuenta.
Una prueba dura para mí fue que nunca había concebido el hecho de que tendría que contender con las esperanzas y las expectativas de toda la gente que apostaba a mi favor. La prueba de pruebas, sin embargo, se llevó a cabo cuando un jugador de primera de una ciudad vecina desafió a Falelo Quiroga apostando una gran cantidad. La noche de la partida era de malos auspicios. Mi abuelo se enfermó y no podía dormir. La familia entera estaba alborotada. Parecía que nadie iba a acostarse. Dudaba poder escaparme de mi alcoba, pero los silbidos y las piedritas del señor Falcón eran tan insistentes que corrí el riesgo y salté de la ventana a sus brazos.
Parecía que todos los hombres del pueblo se habían reunido en la casa de billar. Caras angustiadas me rogaban que no perdiera. Algunos de los hombres me aseguraron abiertamente que habían apostado sus casas y todas sus pertenencias. Uno, medio bromeando, me dijo que había apostado a su mujer; si esa noche no ganaba, resultaría cornudo o asesino. No me dijo específicamente si iba a matar a su mujer para no ser cornudo, o iba a matarme a mí por perder la partida.
Falelo Quiroga iba de un lado a otro. Había mandado traer a un masajista para darme masaje. Quería que estuviera relajado. El masajista me puso toallas calientes en los brazos y en las muñecas y toallas frías sobre mi frente. Me puso los zapatos más cómodos y suavecitos que jamás había usado. Tenían tacones duros, tipo militar y soportes para el arco del pie. Falelo Quiroga me vistió con una boina para que no se me cayera el pelo a la cara y también me puso unos overoles con cinturón.
La mitad de los que rodeaban la mesa de billar eran gente de otro pueblo. Me echaban miradas feroces. Sentía que me querían muerto.
Falelo Quiroga tiró una moneda para decidir quién iba primero. Mi adversario era brasileño de descendencia china, joven, de cara redonda, muy elegantón y lleno de confianza. Dio principio a la partida e hizo un número inconcebible de carambolas. Podía ver por el mal aspecto de la cara de Falelo Quiroga, que estaba a punto de sufrir un ataque cardíaco, al igual que los otros que habían apostado todo por mí.
Jugué muy bien esa noche y al aproximar el número de carambolas que había hecho el otro, la agitación de los que me apoyaban llegó a su apogeo. Falelo Quiroga era el más histérico. Le gritaba a todo el mundo, dando órdenes que abrieran las ventanas porque el humo de los cigarros no me dejaba respirar. Quería que el masajista me relajara los brazos y los hombros. Finalmente, les dije a todos que se callaran y, con gran prisa, hice las ocho carambolas que me faltaban para ganar. La euforia de los que habían apostado a mi favor era indescriptible. Yo era inconsciente de todo, pues ya era de mañana y tenían que llevarme a casa cuanto antes.
Mi cansancio aquel día no tenía límites. Muy atentamente, Falelo Quiroga no me mandó llamar durante toda una semana. Sin embargo, una tarde, el señor Falcón me recogió del colegio y me llevó a la casa de billar. Falelo Quiroga me recibió con gran seriedad. Ni siquiera me ofreció café o pasteles daneses. Ordenó que nos dejaran solos y fue directamente al grano. Acercó su silla junto a mí.
– He depositado mucho dinero en el banco a tu nombre -me dijo con solemnidad-. Soy fiel a mi promesa. Te doy mi palabra: siempre te cuidaré. ¡Tú lo sabes! Ahora, si haces lo que yo te digo, vas a hacer tanto dinero que no vas a trabajar un solo día de tu vida. Quiero que pierdas tu próxima partida por una carambola. Sé que lo puedes hacer. Pero quiero que pierdas por sólo un pelo. Cuanto más dramático, mejor.
Estaba estupefacto. Todo esto me era incomprensible. Falelo Quiroga repitió su solicitud y me explicó, además, que iba a apostar de manera anónima todo lo que tenía contra mí, y que éste era el tino de nuestro nuevo trato.
– El señor Falcón te ha estado vigilando durante meses -me dijo-. Lo único que debo decirte es que el señor Falcón usa toda su fuerza para protegerte, pero podría hacer lo contrario con la misma fuerza.
La amenaza de Falelo Quiroga no pudo haber sido más evidente. Debió haber visto en mi cara el horror que sentí, porque se tranquilizó y se puso a reír.
– Oh, pero no te preocupes por esas cosas -me dijo tratando de tranquilizarme-, porque nosotros somos hermanos.
Era la primera vez en mi vida que me encontraba en una situación insostenible. Quería escapar de Falelo Quiroga, del miedo que me había evocado. Pero a la vez y con la misma fuerza, quería quedarme; quería la facilidad de comprar todo lo que quería en cualquier tienda, y sobre todo, la facilidad de poder comer en cualquier restaurante de mi gusto, sin pagar. Pero nunca tuve que tomar una decisión.
Inesperadamente (al menos para mí), mi abuelo se mudó a otro lugar muy lejos. Pareciera como si él sabía lo que pasaba, y entonces me mandaba allí antes que a los demás. Yo dudaba que él supiera lo que verdaderamente pasaba. Al parecer, el alejarme fue uno de sus usuales actos intuitivos.
El regreso de don Juan me sacó de mis recuerdos. Había perdido la noción del tiempo. Tendría que haber estado muerto de hambre, pero no. Estaba lleno de una energía nerviosa. Don Juan encendió una lámpara de petróleo y la colgó de un clavo sobre la pared. La tenue luz creaba extrañas sombras danzantes en el cuarto. Tuve que esperar a que mis ojos se ajustaran a la penumbra.