Desgracia
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A los cincuenta y dos a?os, David Lurie tiene poco de lo que enorgullecerse. Con dos divorcios a sus espaldas, apaciguar el deseo es su ?nica aspiraci?n, sus clases en la universidad son un mero tr?mite para ?l y para los estudiantes. Cuando se destapa su relaci?n con una alumna, David, en un acto de soberbia, preferir? renunciar a su puesto antes que disculparse en p?blico. Rechazado por todos, abandona Ciudad del Cabo y va a visitar la granja de su hija Lucy. All?, en una sociedad donde los c?digos de comportamiento, sean de blancos o de negros, han cambiado, donde el idioma es una herramienta viciada que no sirve a este mundo naciente, David ver? hacerse a?icos todas sus creencias en una tarde de violencia implacable. Una historia profunda, extraordinaria, que por momentos atenaza el coraz?n, y siempre, hasta el final, subyuga.
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– Caramba, pensé que estábamos en el campo.
– Pues razón de más para ponerte presentable. Este es un gran día en la vida de Petrus.
Ella lleva una pequeña linterna. Recorren el sendero hasta la casa de Petrus, padre e hija tomados del brazo. Ella ilumina el sendero, él lleva su obsequio.
Ante la puerta abierta se detienen sonrientes. Petrus no está por ninguna parte, pero aparece una chiquilla vestida de fiesta y les hace pasar.
El viejo establo carece de techo, y tampoco tiene un suelo propiamente dicho. Al menos, es espacioso; al menos tiene electricidad. Hay lámparas de pantalla y pósters en las paredes (los girasoles de Van Gogh, una dama vestida de azul de las que pintaba Tretchikoff, Jane Fonda con el traje de Barbarella, Doctor Khumalo marcando un gol), lo cual atenúa la desolación del lugar.
Son los únicos blancos. Hay gente bailando al son del jazz africano a la antigua usanza que ya había oído de lejos. A los dos los miran con curiosidad, aunque puede que solo sea por la protección de su cuero cabelludo.
Lucy conoce a algunas de las mujeres. Comienza a hacer las presentaciones. Aparece Petrus a su lado. No se las da de ser el típico anfitrión ansioso de que todo esté en orden, no les ofrece nada de beber.
– Se acabaron los perros -dice en cambio-. Ya no soy el perrero. El hombre perro.
Lucy prefiere tomárselo como un chiste, así que todo, o eso parece, está en orden.
– Te hemos traído algo -dice Lucy-, pero tal vez debamos dárselo a tu mujer. Es para la casa.
Por la zona en que se encuentra la cocina, si es que así la llaman, Petrus interpela a su mujer. Es la primera vez que él la ve de cerca. Es joven, más joven que Lucy; más que bonita tiene una cara agradable, y es tímida, aparte de estar claramente embarazada. Le da la mano a Lucy, pero no a él. Tampoco le mira a los ojos.
Lucy dice unas palabras en prosa y le ofrece el regalo. Hay media docena de curiosos a su alrededor.
– Es ella la que debe abrirlo -dice Petrus.
– Sí, tienes que abrirlo tú -dice Lucy.
Con muchísimo cuidado, desviviéndose por no desgarrar el festivo papel del envoltorio, adornado con mandolinas y ramas de laurel, la joven esposa abre el paquete. Es una tela estampada con un diseño de estilo ashanti bastante atractivo.
– Gracias -musita en inglés.
– Es una colcha -explica Lucy a Petrus.
– Lucy es nuestra benefactora -dice Petrus, y luego se dirige a Lucy-: Eres nuestra benefactora.
Es una palabra de mal gusto, o a él se lo parece: es una palabra de doble filo, que agria ese instante. ¿Puede echársele la culpa a Petrus? El lenguaje al que se confía con tanto aplomo, pero es imposible que él lo sepa, es un lenguaje hastiado, que se desmenuza con facilidad, que está recomido por dentro, como si lo hubieran atacado las termitas. Solo cabe fiarse de los monosílabos, y tampoco de todos.
¿Qué se puede hacer? A él, que no hace tanto tiempo fue profesor de Comunicación, no se le ocurre nada. No se le ocurre nada que no sea empezar otra vez por el abecé. Cuando regresen las grandes palabras reconstruidas, purificadas, listas para otorgar confianza una vez más, él ya llevará mucho tiempo criando malvas.
Se estremece como si un ganso acabara de pisotear su tumba.
– ¿Y el bebé? ¿Para cuándo lo esperas? -pregunta a la mujer de Petrus.
Ella lo mira sin entender.
– Para octubre -interviene Petrus-. El bebé llegará en octubre. Esperamos que sea un niño.
– Ah. ¿Y qué tienes contra las niñas?
– Deseamos que sea niño, hemos rezado para que lo sea -dice Petrus-. Siempre es mejor que el primero sea niño. Así podrá enseñar después a sus hermanas, enseñarles a comportarse. Sí. -Hace una pausa-. Una niña es muy cara. -Se frota las yemas del índice y el pulgar-. Las niñas siempre cuestan dinero, dinero y más dinero.
Mucho tiempo ha pasado desde la última vez que vio ese gesto. En los viejos tiempos era propio para aludir a los judíos: dinero, dinero y más dinero, con el mismo modo de ladear la cabeza dando a entender lo que no se dice. Pero es de suponer que Petrus es inocente de ese retazo de la tradición europea.
– Los niños también pueden costar mucho dinero -comenta para animar la conversación.
– Hay que comprarles esto, hay que comprarles lo otro -continúa Petrus, y parece a punto de desbocarse, sin prestar ninguna atención a los demás-. Hoy, el hombre no paga por la mujer. Soy yo quien paga. -Agita la mano por encima de la cabeza de su mujer; ella, modesta, baja la mirada-. Soy yo quien paga. Pero eso ya está anticuado. La ropa, las cosas bonitas, siempre es lo mismo: pagar, pagar y pagar. -Repite el gesto con el índice y el pulgar-. No, ni mucho menos: es mejor un niño. Salvo su hija, claro. Su hija es diferente. Su hija es tan buena como si fuera un chico. ¡O casi! -Se ríe de su atrevimiento-. ¡Eh, Lucy!
Lucy sonríe, pero él se da cuenta de que está avergonzada.
– Voy a bailar -murmura ella, y desaparece.
En el sitio que hace las veces de pista de baile, baila a solas, de esa manera solipsista que ahora parece estar de moda. Pronto se le suma un joven alto y de largas extremidades, vestido con elegancia. Baila frente a ella y chasquea los dedos; le sonríe con descaro, la corteja.
Las mujeres comienzan a llegar desde fuera, con bandejas de carne asada. El aire se colma de olores apetitosos. Aparece un nuevo contingente de invitados, jóvenes, ruidosos, risueños, en modo alguno chapados a la antigua. El festejo empieza a animarse de veras.
Un plato con comida llega hasta sus manos. Se lo pasa a Petrus.
– No -dice Petrus-. Es para usted. De lo contrario, estaríamos toda la noche pasándonos platos unos a otros.
Petrus y su mujer están pasando mucho tiempo con él, como si quisieran hacer que se sienta a sus anchas. Gente amable, piensa, gente del campo.
Mira en dirección a Lucy. El joven está bailando a menos de un palmo de ella; levanta las rodillas todo lo que puede y, moviendo los brazos, da pisotones en el suelo; se lo está pasando en grande.
El plato que sujeta entre las manos tiene dos costillas de cordero, una patata asada, una cucharada de arroz que nada en salsa espesa, una rodaja de calabaza. Encuentra una silla en la que descansar, aunque la comparte con un viejo muy delgado que lo mira con ojos acuosos. Esto voy a comérmelo, se dice. Voy a comérmelo y luego voy a pedir perdón.
Lucy se planta a su lado. Tiene la respiración agitada, la cara en tensión.
– ¿Podemos marcharnos? -dice-. Es que están aquí.
– ¿Quiénes están aquí?
– He visto a uno allá al fondo. David, no quiero armar un escándalo. ¿Podemos marcharnos?
– Sujétame esto. -Le pasa el plato, sale por la puerta de atrás.
Hay casi tantos invitados fuera del establo como dentro, apiñados en torno a la hoguera, charlando, bebiendo, riendo. Desde el otro lado de la hoguera, alguien lo mira fijamente. De pronto todo encaja en su sitio. Él conoce esa cara, la conoce en lo más íntimo. Se abre paso entre los presentes. Pues yo sí que voy a armar un escándalo, piensa. Una pena, precisamente en un día como este. Pero hay cosas que no pueden esperar.
Se planta delante del chico. Es el tercero de los visitantes, el aprendiz de la cara mortecina, el perrito faldero.
– Te conozco -le dice malencarado.
El chico no parece alarmarse. Al contrario: da la impresión de que el chico ha esperado este momento, de que se ha reservado para cuando llegara. La voz que sale de sus labios es áspera, bronca de rabia.
– ¿Y tú quién eres? -dice, pero sus palabras quieren decir otra cosa bien distinta: ¿Qué derecho te asiste para estar aquí? Todo su cuerpo irradia violencia.
Petrus se presenta de pronto ante ellos, y habla en prosa a toda velocidad.
Pone una mano sobre la manga de Petrus, pero Petrus se suelta y lo mira con impaciencia.
– ¿Sabe usted quién es este? -pregunta a Petrus.
– No, no tengo ni idea de quién es -responde Petrus enojado-. No sé qué es lo que pasa. ¿Qué es lo que pasa, si puede saberse?
– Este, este malhechor, ha estado aquí antes, y ha estado con sus compinches. Es uno de ellos. Pero mejor será que él te diga qué es lo que pasa. Que te diga él por qué lo busca la policía.
– ¡Eso no es verdad! -grita el chico. De nuevo se dirige a Petrus, le suelta un chorro de palabras enojadas. La música sigue devanándose en el aire de la noche, pero ahora ya no baila nadie: los invitados de Petrus se arraciman alrededor de ellos: se empujan y se zarandean, se insultan. No hay buen ambiente.
Petrus toma la palabra.
– Dice que no sabe de qué está hablando usted. -Miente. Lo sabe perfectamente. Lucy lo confirmará.
Pero Lucy, por supuesto, no va a confirmarlo. Cómo va a esperar que Lucy se plante ante esos desconocidos, que dé la cara ante el chico, que lo señale con el dedo y diga Sí, es uno de ellos, es uno de los que lo hicieron.
– Voy a llamar a la policía -dice.
Entre los testigos se escucha un rumor de clara desaprobación.
– Voy a llamar a la policía -le repite a Petrus. Petrus permanece impasible.
En medio de una nube de silencio regresa al interior del establo, donde Lucy lo espera de pie.
– Vámonos -dice él.
Los invitados les abren paso. Ya no existe ni asomo de amistad en su aspecto. Lucy se olvida de la linterna: se pierden a oscuras, Lucy tiene que quitarse los' zapatos, avanzan a tientas por el patatal hasta llegar a la granja.
Tiene el teléfono en la mano cuando Lucy lo detiene.
– No, David. No lo hagas. No ha sido culpa de Petrus. Si llamas a la policía, echarás a perder su velada. Sé sensato.
Queda asombrado, tan asombrado que se vuelve en contra de su hija.
– Por Dios bendito, ¿por qué no va a ser culpa de Petrus? De un modo u otro, fue él quien trajo a esos hombres a casa, puedes estar segura. Y ahora tiene el descaro de invitarlos de nuevo. ¿Por qué iba a ser sensato? De veras, Lucy, que de todo este embrollo no consigo entender lo que se dice nada. No consigo entender por qué no los has acusado de verdad, no consigo entender por qué proteges a Petrus. Petrus no es parte inocente en todo esto, Petrus está de su parte.
– A mí no me grites, David. Esta es mi vida. Soy yo quien ha de vivir aquí. Lo que a mí me pase es asunto mío, solamente mío, no tuyo, y si tengo algún derecho es el derecho a que no me juzgues de este modo, a no tener que justificarme: ni ante ti ni ante nadie. En cuanto a Petrus, no es un trabajador contratado al que pueda despedir cuando me venga en gana, y menos porque a mi juicio se haya mezclado con quien no debía. Todo eso es agua pasada. Si quieres enfrentarte a Petrus, más te vale estar bien seguro de cómo son las cosas. No puedes llamar a la policía, no voy a consentirlo. Espera hasta la mañana. Espera hasta oír la versión de Petrus.
