El Lado Activo Del Infinito
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"Generalmente los eventos que cambian el curso de nuestra senda son asuntos impersonales que, sin embargo, son extremadamente personales".
Esto fue lo que don Juan le se?al? a Carlos Castaneda mientras lo iba guiando para cumplir con una tarea de cham?n: formar una colecci?n a la que don Juan llamaba un ?lbum de eventos memorables – los acontecimientos que cambiaron su vida y los sucesos que iluminaron su senda.
"Los eventos memorables del ?lbum de un cham?n son asuntos que resisten la prueba del tiempo", don Juan le indica a su disc?pulo, "ya que nada tienen que ver con ?l y, no obstante, ?l est? inmerso en ellos. Siempre lo estar?, por el resto de su vida, y tal vez a?n m?s all?, pero de una manera no del todo personal".
Este es el ?lbum de eventos memorables de Carlos Castaneda, historias que sorprender?n, sacudir?n e iluminar?n con su belleza. Nos acercar?n como nunca antes a Carlos Castaneda, el hombre, y a su lucha ?pica por encontrarle sentido – y trascender- a toda una vida.
"Don Juan describi? la meta total del conocimiento chamanico que ?l manejaba, como la preparaci?n para encarar el viaje definitivo: un viaje que cada ser humano tiene que emprender al final de su vida. Se?al? que cuando el hombre moderno se refiere vagamente a algo que denomina la vida despu?s de la muerte, esto mismo era, para aquellos chamanes, una regi?n concreta llena hasta el tope con asuntos pr?cticos de un orden distinto a los asuntos pr?cticos de la vida cotidiana. Sin embargo, ambos tienen una funcionalidad pr?ctica similar. Para los chamanes, coleccionar los eventos memorables de sus propias vidas era una entrada a esa regi?n concreta, a la que se refer?an como el lado activo del infinito".
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Estaba en la barra de Ships, sudando profusamente, cavilando inútilmente, haciendo preguntas que no podían tener respuesta. ¿Cómo era todo esto posible? ¿Cómo llegué a estar fragmentado de tal manera? ¿Quiénes somos, en verdad? Ciertamente no las personas qué nos han hecho creer que somos. Tuve recuerdos de sucesos que nunca ocurrieron, en lo que a un centro mío concernía. Ni siquiera podía llorar.
– El chamán llora cuando está fragmentado -me había dicho don Juan una vez-. Cuando está completo, lo sobrecoge un escalofrío que puede, por ser tan intenso, acabar con su vida.
Estaba experimentando tal escalofrío. Dudaba volver a encontrarme con mis cohortes. Se me hacía que todos se habían ido con don Juan. Estaba solo. Quería reflexionar, llorar la pérdida, dejarme ir en esa tristeza, complaciente como siempre había sido. No podía. No había nada que lamentar, nada para entristecerse. No importaba nada. Todos nosotros éramos guerreros-viajeros y a todos nos había tragado el infinito.
Todo ese tiempo, había escuchado a don Juan hablar del guerrero-viajero. Me había gustado la descripción inmensamente, y me había identificado con ella de manera puramente emotiva. Sin embargo, nunca había sentido lo que verdaderamente quería decir con eso, no obstante las muchas veces que me había explicado el sentido. Esa noche, en la barra de Ships, supe de lo que hablaba don Juan. Yo era guerrero-viajero. Para mí sólo eran válidos los hechos energéticos. Lo demás eran adornos sin importancia alguna.
Esa noche, al esperar mi comida, otro intenso pensamiento irrumpió en mi mente. Sentí una ola de empatía, una ola de identidad con las premisas de don Juan. Había llegado finalmente a la meta de sus enseñanzas: era uno con él como nunca lo había sido. Nunca había sido cuestión de que luchara contra don Juan o sus conceptos porque me eran revolucionarios o porque no cumplían con la linealidad de mis pensamientos como hombre occidental. Era, más bien, que la precisión de la presentación de los conceptos por don Juan siempre me asustaban a muerte. Su eficacia parecía ser dogmatismo. Era esa apariencia lo que me había impulsado a buscar aclaraciones y hacerme actuar a lo largo de sus enseñanzas, como si hubiera sido un creyente reacio.
Sí, había saltado al abismo, me dije a mí mismo, y no me morí porque antes de llegar al fondo del barranco, dejé que el oscuro mar de la conciencia me tragara. Me entregué a él sin temores y sin remordimientos. Y ese mar oscuro me había proveído con lo que me era necesario para no morir y para terminar en mi cama en Los Ángeles. Esta explicación no me hubiera aclarado nada dos días atrás. A las tres de la mañana en Ships, era mi todo.
Di un golpe sobre la mesa como si estuviera solo en la sala. La gente me observó y sonrió a sabiendas; no me importaba. Tenía la mente enfocada sobre un dilema insoluble. Estaba vivo a pesar de que había saltado a un abismo hacia mi muerte, hacía diez horas. Sabía que tal dilema nunca podría resolverse. Mi cognición normal requería una explicación lineal para satisfacerla y las explicaciones lineales no eran factibles. Ése era el quid de la interrupción de la continuidad. Don Juan había dicho que esa interrupción era brujería. Sabía esto ahora con toda la claridad que tenía a mi alcance. ¡Cuánta razón había tenido don Juan al decir que para quedarme atrás necesitaba toda mi fuerza, todo mi control, toda mi suerte y, sobre todo, los cojones de acero del guerrero-viajero!
Quise pensar en don Juan, pero no pude. Además, no me importaba don Juan. Parecía haber una barrera gigantesca entre nosotros. Sinceramente, creí en aquel momento que el pensamiento extranjero que se me había estado insinuando desde que había despertado era verdad: sí era otro. Un cambio se había efectuado al momento de mi salto. De otra manera, me hubiera encantado pensar en don Juan; hubiera sentido anhelo por él. Hasta hubiera sentido un momento de resentimiento porque no me había llevado consigo. Ése hubiera sido mi ser normal. En verdad, no era el mismo. Ese pensamiento aumentó hasta que invadió todo mi ser. Cualquier residuo de mi antiguo ser que hubiera retenido se desvaneció en ese momento.
Me sobrevino un nuevo estado de ánimo. ¡Estaba solo! Don Juan me había dejado dentro de un sueño como su agente provocador. Sentía que mi cuerpo perdía su rigidez; empezó a hacerse flexible, grado por grado hasta que pude respirar profunda y libremente. Solté una carcajada. No me importaba que la gente me mirara y que esta vez no me sonrieran. Estaba solo y no había nada que pudiera hacer.
Tuve la sensación física de entrar realmente en un pasaje, un pasaje con fuerza propia. Me tiró hacia dentro. Era un pasaje silencioso. Don Juan era el pasaje, quieto e inmenso. Ésta fue la primera vez que sentí que don Juan estaba vacío de fisicalidad. No cabía ni el sentimentalismo ni el anhelo. No podía extrañarlo porque estaba allí como una emoción despersonalizada que me atraía.
El pasaje me desafió. Tuve una sensación de ebullición, de ligereza. Sí, podía viajar por ese pasaje, solo o acompañado, quizás para siempre. Y el hacerlo no era ninguna imposición para mí, tampoco era placer. Era más como el principio del viaje definitivo, el destino ineludible del guerrero-viajero, era el principio de una nueva era. Debería haber estado llorando con la comprensión de haber encontrado ese pasaje, pero no. ¡Estaba enfrentándome al infinito en Ships! ¡Qué extraordinario! Sentí un escalofrío correr por mi espalda. Oí la voz de don Juan diciendo que el universo es en verdad insondable.
En ese momento, se abrió la puerta de atrás del restaurante, la que conducía al estacionamiento, y entró un personaje extraño; un hombre, quizá de cuarenta años, desarreglado y demacrado, pero de buenas facciones. Durante años, yo lo había visto vagando por UCLA, interactuando con los estudiantes. Alguien me había dicho que era un paciente externo del hospital de veteranos de guerra que quedaba cerca. Parecía estar desquiciado. Lo había visto repetidas veces en Ships, amontonado sobre una taza de café, siempre en el mismo rincón de la barra. También había observado cómo esperaba afuera, siempre mirando por la ventana, vigilando a ver cuándo se desocupaba su banca predilecta, si alguien la ocupaba.
Al entrar, se sentó en su lugar de costumbre y entonces me miró. Los dos nos miramos. Al momento, lanzó un grito despavorido que me dio escalofríos a mí y a todos los que estaban allí presentes. Todos me miraron con ojos abiertos, algunos, con la comida sin masticar cayéndoseles de la boca. Obviamente, pensaban que era yo el que había gritado. Había habido precedentes, el golpe sobre la barra y la carcajada en voz alta. El hombre saltó de su banca y salió corriendo del restaurante, mirando hacia atrás, hacia mí, mientras hacía gestos agitados con las manos encima de su cabeza.
Me entregué a un impulso y corrí detrás del hombre. Quería que me dijera lo que había visto en mí que lo había hecho gritar. Lo alcancé en el estacionamiento y le pregunté que me dijera por qué había gritado. Se tapó los ojos y gritó aún con más fuerza. Estaba como un niño, aterrado por una pesadilla, gritando a voz pelada. Lo dejé y regresé al restaurante.
– ¿Qué te pasó, corazón? -me dijo la mesera con una mirada preocupada-. Pensé que nos habías abandonado.
– Fui a ver a un amigo -dije.
La mesera me contempló e hizo un gesto de fingido enojo y sorpresa.
– ¿Ese tipo es tu amigo? -me preguntó.
– El único amigo que tengo en el mundo -dije, y era la verdad, si podía definir «amigo» como alguien que ve a través del barniz que nos cubre y que sabe de dónde venimos realmente.
FIN