Desgracia
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A los cincuenta y dos a?os, David Lurie tiene poco de lo que enorgullecerse. Con dos divorcios a sus espaldas, apaciguar el deseo es su ?nica aspiraci?n, sus clases en la universidad son un mero tr?mite para ?l y para los estudiantes. Cuando se destapa su relaci?n con una alumna, David, en un acto de soberbia, preferir? renunciar a su puesto antes que disculparse en p?blico. Rechazado por todos, abandona Ciudad del Cabo y va a visitar la granja de su hija Lucy. All?, en una sociedad donde los c?digos de comportamiento, sean de blancos o de negros, han cambiado, donde el idioma es una herramienta viciada que no sirve a este mundo naciente, David ver? hacerse a?icos todas sus creencias en una tarde de violencia implacable. Una historia profunda, extraordinaria, que por momentos atenaza el coraz?n, y siempre, hasta el final, subyuga.
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– ¿Para quién es? -pregunta.
– Para mí.
– ¿Y el cuarto que queda libre?
– Se han caído los tablones del techo. -¿Y el cuarto grande de la parte de atrás?
– Es que la cámara frigorífica hace demasiado ruido.
No es verdad. La cámara que hay en la habitación de atrás apenas ronronea. Es por lo que contiene la cámara, por eso no quiere Lucy dormir ahí: despojos, huesos, carne para perros que ya no tienen ninguna necesidad de comérsela.
– Quédate con mi cuarto -le dice-. Yo dormiré aquí.
Y acto seguido se pone a recoger sus cosas.
Sin embargo, ¿es cierto que desea cambiarse a esa celda llena de cajas con tarros de cristal vacíos, apiladas en una esquina, con un solo y minúsculo ventanuco que mira al sur? Si los fantasmas de los violadores de Lucy siguen en su dormitorio, no cabe duda de que habría que echarlos como fuera, no permitirles que se apoderen de esa pieza y la hagan su fortín. Por eso traslada sus pertenencias al dormitorio de Lucy.
Cae la noche. No tienen hambre, pero comen algo. Comer es un ritual, los rituales facilitan las cosas.
Con toda la delicadeza que puede, de nuevo formula su pregunta.
– Lucy, querida mía, ¿por qué nov quieres contarlo? Fue un delito. No ha de avergonzarte el ser objeto de un delito. Tú no lo quisiste. No eres sino una víctima inocente.
Sentada al otro lado de la mesa, frente a él, Lucy respira hondo, hace acopio de fuerzas, exhala el aire y menea la cabeza.
– ¿Quieres que intente adivinarlo? -dice él-. ¿Es que acaso tratas de recordarme algo?
– ¿Que si trato de recordarte algo? ¿Qué?
– Lo que han de padecer las mujeres a manos de los hombres.
– Nada más lejos de mis pensamientos. Esto no tiene nada que ver contigo, David. Quieres saber por qué no he puesto en conocimiento de la policía una acusación en particular. Bien, pues voy a decírtelo con una condición: que no vuelvas a plantear este asunto. La razón es bien sencilla: por lo que a mí respecta, lo que me sucedió es un asunto puramente privado. En otra época y en otro lugar, tal vez pudiera exponerse a la consideración de la comunidad, e incluso ser un asunto de interés público. Pero en esta época y en este lugar, no lo es. Es un asunto mío y nada más que mío.
– Cuando hablas de este lugar, ¿a qué te refieres?
– A Sudáfrica.
– Pues no estoy de acuerdo. No estoy de acuerdo con lo que estás haciendo. ¿Crees que si aceptas con mansedumbre lo que te ocurrió puedes situarte al margen de granjeros y terratenientes como Ettinger? ¿Crees que lo que sucedió aquí fue como un examen, que si lo apruebas recibes un diploma y un salvoconducto de cara al futuro, o un rótulo para colocarlo en el dintel de tu puerta, de modo que la plaga pase de largo sin afectarte? No es así como funciona la venganza, Lucy. La venganza es como el fuego. Cuanto más devora, más hambre tiene.
– ¡Basta, David! No quiero oírte hablar de plagas ni de fuego. No solo se trata de que intente salvar el pellejo. Si eso es lo que piensas, es que no has entendido nada.
– Entonces, ayúdame a entenderlo. ¿Es alguna forma de salvación privada lo que intentas poner en pie? ¿Esperas expiar los pecados del pasado mediante tu sufrimiento en el presente?
– No. Sigues interpretándome mal. La culpa y la salvación son abstracciones. Yo no actúo de acuerdo con meras abstracciones. Hasta que no hagas un esfuerzo para entenderlo, no puedo ayudarte.
Él desea responder, pero ella lo obliga a callar.
– David, hemos hecho un pacto. No quiero seguir dándole vueltas a esta conversación.
Nunca, hasta ese instante, habían estado tan lejos y tan amargamente separados. Él se queda hundido.
