Desgracia
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A los cincuenta y dos a?os, David Lurie tiene poco de lo que enorgullecerse. Con dos divorcios a sus espaldas, apaciguar el deseo es su ?nica aspiraci?n, sus clases en la universidad son un mero tr?mite para ?l y para los estudiantes. Cuando se destapa su relaci?n con una alumna, David, en un acto de soberbia, preferir? renunciar a su puesto antes que disculparse en p?blico. Rechazado por todos, abandona Ciudad del Cabo y va a visitar la granja de su hija Lucy. All?, en una sociedad donde los c?digos de comportamiento, sean de blancos o de negros, han cambiado, donde el idioma es una herramienta viciada que no sirve a este mundo naciente, David ver? hacerse a?icos todas sus creencias en una tarde de violencia implacable. Una historia profunda, extraordinaria, que por momentos atenaza el coraz?n, y siempre, hasta el final, subyuga.
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– ¡Pero es que entretanto ese chico habrá desaparecido!
– No desaparecerá. Petrus lo conoce. En cualquier caso, nadie desaparece en el Cabo Oriental. Este no es un lugar así.
– ¡Lucy, Lucy, te lo suplico! Tú quieres enmendar todos los males del pasado, pero esta no es la manera de hacerlo. Si no logras defenderte en este momento, jamás podrás caminar por ahí con la cabeza bien alta. Lo mismo dará que hagas las maletas y te marches. En cuanto a la policía, si ahora te sientes demasiado delicada para llamarlos, es que nunca deberíamos haber dado parte de lo ocurrido. Tendríamos que habernos quedado en silencio, haber esperado la siguiente agresión, o habernos cortado nosotros el cuello.
– ¡Ya basta, David! No tengo por qué defenderme ante ti. Tú no sabes lo que ha ocurrido.
– ¿No lo sé?
– No, ni siquiera tienes la menor idea. Párate a pensarlo, ¿quieres? Con respecto a la policía, permíteme recordarte por qué los llamamos en primer lugar: los llamamos por el asunto del seguro. Tuviste que cumplimentar una denuncia porque de lo contrario el seguro no te pagaría los daños.
– Lucy, me dejas pasmado. Eso no es cierto, y tú lo sabes. En cuanto a Petrus, te lo repito: si cedes en este momento, si no le plantas cara, no serás capaz de convivir contigo misma. Tienes un deber para contigo, para con el futuro, para con el respeto en que te tienes. Déjame llamar a la policía, o llámalos tú misma.
– No.
No: esa es la última palabra de Lucy. Se retira a su habitación, cierra la puerta, lo deja al margen. Paso a paso, de manera tan inexorable como si fueran marido y mujer, ella y él se van distanciando, y él no puede hacer nada para remediarlo. Sus propias trifulcas han pasado a ser como las discusiones de un matrimonio, de dos personas atrapadas juntas, sin otro lugar al que irse. ¡Cómo debe detestar ella el día en que él vino a vivir a su casa! Sin duda deseará que se marche, y cuanto antes mejor.
Sin embargo, también ella tendrá que marcharse a la larga. En calidad de mujer que vive sola en la granja no tiene ningún futuro, eso salta a la vista. Incluso Ettinger, con sus armas y su alambre de espino y sus sistemas de alarma, tiene los días contados. Si a Lucy le queda un mínimo de sentido común, renunciará antes de que caiga sobre ella un destino peor que la muerte. Pero está claro que no, que no se dejará persuadir. Es terca, y está completamente inmersa en la vida que ha escogido.
Él sale de la casa a hurtadillas. Avanzando paso a paso con cautela, a oscuras, se llega hasta el establo por la parte trasera.
La gran hoguera está apagada, ha cesado la música. Hay un grupo de personas en la parte de atrás, una puerta tan ancha como para dejar paso a un tractor. Echa un vistazo por encima de sus cabezas.
En el centro se encuentra uno de los invitados, un hombre de mediana edad. Lleva la cabeza afeitada, y tiene un cuello de toro; viste un traje oscuro, y del cuello le cuelga una cadena de oro de la cual pende un medallón del tamaño de un puño, del tipo de las que ostentaban los jefes de las tribus como símbolo de su poder. Símbolos que se acuñaban por cajones en las fundiciones de Coventry o de Birmingham, estampados por una cara con la efigie de la amarga Victoria, regina et imperatrix, y por la otra con un ñu o un ibis rampante. Medallones, jefes, para uso de. Enviados por barco a todos los rincones del viejo imperio: a Nagpur, a las islas Fiji, a la Costa de Oro, a Cafrería.
El hombre habla en voz alta, en períodos de orador, redondeados, que ascienden y decrecen. No tiene ni idea de lo que está diciendo el hombre, pero de vez en cuando hay una pausa y un murmullo de asentimiento entre los asistentes, entre los cuales, jóvenes y viejos por igual, parece reinar un humor de apacible satisfacción.
Mira en derredor. El chico está ahí cerca, nada más pasar la puerta. El chico lo mira con ojos nerviosos. Otros ojos se vuelven también hacia él: hacia el desconocido, el extraño, el forastero. El hombre del medallón frunce el ceño, calla un momento, levanta la voz.
En cuanto a él, la atención no le importa. Que se enteren de que sigo aquí, piensa; que se enteren de que no estoy amedrentado en la casa grande. Y si eso fastidia su reunión, así sea. Alza la mano y se la lleva al vendaje blanco. Por vez primera se alegra de llevarlo, de ostentarlo como algo propio.
