El Lado Activo Del Infinito
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"Generalmente los eventos que cambian el curso de nuestra senda son asuntos impersonales que, sin embargo, son extremadamente personales".
Esto fue lo que don Juan le se?al? a Carlos Castaneda mientras lo iba guiando para cumplir con una tarea de cham?n: formar una colecci?n a la que don Juan llamaba un ?lbum de eventos memorables – los acontecimientos que cambiaron su vida y los sucesos que iluminaron su senda.
"Los eventos memorables del ?lbum de un cham?n son asuntos que resisten la prueba del tiempo", don Juan le indica a su disc?pulo, "ya que nada tienen que ver con ?l y, no obstante, ?l est? inmerso en ellos. Siempre lo estar?, por el resto de su vida, y tal vez a?n m?s all?, pero de una manera no del todo personal".
Este es el ?lbum de eventos memorables de Carlos Castaneda, historias que sorprender?n, sacudir?n e iluminar?n con su belleza. Nos acercar?n como nunca antes a Carlos Castaneda, el hombre, y a su lucha ?pica por encontrarle sentido – y trascender- a toda una vida.
"Don Juan describi? la meta total del conocimiento chamanico que ?l manejaba, como la preparaci?n para encarar el viaje definitivo: un viaje que cada ser humano tiene que emprender al final de su vida. Se?al? que cuando el hombre moderno se refiere vagamente a algo que denomina la vida despu?s de la muerte, esto mismo era, para aquellos chamanes, una regi?n concreta llena hasta el tope con asuntos pr?cticos de un orden distinto a los asuntos pr?cticos de la vida cotidiana. Sin embargo, ambos tienen una funcionalidad pr?ctica similar. Para los chamanes, coleccionar los eventos memorables de sus propias vidas era una entrada a esa regi?n concreta, a la que se refer?an como el lado activo del infinito".
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Un día, un hombre célebre en el pueblo por sus contactos con el mundo del juego y dueño de un casa de billares, vino a visitar a mi abuelo. Mientras conversaban y jugaban al billar, entré por casualidad en el cuarto. Al instante traté de escapar, pero mi abuelo me agarró y me hizo entrar.
– Éste es mi nieto -le dijo al hombre.
– Encantado de conocerte -dijo el hombre. Me miró con dureza y luego me extendió la mano, que era del tamaño de la cabeza de una persona normal.
Yo estaba horrorizado. Su carcajada descomunal me anunció que era consciente de mi incomodidad. Me dijo que se llamaba Falelo Quiroga y yo mascullé mi nombre.
Era muy alto y estaba muy bien vestido. Llevaba un traje azul de rayas de doble solapa con un pantalón tubo. Debía haber tenido unos cincuenta años en aquel entonces, y estaba en buen estado, mostrando sólo una ligera panza. No estaba gordo; parecía cultivar la apariencia de un hombre bien nutrido que no carece de nada. La mayoría de la gente de mi pueblo era flaca. Era gente que trabajaba mucho para ganarse la vida y no tenía tiempo para lujos. Falelo Quiroga daba la impresión opuesta. Su porte era el de un hombre que sólo tenía tiempo para lujos.
Tenía un aspecto agradable. Una cara afable, bien afeitada, de ojos azules y de mirada simpática. Poseía el aire y la confianza de un médico. La gente de mi pueblo decía que tenía la capacidad de tranquilizar a cualquiera, y que debería haber sido cura, abogado o médico en vez de jugador. También decían que ganaba más dinero en el juego que todos los médicos y abogados del pueblo puestos juntos.
Tenía pelo negro, cuidadosamente peinado. Era obvio que ya se estaba poniendo calvo. Trataba de esconderlo peinándose el pelo sobre la frente. Tenía una mandíbula cuadrada y una sonrisa totalmente ganadora. Sus dientes eran grandes, blancos y bien cuidados, algo totalmente novedoso en un lugar donde las caries abundaban. Dos rasgos más de Falelo Quiroga que me eran notables eran sus enormes pies y sus zapatos negros de charol, hechos a mano. Me fascinaba que al caminar de un lado al otro del cuarto, no le crujieran los zapatos. Estaba acostumbrado a oír acercarse a mi abuelo por el crujido de la suelas de sus zapatos.
– Mi nieto juega muy bien al billar -le dijo mi abuelo tranquilamente a Falelo Quiroga-. ¿Por qué no le doy mi taco para dejarlo jugar contigo mientras yo miro?
– ¿Este niño juega al billar? -le preguntó el enorme hombre a mi abuelo, riéndose.
– Desde luego -le aseguró mi abuelo-. Claro que no tan bien como tú, Falelo. ¿Por qué no lo pones a prueba? Y para hacerlo más interesante para ti, para que no estés tratando a mi nieto condescendientemente, vamos a apostar un poco de dinero. ¿Qué dices si apostamos tanto como esto?
Puso un manojo grueso de billetes arrugados sobre la mesa y le sonrió, moviendo la cabeza de un lado al otro como desafiando al grandote a tomar la apuesta.
– Oh, oh, tanto, ¿eh? -dijo Falelo Quiroga mirándome con un aire de interrogación. Abrió la cartera y sacó unos billetes bien doblados. Esto, para mí, era otro detalle sorprendente. Mi abuelo tenía la costumbre de llevar los billetes arrugados en todos los bolsillos. Cuando necesitaba pagar algo, siempre tenía que estirar los billetes para contarlos.
Falelo Quiroga no dijo nada, pero yo sabía que se sintió un bandido. Le sonrió a mi abuelo, y obviamente por no faltarle el respeto, puso su dinero sobre la mesa. Mi abuelo, haciendo de árbitro, fijó el juego en un cierto número de carambolas y tiró una moneda para ver quién iba a empezar. Ganó Falelo Quiroga.
– Dale todo lo que tienes, no te contengas -le insistió mi abuelo-. ¡No tengas ninguna pena en acabar con este imbécil y ganarte mi dinero!
Falelo Quiroga, siguiendo los consejos de mi abuelo, jugó tan bien como pudo, pero en una instancia, perdió una carambola por un pelo. Tomé el taco. Sentí que me iba a desmayar, pero viendo el júbilo de mi abuelo (daba saltos de un lado a otro) me tranquilicé; y además, me irritaba ver a Falelo Quiroga casi desplomándose de risa al ver cómo yo tomaba el taco. A causa de mi estatura, no podía inclinarme sobre la mesa, como se juega al billar normalmente. Pero mi abuelo, con una paciencia y determinación esmerada, me había enseñado una manera alternativa para jugar. Extendiendo mi brazo totalmente hacia atrás, tomaba el taco levantándolo casi más allá de los hombros, hacia el costado.
– ¿Qué hace cuando tiene que alcanzar la mitad de la mesa? -preguntó Falelo Quiroga muerto de risa.
– Se cuelga de la orilla de la mesa -dijo mi abuelo como si nada-. Sabes que está permitido.
Mi abuelo se me acercó y me susurró entre dientes que si me hacía el correcto y perdía me iba a romper todos los tacos sobre la cabeza. Yo sabía que no hablaba en serio; era su manera de demostrar la confianza que me tenía.
Gané fácilmente. Mi abuelo estaba rebosante de alegría pero, cosa rara, también lo estaba Falelo Quiroga. Soltaba carcajadas dando vueltas alrededor de la mesa de billar, y dando de palmaditas en las orillas. Mi abuelo me puso por los cielos. Le reveló a Falelo Quiroga mi mejor marca y, en tono burlón, dijo que sobresalía porque había encontrado la manera de hacerme practicar: café con pasteles daneses.
– ¡No me digas, no me digas! -repetía Falelo Quiroga. Se despidió; mi abuelo recogió las ganancias y el asunto se olvidó.
Mi abuelo me prometió llevarme a un restaurante y agasajarme con la mejor comida del pueblo, pero jamás lo hizo. Era muy tacaño; todo el mundo sabía que sólo gastaba dinero en mujeres.
Dos días después, dos hombres enormes, socios de Falelo Quiroga, se me acercaron a la hora en que salía del colegio.
– Falelo Quiroga quiere verte -me dijo uno en voz hosca-. Quiere que vayas a su casa para tomar café y pasteles daneses con él.
Si no hubiera dicho lo del café y los pasteles daneses, lo más probable es que me hubiera escapado. Me acordé en aquel momento que mi abuelo le había dicho a Falelo Quiroga que yo daría mi alma por café y pasteles daneses. Con gusto los acompañé. Sin embargo, no podía caminar a la par de ellos, así es que uno de los dos, el que se llamaba Guillermo Falcón, me levantó y me acurrucó en sus enarenes brazos. Soltó una risa entre sus dientes chuecos.
– Más vale que te guste el paseo, joven -me dijo. Su aliento apestaba horrendamente-. ¿Te han llevado así alguna vez? ¡Viendo como te meneas, diría que nunca! -Se echaba grotescas carcajadas.
Afortunadamente, la casa de Falelo Quiroga no quedaba muy lejos de la escuela. El señor Falcón me depositó sobre un sofá en una oficina. Allí estaba Falelo Quiroga, sentado detrás de un enorme escritorio. Se levantó y me dio la mano. En seguida, mandó pedir que me trajeran café y pasteles daneses y los dos nos sentamos a charlar amablemente de la granja de pollos que tenía mi abuelo. Me preguntó si gustaba más pasteles y le dije que no estaría mal. Se rió y él mismo trajo una bandeja de pasteles increíblemente deliciosos del cuarto contiguo.
Después de tragar yo a más no poder, me preguntó muy cortésmente si pensaría en la posibilidad de venir a su casa de billar a las altas horas de la noche a jugar unos cuantos partidos amistosos con alguna gente que él seleccionaría. Sin hacer mucho alarde, dijo que se trataba de bastante dinero. Manifestó abiertamente la confianza que me guardaba, y añadió que iba a pagarme, por mi tiempo y mi esfuerzo, un porcentaje de las ganancias. También indicó que sabía cómo era mi familia; iban a tomarlo a mal si me daba dinero, aunque fuera como pago. Así es que prometía abrir una cuenta especial a mi nombre, o para mayor facilidad, se encargaría de cualquier compra que hiciera en las tiendas del pueblo, o de la comida que pidiera en cualquier restaurante.
No le creí ni un pelo de lo que me decía. Sabía que Falelo Quiroga era un estafador. Pero la idea de jugar al billar con desconocidos me gustaba y entonces hice un trato con él.